El día que vuelva no me marcharé jamás. Juan Manuel Fernández Legido

El día que vuelva no me marcharé jamás - Juan Manuel Fernández Legido


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tarareando el «Himno de Riego» en honor a la República, danzaron al ritmo del pasodoble «Suspiros de España» y se emocionaron con la copla «En el Café de Chinitas».

      Todos se lo pasaban bien menos María, que se dio cuenta cómo Juan perseguía con la vista disimuladamente a la mujer de la escalinata. El chico tenía curiosidad por ver cómo se movía «la Parisina» y si alguien del pueblo la rondaba, circunstancia que descartó, a pesar de ser el centro de atención del grupo de hombres anarquistas que la rodeaban. Con tal de recuperar su primacía en los intereses del chico, María probó todas las estrategias sensuales que se le ocurrieron: se dejó besar en la boca, lo acarició e incluso permitió que le metiera mano sin rechistar. La idea de perder a Juan la hacía sentir vulnerable y con un miedo terrible a la soledad. Pero el plan de dejarse tomar por el hombre funcionó... hasta que la música se paró sin previo aviso.

      La multitud dirigió sus miradas hacia el escenario comprobando cómo varios anarquistas encabezados por Frasco se habían subido encima y charlaban con los músicos. Sus compañeros de ideología lanzaban vítores y piropos mientras los comunistas y los apolíticos observaban con recelo el panorama. Al poco, comenzó a sonar la melodía de «Hijos del Pueblo», uno de los himnos más aclamados del anarquismo, y sus seguidores se desgañitaron cantando al unísono. Una vez finalizaron, los anarquistas estallaron en aplausos, momento que aprovechó Bonifacio, el comunista más viejo del lugar, para subir a las tablas.

      —¡Ahora tocad «la Internacional»!

      —Pero con la letra de la CNT —sugirió Frasco, que aún estaba en el escenario.

      —¡Qué CNT ni qué niño muerto! ¡Aquí se canta la versión comunista original como toda la vida! —replicó el anciano con vehemencia.

      Una voz masculina sin identificar entre el público gritó: «¡La original es de maricones!». El canoso Bonifacio enfureció.

      —¡Me cago en Dios! ¿Quién pollas ha dicho eso? ¡Me estáis tocando los cojones! Ni un puto anarquista de este pueblo ha ido a votar. No como en otros sitios de España, donde los vuestros han puesto dos huevos apoyando al Frente Popular. Pero aquí... Aquí solo sabéis quejaros y liarla como en Casas Viejas. ¿Y ahora os queréis apropiar de la victoria en las urnas?

      —¡Te puedes meter las elecciones en el culo, Boni! —vociferó Satur entre la muchedumbre —. Ahora es momento de hacer la Revolución, de demostrar a los cabrones de la burguesía y del Gobierno que no los necesitamos.

      Empezó entonces un intercambio dialéctico de ideas políticas que el público jaleaba más por defecto que por convicción, pues la mayoría eran analfabetos que no distinguían un discurso de otro. Excepto los líderes que discutían, quienes habían leído y entendían las principales obras teóricas de sus corrientes, el resto hablaban sin saber qué decían, mezclaban ideas antagónicas y jamás habían cogido un libro de Marx o Bakunin. Aun así animaban con pasión a sus gallos de pelea ideológica.

      —¡Esta es la desgracia del movimiento obrero! ¡No somos capaces de luchar juntos para organizar el mundo! Solo los rusos han podido —lamentó Bonifacio.

      —¿Los rusos? ¡Cuchi el viejo, que bocaná acaba de soltar! En Rusia se hicieron con el poder la minoría bolchevique y gobiernan por una dictadura. ¡Yo me cago en Lenin, en Stalin y en su puta madre! —soltó indignado Frasco.

      Tras el insulto, los asistentes empezaron a discutir entre un bando y otro hasta que dieron inicio los empujones. Varios comunistas se auparon a hombros de sus compañeros y descolgaron los banderines rojinegros, lo que propició que los zarandeos se convirtieran en puñetazos. Juan dio un paso al frente para unirse a la pelea, pero María lo estiró de la mano sacando de sus casillas al joven.

      —¡Déjame, María! ¡Los míos me necesitan!

      —¡Yo también te necesito! Tengo que ir con mi padre. Se está haciendo tarde y le he dicho a mi tía que estaría pronto en casa —suplicó nerviosa.

      —¿Cómo quieres que deje a mis camaradas en la estacada?

