El día que vuelva no me marcharé jamás. Juan Manuel Fernández Legido

El día que vuelva no me marcharé jamás - Juan Manuel Fernández Legido


Скачать книгу
le llegaron sonidos estridentes, explosiones, gritos… Al final lo logró, pero lo que vio no fue la parte superior del piso, sino su propio cuerpo tumbado desde las alturas como si fuera un observador externo, como si flotara proyectado y desdoblado en el éter separado de sí mismo.

      El comedor parecía irreal o, dicho con más precisión, tenía un sustrato de materialidad modificada con colores brillantes y vivos y formas imposibles e inconsistentes. ¿Había sido absorbido por el techo? ¿Estaba soñando, despierto o quizá… muerto? Lo cierto es que la experiencia extracorpórea le había sumido en un estado de consciencia que había producido un cambio radical del mundo que le rodeaba. No era una alteración mínima o sutil de la percepción, sino total. No era un trance, ni una ensoñación, ni un sueño lúcido, ni una visualización, quizá ni tan siquiera era exacto el concepto de haber salido de su cuerpo, sino una transición de una realidad a otra, de la A física a una B si no física sí de la misma intensidad, como si los sentidos se hubieran apagado de forma gradual por un fallo en el sistema o por su propia destrucción y se hubiera construido una sustantividad alternativa.

      Se miró las manos y así se formó un contorno impalpable de lo que era él, a pesar de que su figura seguía allí abajo acostada en posición supina. Pensó en Silvia y al instante estuvo frente a ella penetrando la pared, atravesándola sin resistencia. La vio sollozando e intentó tocarla. Ella se sobresaltó y miró a todos lados confusa. Se frotó el brazo como si hubiera sentido una caricia, pero al constatar su soledad volvió a la posición fetal. Confundido, Sergi se percató que vociferaban su nombre, que le llamaban y una energía le succionó elevándolo más allá de las vigas, el yeso y el propio ático. Sin poder evitarlo apareció en el terrado de la finca en una imparable ascensión paulatina. Distinguió ropa tendida, contenedores de agua, la antena, el pararrayos y la silueta de un zapato rojo de tacón tirado en la parte más alta de la azotea. Luego vino la panorámica de la ciudad custodiada por la luna, el cielo, las nubes y cuando parecía que la consecuencia lógica era salir al espacio exterior, se frenó en seco.

      Entonces comenzó a caer de forma vertiginosa al vacío en espiral por un agujero negro de centelleos intermitentes. Y aterrizó. Pero no en su sofá, sino en el cuerpo de otra persona. Aunque no era como estar dentro de otro ser, sino como si fuera propiamente él. Miró a su alrededor y se observó sentado en unas escaleras de piedra que daban a una plaza engalanada como en las fiestas de los pueblos. Decenas de personas subían y bajaban a su lado riendo a la vez que le llegaba música de orquesta…

      CAPÍTULO 7

      Mayo de 1936, en algún pueblo cercano a la ciudad de Granada

      La plaza estaba decorada con los colores rojo, amarillo y morado propios de la bandera española republicana. Colgaban guirnaldas a modo de techo sobre la improvisada pista de baile destilando un cromatismo escogido a conciencia. Destacaban el blanco y el verde propios de la enseña andaluza, pero se intercalaban franjas rojas y rojinegras colocadas por comunistas y socialistas, las primeras, y por anarquistas, las segundas. La banda de música tocaba temas populares mientras los vecinos se movían alegres bajo unas luces artificiales que brillaban con más fuerza que el cielo estrellado.

      La gente sonreía, bebía, bailaba y solo pensaba en festejar el éxito de su lucha. No era para menos. Tras comprobarse que las terceras elecciones generales de la Segunda República española habían sido un fraude en la provincia de Granada, estas se habían repetido a causa de las protestas y los nuevos comicios los había ganado un conglomerado formado por partidos de izquierda denominado Frente Popular, al igual que había ocurrido unos meses antes en el resto del país.

      Era momento disfrutar de la victoria electoral y eso pretendía hacer Juan en cuanto llegara María. Mientras tanto, la esperaba sentado en la escalera que daba acceso a la explanada contemplando el vaivén constante de personas. Al ver corretear unos críos se encendió un cigarro y pensó en la suerte que tenían al crecer en una República que tanto había costado conseguir. Una fortuna que solo podría mantenerse si el clima de violencia entre las diferentes opciones políticas se rebajaba, pues se rumoreaba que las derechas no permitirían que las cosas siguieran como estaban y eso lo asustaba. España estaba dividida en dos en el plano social y político y el aumento de las tensiones entre las izquierdas y las derechas habían abierto una herida de la que pronto comenzaría a brotar la sangre sin posibilidad de sutura.

