Pensar. Carlos Eduardo Maldonado Castañeda

Pensar - Carlos Eduardo Maldonado Castañeda


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la expresión más abstracta, en el lenguaje de la física del siglo XX de lo que el siglo XIX comprendía con el concepto de “energía”. Amplia y sólida información significa que se dispone de una fuerte energía. Energía como fuente, como potencia.

      La información se procesa, pero también se acumula, se almacena y puede distribuirse sin ninguna dificultad. El almacenamiento más inmediato de la información tiene lugar en y como la memoria. Para pensar es indispensable que la información esté disponible y lo está en la forma de memoria.

      Ahora bien, existen diversas clases de memoria. Computacionalmente, es conocida la distinción entre memoria de corto plazo y la memoria de largo plazo, además de la memoria sensitiva. Importante como es, esta distinción no es aquí sin embargo de mucha ayuda. En el caso de los seres humanos, la memoria de largo plazo se articula como memoria explícita e implícita, cuya diferencia sencillamente es el papel que la conciencia juega en cada caso; a su vez, cada una de las anteriores, correspondientemente, da lugar a la memoria declarativa (que se ocupa de hechos y eventos) y la memoria procedimental (que se enfoca en habilidades y tareas). Cada uno de estos tipos de memorias tiene un lugar en la organización del cerebro (neocórtex, lóbulo frontal, cuerpo estriado, etc.). Al cabo existe igualmente la memoria episódica y la memoria semántica. Más bien, cabe señalar que el tipo de memoria indispensable para un (buen) pensar es una memoria gráfica, una memoria visual, en fin, una memoria como mapa.

      La memoria de lo que pensamos y hemos pensado no se encuentra únicamente en nuestra cabeza, en la mente. Es visible, igualmente, en nuestro rostro y en el cuerpo mismo. Una buena lectura del rostro humano y del cuerpo permite adivinar, por así decirlo, la clase de información que alguien tiene, así como, consiguientemente, el tipo de pensar del que es capaz, o en el que destaca mejor.

      En otras palabras, la memoria, sea de corto o de largo plazo, no se almacena única y principalmente en la cabeza. Ella se extiende por el cuerpo entero como una especie de esponja que, al mismo tiempo que absorbe información proveniente del medioambiente, deja entrever la cantidad y la calidad de información que alguien ha acumulado y procesado a partir de sus experiencias.

      Quien pierde la memoria no puede pensar bien; prácticamente no piensa para nada. En el mejor de los casos, puede conocer e identificar el entorno. De esta suerte, la memoria es condición para el pensar, pero el pensar le confiere sentido y significación a la memoria. En otras palabras, alguien con mucha memoria no necesariamente piensa; es alguien capaz de elaborar grandes asociaciones. Las asociaciones son una condición para el pensar, pero no conducen necesariamente a él. La memoria va cambiando con el transcurso de la vida; unas veces recordamos una cosa de una manera, otras, de otra, y es la memoria la que va esculpiendo, si cabe, los modos y contenidos mismos del pensar.

      La importancia de la memoria como un todo es de tal índole que, si se altera por completo la memoria de alguien, cambia por completo su personalidad. Sucede aquí algo análogo al conjunto de creencias de una persona que le otorgan identidad frente a sí misma y sus conocidos: el cambio de creencias es una sola y misma cosa con el cambio de la identidad. O de la personalidad. O de la historia de una persona (esto permite comprender por qué razón los debates en torno a la historia pueden convertirse en un asunto altamente sensible. También permite comprender, por lo demás, por qué la historia es una materia políticamente incorrecta).

      De forma más puntual, la memoria se encuentra vinculada, aunque es distinta de ella, a la capacidad de aprendizaje; en ella se llevan a cabo procesos de asociación, de síntesis, de diferenciación y otros, pero, particularmente, de construcción de inferencias. El proceso gradual de construcción de inferencias, directas e indirectas, con certeza y con incertidumbre, permite apreciar el proceso mismo del pensar, el cual va exponiendo, por así decirlo, los acervos de memoria de que alguien es capaz. En otras palabras, en el proceso mismo del pensar se puede ver, literalmente, la memoria, los recuerdos, los acumulados de lecturas, experiencias, asociaciones, y otros, que alguien dispone o que ha ido procesando en su vida.

      El tema de las inferencias directas será el objeto de una consideración aparte, por sí misma, en el capítulo 23, en la segunda parte de este libro.

      En un escrito, en una conversación, en una exposición, por ejemplo, en los que se puede apreciar un proceso de pensamiento —y no solamente de conocimiento—, existe una unidad sólida y fuerte con la información acumulada y procesada que se decanta en la memoria. Así, la memoria no es un estanco frío y pasivo, por así decirlo, sino un dinámico y activo sistema que se entreteje activamente con el proceso mismo del pensamiento, prestándole, si cabe, forma y contenido. Al fin y al cabo, la materia misma del pensamiento es la información, y esta es más, bastante más, que un mero acumulado de datos. Lo importante, aquí y siempre, es el procesamiento mismo de los datos, lo cual da como resultado la calidad de la información.

      En otras palabras, la riqueza de un pensamiento se enmarca y es posible a la vez por aquello que lo sostiene y que sin embargo no salta inmediatamente a la vista como protagonista: la información acumulada, la memoria, la cultura o la educación de que dispone alguien. Estas son fundamentales, pero ocupan un lugar discreto. Son las que conocen la obra y el escenario, pero dejan que el conocimiento y el pensar acaparen las miradas y la atención.

      Cuando es la memoria la que atrae las miradas, ello no se llama ya pensamiento —y mucho menos creatividad—. Lo que resulta entonces es erudición, que tiene, desde luego, una importancia propia, pero que no cabe confundir con el verdadero y original pensamiento. Un erudito es alguien que dispone de una enorme cultura y conocimiento y que naturalmente ha aprendido mucho a lo largo de sus experiencias (de estudio, de viajes y de lectura, por ejemplo). La erudición es encomiable desde muchos puntos de vista, pero la categoría de un (o una) pensador(a) es algo que la cultura, la buena educación y la convivencia misma destacan por encima de cualquier otro rasgo, siempre sobre la base de las calidades humanas. La bonhomía, para decirlo mejor.

      El pensar necesita de la información y la memoria, pero estas por sí mismas conducen a un escalón anterior al del pensar, el de la erudición.

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