El día que vuelva no me marcharé jamás. Juan Manuel Fernández Legido
Vasile concertaba una cita a la que Sergi debía acudir. No le importaba usar el WhatsApp para avisarlo, pues tenía comprados a varios miembros de la policía. Una vez realizado el trabajo, volvía al bar pasados unos días y le entregaba el dinero recibido, del que Vasile separaba una parte para el muchacho.
—Guarda bien esas bolsas. Ya te diré el sitio y la hora de la entrega, ¿vale?
Tras abandonar el local, Sergi desfiló con la sensación de estar en el punto de mira de los vecinos. Se creía observado, por lo que dobló en la primera esquina inquieto. No contaba con toparse frente a él con una pareja de Mossos d’Esquadra caminando hacia su dirección. Ni tampoco girar sobre sus talones para huir y ver en la calle de enfrente cómo de un portal salía Laia con unas enormes gafas de sol y se detenía a curiosear el móvil. ¿Qué hacer entonces? La ansiedad lo tuvo claro: reclamar su espacio con fuerza echando más carbón a la sala de máquinas de la respiración y esparciendo el miedo por cada una de sus células. No quería volver sobre sus pasos para no alarmar a unos Mossos que comentaban algo señalándolo, ni que Laia lo sorprendiera, así que solo le quedaba una opción. Abrió la primera puerta que encontró a su lado y se coló con celeridad.
El chico cerró la puerta y pegó la cabeza al cristal para vigilar tanto a Laia como a los guardias. Se sintió a salvo, pues los agentes pasaron de largo sin hacerle caso y la amiga de Silvia seguía en su mundo telefónico. De súbito, una voz femenina retumbó a sus espaldas y le dio un respingo.
—¿Hola? ¿Perdona? ¿Te puedo ayudar?
No contaba con tener compañía, aunque en realidad no podía esperar nada porque no sabía ni dónde estaba. Se giró en una fracción de segundo y sus pupilas se movieron en todas trayectorias descubriendo a una jovencita de larga melena dorada entrada en carnes sentada tras una mesa. Se trataba de un mostrador repleto de panfletos en el que destacaba una pantalla de ordenador y un teclado rosa. A la izquierda había una pizarra en la que se podía leer: «CONFERENCIA SOBRE LA TERAPIA REGRESIVA A CARGO DE LA DRA. LOFISH». Fue entonces cuando atisbó una sala a oscuras al fondo del pasillo de la que salían destellos propios de la proyección de diapositivas y el eco de una mujer hablando. Sergi volvió a dirigir la vista hacia la rubia que lo miraba como si su cara hubiera servido de modelo al creador de los smiley.
—Hola… Esto…
Volvió su cabeza y comprobó con asombro cómo Laia cruzaba la calzada.
—¿Vienes a la conferencia, verdad?
—¿Conferencia? Sí… Sí… Claro… La conferencia.
CAPÍTULO 9
—Hace un buen rato que ha empezado la conferencia. De todos modos, puedes pasar. Al menos verás algo. Me parece que quedan sillas vacías. Ven conmigo.
Sergi le dio las gracias a la recepcionista y volvió a echar la vista atrás esperando no ver a Laia, pero allí seguía. No tuvo otra opción que avanzar por el pasillo tras los ruidosos tacones de la chica hasta la habitación en que se desarrollaba la ponencia. Su cicerone le mostró un asiento libre y el muchacho lo ocupó agachando la cabeza y pidiendo perdón con las manos al público que lo rodeaba.
La conferenciante detuvo su plática al oír susurros al fondo de la estancia y observar que algunos asistentes se contorsionaban molestos para dejar pasar al nuevo invitado. Este dejó su pequeña mochila en el suelo y alzó la vista para descubrir a una mujer menuda cercana a los cincuenta años, delgada y pelo canoso hasta la cintura. Miraba a Sergi con curiosidad por encima de sus gafas de pasta y sonreía de oreja a oreja con su camiseta blanca estampada con las manos de La creación de Adán de Miguel Ángel.
—Seguro que usted piensa como Oscar Wilde que la puntualidad es una pérdida de tiempo —dijo la ponente provocando la risa de la audiencia—. Es una broma. No se preocupe. Aún nos quedan cosas interesantes por ver.
Sergi no respondió. Se limitó a guardar silencio a la defensiva pensando: «qué graciosa la colega y qué ridícula está con esa pinta que me lleva». Tras la interrupción, la doctora Lofish retomó las explicaciones señalando con un puntero láser algunos conceptos proyectados en una pantalla. Su voz era clara, amiga de las entonaciones teatrales, hecho que junto a una habilidad oratoria innata captaba la atención del aforo.
