Pensar. Carlos Eduardo Maldonado Castañeda

Pensar - Carlos Eduardo Maldonado Castañeda


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cuna para que el pensar se haga posible. Sin problemas, en el sentido fuerte y exacto de la palabra, pensar no resulta necesario. Esta idea exige una aclaración indispensable.

      Tal y como se dice generalmente en ciencia, en filosofía y en general en el espectro de la academia, la investigación se funda a partir de problemas. Esto es, retos, apuestas, desafíos. Ahora bien, si bien es cierto que la identificación o formulación de problemas requiere como condición necesaria el conocimiento del estado del arte de un tema o materia determinadas —según el caso—, la tarea de formular problemas es esencialmente un ejercicio o un acto de la imaginación. Dicho de manera puntual, un problema se concibe, esto es, se imagina. Y un problema, entonces, se resuelve (esto en contraste con la técnica habitual de la pregunta de investigación: una pregunta se formula y, a su vez, una pregunta se responde).

      Un problema no se concibe sin la cabeza, pero, propiamente hablando, un problema es una experiencia. De manera puntual, una experiencia vital. Como el amor, como la angustia, como el encuentro con el rostro del otro, como la muerte. Cuando se tiene un problema no somos nosotros quienes lo tenemos; por el contrario, es el problema el que nos tiene. Como cuando estamos enamorados (enamorados y no simplemente infatuados). Así, por ejemplo, nos despertamos a media noche pensando en la persona amada, nos sorprendemos en la calle o en reuniones totalmente abstraídos, porque la mente y el corazón pivotan alrededor del recuerdo o la imagen de la persona amada. Al fin y al cabo, como es sabido, el amor es una experiencia psicótica: perdemos el sentido de la realidad y estamos totalmente envueltos por la experiencia sin que nada ni nadie más nos importe. Pues bien, literalmente, un problema es como una experiencia de amor. El problema nos tiene, nos sorprendemos en numerosas ocasiones pensando o relacionando o remitiendo todo al problema, y creemos verlo en todas partes.

      Ahora bien, los problemas (de investigación; los problemas que dan qué pensar) no existen en el mundo. Es el pensador (el investigador, el experimentador, el descubridor, pensador, el inventor) quien define qué es un problema y por qué lo es; qué implica que algo sea un problema y qué se sigue de esto. En otras palabras, los problemas no los encuentra el investigador en el mundo; por el contrario, los introduce en el mundo, y estos le confieren otro sentido, otro significado, en fin, otro significante al mundo y a la realidad.

      Pues bien, pensar es una experiencia distinta al conocimiento. Si, con razón, Maturana y Varela (1984) ponen de manifiesto que las raíces del conocimiento se encuentran en la biología (y no ya en aquellas instancias que los psicólogos, los epistemólogos de vieja data, y los filósofos creían, como el alma, el intelecto, el entendimiento, la razón, la conciencia, y demás), los motivos y el modo mismo del pensar tiene lugar o se gatilla en una experiencia ante-predicativa que es semejante a una experiencia límite. Y esa experiencia encuentra sus raíces en la biología, en efecto.

      Pensamos en la forma de la duda, en la forma de tanteos, en la forma misma del bosquejo. Hay quienes piensan con la mano, y entonces elaboran trazos sobre una hoja de papel cualquiera, y hay a quienes se les ve el pensamiento en los movimientos mismos del cuerpo. El pensar tiene un rasgo distintivo que es reconocible a quienes tienen experiencias semejantes o próximas, y se hace evidente en el rostro como un todo; así por ejemplo en la mirada, o en una cierta área no enteramente definible, en fin, también en el hecho de que quienes se dan a la tarea de pensar no siempre emplean las palabras comunes y corrientes que usan todos los seres humanos en el día a día. El pensar como la inteligencia son evidentes ante una mirada sensible, y no pueden ser ocultados de manera fácil.

      A los que piensan, como a quienes están enamorados, o a quienes padecen de pobreza, o quienes sufren de una enfermedad, por ejemplo, se los conoce por un ejercicio de entropatía (Einfühlung), esto es, una especie de “ponernos en el zapato de los otros”, un acto de interiorización de un fenómeno externo. Pensar está jalonado por una especie de hybris, una pasión, un gusto, una fruición únicas. Ya la historia de la ciencia tanto como de la filosofía, la psicología del descubrimiento científico al igual que los estudios sociales sobre ciencia y tecnología, así lo han puesto de manifiesto.

