Pensar. Carlos Eduardo Maldonado Castañeda
tiempo libre. O lo que es equivalente en esa experiencia cultural ya muerta que es el kairós: el tiempo oportuno, el tiempo de lo oportuno, el tiempo que no está en el tiempo (objetivo), en fin, el tiempo del alma, como decían los medievales, místicos y no místicos. La gente normal no sabe del ocio; en el mejor de los casos tan solo tienen vacaciones (y habitualmente son programadas).
Pensar exige ocio y a la vez produce ocio —en contextos y tiempos de eficiencia, eficacia, productividad y control social a través de diversas ingenierías sociales—. Ocio significa todo lo opuesto a trabajo, a labor o a tarea, algo que en los contextos de gestión en general, y de gestión del conocimiento en particular, generalmente se omite o se ignora. Todo parece estar sujeto a indicadores, tablas, cuadros, medidas, tareas, planes, planeación, prospectiva, estudio de riesgo, estrategia, liderazgo y demás, para decirlo en el más políticamente correcto de los lenguajes; al cabo, indicadores y escalafones (rankings). Herbert von Braun decía que él hacía investigación cuando no sabía lo que hacía y no sabía muy bien a dónde iba con lo que hacía.
Más exactamente, no existen indicadores del ocio o para el ocio, por la sencilla razón de que el ocio no pertenece al tiempo objetivo o cronológico. El ocio pertenece a esa dimensión enorme de lo ampliamente inútil, en esa lectura llena de sarcasmo de Ordine (2015). Pues bien, es en el ocio cuando en el pensar aparecen los problemas, aquellos que definen por su radicalidad y forma de vida la investigación, en el mejor de los sentidos.
El tiempo del pensar puede ser dicho entonces de una dúplice manera: como el kairós o, lo que es equivalente, como el ocio, y es entonces cuando los problemas que definen y constituyen al pensar emergen en propiedad.
Quisiera decirlo de manera directa: no hay que buscar los problemas. Por el contrario, hay que dejar que ellos nos asalten, por definición, súbita e inopinadamente. Como el amor, como el hambre, por ejemplo. En esto exactamente consiste el estar abiertos: abrirnos a los problemas, abrirnos al mundo, abrirnos a los misterios y enigmas. Cuando tenemos problemas, en realidad es como cuando estamos enamorados: nos volvemos psicóticos, pues el amor es una experiencia psicótica. Estar enamorados significa volvernos psicóticos, y cuando no lo estamos, impera el principio de realidad, las normas y las costumbres, y germina así el aburrimiento y la desidia.
Abrirnos al mundo, estar abiertos al tiempo y al espacio, abiertos incluso a nosotros: he aquí una idea simple que es, sin embargo, sumamente difícil de llevar a cabo, pues usualmente la gente tiene pre-conceptos, pre-juicios, pre-comprensiones. Pues bien, sobre esta base se hace imperativa una aclaración adicional: los más importantes de todos los problemas —lógica, metodológica, filosófica, científica y existencialmente— son aquellos que son propiamente complejos. En otras palabras, no es suficiente con identificar o formular problemas. De manera ideal debe ser posible identificar problemas complejos. En esto consiste la teoría de la complejidad computacional que, quiero decirlo, constituye la columna vertebral de todo el trabajo en complejidad.
Los fenómenos, los sistemas y los comportamientos complejos son sistemas abiertos. Pues bien, es imposible ver sistemas abiertos si no se tiene una estructura de mente abierta; de mente y de corazón, en realidad. Solo quien tiene una estructura de mente abierta ve complejidad; y entonces, claro, ve emergencias, autoorganización, no linealidad, turbulencias y fluctuaciones, en fin, novedad y vida.
El estudio de los problemas complejos, y distinguir cuáles son efectivamente complejos y por qué y cuáles no lo son, constituye la médula de la teoría de la complejidad computacional, un campo que constituye y atraviesa transversalmente a las matemáticas, la lógica y la computación. Hay una doble manera de estudiar la teoría de la complejidad computacional: o bien a partir de la distinción entre problemas decidibles e indecidibles, o bien en términos de las relaciones entre los problemas P y los problemas NP. Ambos caminan, se implican recíproca y necesariamente.
