El día que vuelva no me marcharé jamás. Juan Manuel Fernández Legido

El día que vuelva no me marcharé jamás - Juan Manuel Fernández Legido


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familiar que he tenido…

      —Bueno, yo también la tuve y no me quedó más remedio que enfrentarme a mis padres. De hecho, hace años que no tengo contacto con ellos… —respondió Laia melancólica.

      —¿Y eso? ¿Por qué? —Quiso saber Pesi.

      —¡Ufff! Ya te contaré un día… Mucho lío… Yo es que no he sido una hija modélica, precisamente. Con dieciséis años me escapé de casa para irme de okupa, luego volví, me fui otra vez a los dieciocho tras discutir con mi madre… —Laia se dio cuenta que los dos hombres la miraban expectantes y decidió frenar el desnudamiento de sus años mozos—. Por eso te digo que lo de hacer algo porque mis papis me obligan… No sé, me parece un poco… —dudó si acabar la frase.

      —De cobardes. Lo sé. —Pesicolo pegó un trago a la cerveza para digerir mejor sus propias reflexiones—. ¡Pero acabaré cumpliendo mi sueño de verdad!

      —Ahora vas a flipar —advirtió Silvia tocándole el brazo a su amiga.

      —¡Quiero dirigir mi propia película! ¿Qué te parece?

      —Solo espero que sea mejor que aquel corto que grabamos en el instituto —apuntó Sergi—. ¿Cómo se llamaba?

      —¡Alberto hasta el amanecer! —gritó Pesi desternillándose de risa ante la mirada atónita de las chicas que no entendían la gracia—. Por la peli de Rodríguez y Tarantino. ¿No os suena? Unos pavos que se convierten en vampiros, el Bar de La Teta Enroscada… ¿No? ¡Bah! Es igual… Pero ahora quiero hacer un proyecto serio y presentarlo a un concurso. Lo que pasa es que necesito pasta y de eso no voy sobrado.

      —Quiere hacer algo ambientado en el Imperio romano. Yo le asesoraré un poquito… ¡Me tienes que dejar lo que has escrito! ¡Y se lo podrías pasar a Laia también! —dijo Silvia consiguiendo la sonrisa ilusionada de Pesicolo.

      —¡Claro! Espera que te agrego al Facebook, WhatsApp, Twitter…

      —Sí, pero como no te toque la lotería lo tienes chungo, chaval —agregó Sergi.

      —Por eso juego cada semana, brother. El día que me toque verás…

      Los jóvenes se intercambiaron los números de teléfono y sus cuentas cibernéticas, momento que aprovecharon para sacarse algunas fotos. Continuaron hablando de forma distendida sobre los temas más variopintos y mundanos imaginables hasta que Sergi le pidió a Pesi que dejara de hacer ruido al masticar.

      —¡Colega! ¡Pareces un cerdo comiendo! Contrólate, que siempre estás igual.

      —¡Qué pesado eres! Este tío es un enfermo. Lleva toda la vida dándome por saco con lo mismo.

      Era una discusión recurrente. Sergi no podía reprimir su rabia al escuchar a alguien comer con la boca abierta, en especial a su amigo. No podía entender por qué al resto le daba igual, ni lo percibía, y a él lo irritaba hasta tal punto que había tenido que levantarse de la mesa en más de una ocasión en el pasado para tranquilizarse.

      —¿Es que a vosotras no os molesta ese «miac, miac, miac»? Es insoportable.

      —A eso se le llama «misofonía». Odio al sonido o, mejor dicho, a determinados sonidos: el de masticar, sorber, toser… o el que hacen algunos objetos. Es un trastorno psiquiátrico tipificado —aclaró Laia tirando de sus conocimientos.

      —¡Vaya! Ha hecho falta que venga una psicóloga a esta casa para que se reconozca que este pavo es un trastornado —bromeó Pesi y todos rieron, menos Sergi que puso cara de querer matarlo.

      —Me voy a hacer unos cubatas —dijo el ofendido incorporándose.

      —Te acompaño, que siempre me hacéis la pirula. Que yo el ron lo bebo con Pepsi, no con Coca Cola. Ahora entiendes por qué me llaman Pesi, ¿eh, Laia?