—En resumen, la Terapia Regresiva es una técnica que trata de encontrar la experiencia responsable de esa emoción que hoy en día limita la vida del paciente. Se trata de hacer consciente lo inconsciente. Así que lo primero que debemos aceptar es que somos seres espirituales encarnados en cuerpos físicos, es decir, somos la suma de un cuerpo y un alma. Y para el alma no existe el tiempo ni el espacio. Ella vive en un eterno presente. Todo sucede aquí y ahora. Como he dicho, a pesar de que nuestro consciente solo tiene recuerdos desde los seis o siete años, nuestra alma lo sabe todo. Ella tiene la información de toda nuestra existencia, desde nuestro período en el vientre materno y el parto hasta las experiencias que hemos tenido en otros cuerpos. Les recuerdo que, como hemos dicho al principio de la charla, no acordarnos no es una condición para no haberlo vivido. Sin tener que acudir a vidas pasadas, todos hemos sido protagonistas de hechos que nuestra memoria ha borrado, tiene vagos recuerdos o los ha distorsionado. ¿Me siguen?
Sergi no se enteraba de nada y las palabras de la doctora le sonaban a cuento chino. Emitió un largo resoplido sintiendo pena por los pobres devotos timados que tenía a su lado, a los cuales incomodó con su actitud.
—De este modo, a través de la Terapia Regresiva podemos conectar con una emoción, que nos llevará a alguna experiencia inacabada que hayamos tenido y quedó sin resolver. Esto es importante, porque de forma inconsciente pueden estar provocándonos limitaciones en nuestra vida actual en forma de miedos, ansiedad… Porque para el alma esa experiencia sigue pasando. Por eso decimos que para ella no hay tiempo ni espacio. ¿Me explico? Esas experiencias inacabadas pueden estar condicionando nuestra vida. Por eso, ustedes pueden vivir una coyuntura ahora que a su alma le resuene y se dispare una emoción que les haga vivir los mismos síntomas que se dieron en aquel momento. Pueden ponerse nerviosos, sentir dolor o que no pueden respirar, notar tristeza, incapacidad de afrontar lo que les pasa, ira, asco, rabia… y no saben de dónde viene, porque desde su tesitura actual no tiene sentido. Con esta terapia podemos ir al origen de esa emoción, revivir el conflicto haciendo consciente lo inconsciente, y dejar la experiencia resuelta y cerrada.
Acabada la frase, se encendieron las luces de la sala y se apagó el proyector de diapositivas. Sergi estaba confundido por lo que acababa de oír al respecto de la ansiedad, un término que le era familiar y que su sola mención le ponía tenso. Mientras, algo dentro de él se esforzaba en conectar los cables sueltos de sus vivencias más recientes que parecían congeniar con la lógica expuesta, su mente inquieta y asustadiza le hacía arquear las cejas y meterle en la cabeza un pensamiento insistente: «¿Dónde coño me he metido?». Miró los rostros de la gente que tenía a su alrededor, mujeres de mediana edad en su mayoría, y se fijó en cómo clavaban sus ojos con interés sobre la doctora Lofish.
—Se trata de acompañar al alma a la experiencia que ella elija trabajar, porque no olviden que en esta terapia la protagonista es el alma del paciente. Es como abrir las carpetas de un gran archivo donde están guardadas todas sus experiencias vitales y ponerse a indagar sobre ellas. Desde un acontecimiento feliz a una discusión, una relación que le dejó huella, un recuerdo perdido, el germen de una fobia… Ustedes pueden echar la vista atrás, pero normalmente esos recuerdos pasan por el filtro de la mente. Y esto tiene consecuencias: se pierden detalles, algunas escenas no son claras y difieren de la realidad... Porque nuestro consciente nos protege y desvirtúa los hechos para poder seguir viviendo a pesar de haber sufrido algún trauma. Pero si un terapeuta les acompaña, y ustedes se lo permiten, gracias a la Terapia Regresiva podrán revivir esas experiencias que fueron el origen de aquella emoción, y dejar la experiencia resuelta, dejando así de resonarles en la actualidad al vivir una circunstancia parecida. En estado normal, el individuo puede dudar del color de unos zapatos, de un nombre, de las razones que le llevaron a hacer algo… Pero en estado expandido de conciencia no tiene dudas: sabe que sus zapatos eran rojos, que su compañero se llamaba Luis, que rompió los juguetes