      Vio bajar a Satur, el nieto de los Piernas Flacas, canturreando como un loco y sintió rabia. Él, como muchos anarquistas, no había votado como de costumbre. A diferencia de otras ocasiones, los líderes de la CNT y la FAI no habían pedido la abstención e incluso hubo quienes aconsejaron acudir a las urnas ante la amenaza de las fuerzas derechistas. Aun así, en el pueblo ningún anarquista había votado y a Juan, socialista afiliado a la UGT, le hervía la sangre de pensar que ahora se apuntaban a la celebración como si hubieran sido una pieza básica.

      Maldecía la tardanza de María, ya que hacía rato que sus amigos gozaban en la plaza, pero esta debía prestar las últimas atenciones a su padre enfermo antes de ir a su encuentro. En una de sus expulsiones del humo en formas circulares, el olor del tabaco se mezcló con un perfume de azahar que le resultó familiar, aunque no sabía el motivo. Cerró los ojos intentando recordar dónde había olido aquella fragancia, pero los abrió al escuchar la risa de dos mujeres. Por su lado vio bajar a Frasco el lechero, otro anarquista, con una chica agarrada a cada brazo: su hermana Tomasa y otra moza que no identificó.

      Le llamó la atención el porte de la chica desconocida, tan distinto al de cualquier otra mujer del pueblo. Llevaba una falda negra por encima de las rodillas que dejaba a la vista sus esbeltas piernas y en la parte superior del cuerpo vestía una prenda roja con una obertura en la espalda por la que la lujuriosa mente de Juan se asomó con deseo. El conjunto iba rematado por un cinturón negro ceñido que marcaba sus curvas y la convertía en insignia del anarquismo. Entre carcajadas, la chica tropezó y estuvo a punto de caer rodando escaleras abajo. No lo hizo gracias a la rapidez de Frasco para cogerla, pero Juan no pudo evitar levantarse en un acto reflejo. La muchacha se percató del gesto por el rabillo del ojo y se giró para sonreírle moviendo su melena peinada hacia atrás. Entonces la reconoció.

      Aquella mujer, más joven que el veinteañero Juan, la había visto en la Fábrica de Explosivos de El Fargue en la que trabajaba. Se llamaba Lola y solía aparecer por allí recogiendo uniformes para coser y arreglar. Todos los compañeros se fijaban en ella, tanto por su belleza como por su pintoresca forma de vestir que la había granjeado el apelativo de «la Parisina», a pesar de que su acento era más granadino que La Alhambra.

      María se acercó por detrás de Juan retocándose el moño, celosa por la escena que estaba presenciando. Miró su larga falda, su corpiño suave nada escotado, el delantal y la mantilla negra que le dibujaban una silueta con caderas planas y lisas. Se sintió ridícula, a pesar de que su atuendo era el más común entre sus paisanas.

      —Es guapa, ¿no? —Juan se hizo el despistado—. No te hagas el tonto que la chiquilla esa te tiene enhortao… ¡Te la estás comiendo con los ojos!

      —¿La niñata que va con Frasco? ¡La Vin, qué tonterías dices! Si va como una puta y encima con los colores de la CNT —espetó simulando indignación.

      —Perdona, Juan, no te enfades. No quería…

      María agachó la cabeza condescendiente y con una clara falta de carácter. Aun así, Juan intentó cambiar el rumbo de la conversación besándola con una ternura afectuosa más que apasionada y le preguntó por la salud de su padre.

      —Sigue igual. Le he estado poniendo paños fríos porque estaba ardiendo y hasta que no le ha bajado la calentura no se ha dormido. Por eso he tardado tanto…

      —No importa, mujer. ¿Quieres ir a bailar? —dijo Juan ofreciéndole el brazo.

      —Sí, pero una mihilla ná más. Mi tía se ha quedado en casa, pero me sabe mal no estar allí para ayudar —contestó agarrándose al chico.

      Bajaron a la plaza en la que una mujer vestida de flamenca ataviada con infinidad de collares cantaba una canción llamada «Anda jaleo». La artista la había aprendido


Скачать книгу