Por trivial que resulte, es preciso señalar expresamente que no todos los problemas son complejos. Es más, la inmensa mayoría de problemas, en la vida como en ciencia, no son complejos. Un problema se dice que es complejo cuando las herramientas, los enfoques, las técnicas, las heurísticas y aproximaciones normales o tradicionales resultan insuficientes: a) para comprender el problema en cuestión; b) para resolverlo.
Desde otro punto de vista, cabe decir que un problema es complejo cuando el dominio que se tiene sobre el estado del arte en el conocimiento resulta insuficiente para resolverlo. Asimismo, más brevemente, un problema se dice que es complejo cuando una sola ciencia o disciplina es incapaz de encontrar soluciones a este.
Pues bien, los problemas propiamente llamados complejos constituyen el motivo de trabajo por parte de los complejólogos en general. Los sistemas complejos son sistemas abiertos, y es imposible ver la complejidad si no se tiene una estructura de mente abierta. La cultura tiende a cerrar las estructuras mentales abiertas; la biología, en contraste, nada sabe al respecto. Este es otro argumento que ayuda a entender por qué razón y cómo las ciencias de la complejidad constituyen una revolución científica.
Digámoslo sin ambages: un capítulo constitutivo de las ciencias de la complejidad son las LNC —un capítulo reciente y promisorio en la historia del conocimiento— y las LNC encuentran una puerta directa de enlace con la teoría de la complejidad computacional. Diferentes entre sí, existen sin embargo varios vasos comunicantes entre ambas.
Pero vayamos más lento. Se hace necesaria una elucidación acerca de las clases de problemas. Se trata de comprender de forma precisa qué es un problema complejo. La tesis que quiero sostener aquí es que es un problema complejo el que da qué pensar. Esta idea permite, de forma genérica, pensar que existe en la historia y en la cultura una complejidad avant la lettre, y una complejidad en sentido estricto. Algo que sin duda puede confirmase en otros casos.
En la metodología tradicional de la ciencia, la formulación o identificación de problemas se direcciona a través de la llamada pregunta de investigación, y se funda ulteriormente en el esquema de origen positivista que, abierta o tácitamente, se deriva del Círculo de Viena (Stadler, 2011). Vale recordar, notablemente, la distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación. De manera atávica, en la tradición científica la idea de base es que a cada problema identificado le corresponde una solución. Por el contrario, es característico de las ciencias de la complejidad entender varias cosas, así:
Un problema no necesariamente debe tener una solución precisa o única.
Existen grupos o asociaciones de problemas, y es posible trabajarlos de manera conjunta.
Un problema se dice que es complejo cuando exige nuevos enfoques, nuevas herramientas y no una sola disciplina, ciencia o enfoque.
Un problema es complejo cuando claramente adopta rasgos distintivos de la complejidad, tales como no linealidad, equilibrios dinámicos, o distribución de leyes de potencia, notablemente (Maldonado, 2018a).
Los problemas complejos pueden ser vistos existencialmente como aquellos que nos asaltan de repente y nos capturan por el cuello, por los intestinos o de otra forma, de tal modo que, literalmente, podemos afirmar que no los tenemos, sino que son ellos los que nos tienen. Es entonces cuando un problema exige, absolutamente, desde el punto de vista del estilo de vida que llevamos, que sea resuelto, o por lo menos que se intente resolverlo. Los problemas auténticamente complejos no se los ve con los ojos; se los siente en alguna parte del cuerpo; para algunos, en el vientre, otros, en los riñones, otros más en la garganta, y así según el tipo de fisiología que cada quien tiene.
En buena ciencia y en buena investigación, los problemas son la forma misma en que alguien existe y su producción teórica e intelectual cabe ser adecuadamente vista como el esfuerzo de solución del problema (o problemas) en cuestión. En otras palabras, no es un asunto de simple cuestión laboral (horarios, por ejemplo). Pensar se dice hoy investigar, y la investigación, cuando es auténtica, no sabe de tiempos cronológicos, circadianos, por ejemplo.
En fin, contra todas las apariencias, cuando efectivamente sucede, la investigación es una forma de vida. Y en consecuencia es radicalmente diferente de las profesiones, incluso de los niveles de especialización