      —Ven acá p'acá, Juan. Y te quedas a dormir... —propuso mirando al suelo.

      La pelea desapareció de la mente de Juan. Hacía meses que esperaba algo así: una oportunidad para perder la virginidad. Sus amigos ya habían fornicado en multitud de ocasiones y él solía mentir al respecto por vergüenza para con los demás. La muchacha volvió a tirar con fuerza de su brazo sin que Juan se opusiera y caminaron abrazados sin decirse nada. El joven pensó en las palabras del esmirriado Emilio, uno de sus compañeros de trabajo, quien parafraseando a Quevedo solía afirmar: «Polla dura no cree en Dios». Y Juan añadió para sus adentros: «Ni en Dios, ni en Marx, ni en Lenin, ni en nada que no sea meterla en caliente».

      Entraron a la humilde pero espaciosa casa de María por la parte trasera, donde estaban las cuadras antaño repletas de gallinas, cerdos y aperos de labranza. Ya no había nada de aquello desde que hacía tres años perdiera la vida la madre de María dando a luz a un niño que tampoco sobrevivió, como tampoco lo hicieron la alegría del hogar, el cuidado de los animales y las fuerzas de su padre. Se introdujeron en la construcción hecha a base de piedras y argamasa, cal para blanquear y techos de madera. Hicieron ruido adrede para que la tía Angustias advirtiera su presencia y pasaron al dormitorio de su padre.

      La habitación estaba en penumbra y despedía un hedor pútrido producto de la enfermedad conjugada con la escasa ventilación. La tía de María cosía a los pies de la cama mientras el convaleciente dormía con una respiración atrancada bajo un enorme crucifijo. El padre trabajaba las tierras del señorito del pueblo, don Manuel, pero llevaba semanas con fiebre y escupiendo sangre. María también prestaba sus servicios en casa del señorito limpiando y gracias al buen corazón de este había tenido gran libertad para cuidar de su progenitor.

      La pareja charló con la tía Angustias sobre lo que había ocurrido en la plaza y tras asegurarla que después de cenar Juan se marcharía a su casa, se despidieron. Comieron en la cocina pan y queso rehogado con buen vino mirándose en silencio. El chico estaba impaciente por lo que pronto comenzó a acariciar las manos de María, quien se dejó hacer nerviosa pero ardiendo en deseo. Juan lo era todo para ella: su salvación, su única ilusión, el tren que debía coger para abandonar su triste existencia y formar una familia plagada de niños. Para Juan era más sencillo: María le gustaba desde pequeño como muchas otras chicas, pero ella era la que le hacía más caso y, sin duda, la que le ofrecía más probabilidades de descubrir el sexo. No se planteaba si quería pasar con ella el resto de su vida ni pensaba nunca en el futuro.

      Se besaron, se manosearon y se olvidaron del mundo entregándose al desenfreno. Se tumbaron en la cama de María quitándose la ropa con torpeza. Ella se ruborizó al mostrar su desnudez y él sintió que su pene estaba tan duro que le iba a reventar. Se amaron de forma rápida, inexperta, con más preocupación por hacerlo bien que por disfrutar del acto en sí. A María, los escasos tres minutos que duró se le hicieron inacabables por el tremendo dolor que sentía en sus partes íntimas. En lo que respecta a Juan, apenas le parecieron unos segundos que más que gozo le otorgaron la satisfacción de haberse convertido en un hombre.

      Para ambos fue la primera vez y había sido diferente a lo que habían escuchado o imaginado. Pero jadeando sobre las sábanas, con sus sexos bañados en sangre y flujos, lo que seguro que no pensaban era que en el semen de Juan hubiera un espermatozoide capaz de fecundar un óvulo de la joven...

      CAPÍTULO 8

      Sergi se levantó del sofá al advertir los primeros rayos de sol. Fue al cuarto de baño aturdido y ansioso apoyándose en la pared. Se encerró en él y abrió el grifo a su máxima potencia dejando correr el agua por el lavabo. Llenó las palmas de sus manos en varias ocasiones para mojarse la cara y pasarlas por la nuca, así como por las máculas semejantes a una gota de vino que tenía en la garganta y el hombro izquierdo. Disfrutó del contacto del fluido transparente en su cuerpo e incluso sintió un deseo irrefrenable de beber. Sabía que el sabor no era bueno, pero el placer de llevarse el líquido a la boca era inigualable. Bebió y bebió hasta calmarse, hasta conseguir


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