      Los dos jóvenes fueron a la cocina y Sergi se percató de que su amigo caminaba renqueante.

      —¿Estás cojo o vas como una cuba?

      —Llevo unos días con un dolor en el tendón de Aquiles que me va y me viene.

      —¿Y se te activa con el alcohol? —preguntó, mientras ponía hielo en las copas.

      —No, capullo, cuando estoy un rato relajado. —Pesi se giró y cogió por los hombros a su compañero—. ¡Escúchame, tío! ¡Ha llegado el momento de decírselo!

      —Ufff… qué palo. —Sergi soltó todo el aire que tenía dentro y puso los combinados en una bandeja—. No sé yo si ahora…

      Pesicolo agarró la cara de Sergi con las dos manos y a escasos centímetros de esta le habló con solemnidad:

      —¿Tú te acuerdas cuando en Juego de Tronos Bran Stark le pregunta a su padre si se puede ser valiente cuando uno tiene miedo? —Sergi esperó impaciente que continuara su discurso de arenga—. Eddard Stark respondió: «Es el único momento en que se puede ser valiente».

      No contestó y al verlo pensativo, Pesi sintió que lo había convencido.

      —¿Sí o qué? Con dos cojones. ¡Si es que vas a decírselo tarde o temprano!

      Al regresar junto a las chicas, estas miraban en el teléfono comentarios jocosos sobre alguna de las fotos recién colgadas. Repartieron los combinados y al hacerse el silencio, Pesi le dio un codazo a Sergi que ellas percibieron llamando su atención. El muchacho balbuceó nervioso unas palabras ininteligibles mirando a su novia, la cual sintió un latigazo eléctrico que recorrió su cuerpo. «¡Ay, Dios! ¿Me va a pedir que me case ahora? ¿Aquí? ¿Con estos dos de público?», pensó Silvia.

      —Pues nada… Que después de pensarlo mucho… Pues…

      «¿Joder, se lo va a pedir en serio?», dijo para sus adentros Laia.

      —Pues que me he comprado una moto con lo que tenía ahorrado.

      Como si le clavaran un puñal, como si un castillo de naipes se derrumbara, como unos niños que acuden al parque de atracciones y lo encuentran cerrado. Así se sintió Silvia. Helada, estúpida, incrédula. Miró a Laia con los ojos húmedos mientras su amiga negaba con la cabeza y acabó huyendo hacia el interior del ático antes de estallar en lágrimas.

      CAPÍTULO 6

      Silvia y Laia permanecieron durante media hora en el interior de la vivienda mientras los chicos analizaban la situación. Escuchaban sollozos salir de la cocina y susurros que intuían que eran de ánimos. Dedujeron que su novia esperaba otro tipo de declaración por lo que Pesi se disculpó por haber insistido tanto en que le comentara el asunto de la moto. Finalmente, Laia salió a la terraza para avisar que se marchaba y Pesicolo decidió hacer lo mismo. Los dos hombres se fundieron en un abrazo, pero Laia optó por despedirse desde la distancia con la mano alzada.

      Una vez se quedó solo se armó de valor para entrar en la casa y supo que Silvia estaba en el dormitorio. Penetró en la habitación sin hacer ruido, pero al dejar caer su cuerpo sobre la cama los muelles chirriaron. La joven no se movió. Intentó rodearla con sus brazos, pero ella se zafó con contundencia.

      —Silvia, venga... Dime algo —dijo acariciándole la espalda—. ¿Qué te ocurre?

      La pregunta hizo que Silvia encendiera la luz y se girara dando un salto.

      —¿Qué me ocurre? ¿A mí? Querrás decir qué te ocurre a ti —respondió con los ojos empañados.

      —¿De verdad te pones así por comprar una moto?

      —No es la moto, Sergi. ¿No te das cuenta? Vamos, no te hagas el tonto...

      —¿En serio pensabas que te iba a pedir matrimonio? ¿Ahí delante de nuestros amigos? —Quiso saber el muchacho bajando del lecho nervioso.

      —¿Y por qué crees eso?

      —¡Está claro! Llevas semanas que en cuanto puedes


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