      Sin embargo, el pensar no es exclusivo de los seres humanos. También los animales y las plantas piensan. Oportunamente volveremos al respecto; por lo pronto, lo verdaderamente importante estriba en el reconocimiento de que pensar no es un atributo exclusivo o distintivamente humano. Un escándalo cuando se lo mira con los ojos del pasado o de la tradición.

      Pero no es este el lugar para entrar en este tema, por razones de espacio5.

      A pensar nos preparamos a través de mucha lectura, mucho estudio, mucha reflexión. Pero también, a través de mucha experiencia y una larga vida. Pensar, en otras palabras, no es un punto de partida, sino un punto de llegada, el resultado de un trabajo o una forma de vida que permite que, entonces, haya en la sociedad y en la cultura pensadores.

      Pensar se convierte en un problema dado que, de suyo, es crítico, reflexivo, no acepta ningún criterio de autoridad de ninguna clase, es siempre cuestionador e implica la autonomía, independencia, libertad y la formación de criterio propio. No en vano la Ilustración, con Kant, eleva el pensar a un acto de soberanía por parte del individuo: “atrévete a pensar” (sapere aude) (literalmente: “atrévete a saber [por ti mismo]”). Como se aprecia, la clave no está en la frase de Kant sobre el pensar, sino en el acto de osadía, de libertad, de independencia por parte de alguien.

      En un mundo cargado de intereses de todo tipo, pensar se asimila tanto a un “lujo” y a algo innecesario. Lo importante sería hacer o establecer para qué sirve algo. En este caso, para qué sirve pensar6. Un caso particular ilustra bien esta situación: de acuerdo con Kurt Lewin (1890-1947), “no hay nada más práctico que una buena teoría”. Pensar nos permite elaborar modelos, teorías y comprensiones filosóficas sobre nosotros mismos y sobre el universo. En este sentido, sostenía Einstein que es la teoría la que nos permite ver las cosas.

      Los aztecas jamás vieron llegar a Hernán Cortés, y solo se percataron que estaba allí cuando ya estaba matando a los aztecas, asolando los campos, violentando a sus mujeres. Y la razón por la que no vieron a los españoles es porque carecían del concepto de arcabuz, de perro, de caballo, de hombre blanco, y demás. Los conceptos y las teorías nos permiten ver las cosas, y al verlas podemos explicarlas y comprenderlas. Tal es el valor de pensar; esto es, pensar en y con conceptos, pensar y elaborar modelos y teorías, por ejemplo. Pensar y nombrar las cosas; cosas que anteriormente eran innombrables, innominadas. Al cabo, finalmente, toda discusión acerca de conceptos es una discusión filosófica. La inteligencia consiste en crear conceptos, pero, asimismo, al mismo tiempo, en crear metáforas y símiles. La inteligencia consiste en una libertad con respecto al lenguaje mismo; si se quiere, la inteligencia pasa, atraviesa por juegos de lenguaje, juegos de palabras —y, claro, entre ellos, encontramos la ironía y el sarcasmo—, la alegría, esa capacidad de juego que se desborda a sí misma. Sin embargo, es evidente que la inteligencia no únicamente consiste en esto.

      En el mundo actual se asimila y se impulsa, se promueve y se hace el llamado constante a comportamientos distintos al pensar. Así, notablemente, se elogia el sentido de pertenencia, la lealtad, la fidelidad, la obediencia incluso, el cumplimiento de las normas y la institucionalidad. Todo ello va en desmedro del pensar en sentido propio. Vivimos una cultura de fobia al pensar, y son las normas, las leyes y la institucionalidad las que pasan a primer plano en la conciencia individual y social, repetidas por medios de comunicación social, ingenierías sociales de todo tipo y, en fin, estructuras organizacionales y cuerpos administrativos de toda índole. Predomina, sin más, una cultura de la obediencia y el acatamiento. De consumo, el olvido acerca del pensar se traduce exactamente en toda una política de control, sumisión, obediencia, claudicación y entrega (giving up). Han estado reduciendo amplias capas de la población a ser simplemente objetos, con comportamientos inerciales, reactivos, propios de la mecánica clásica, en fin, ulteriormente pasivos.

      En metodología de la ciencia, se ha convertido ya en una costumbre enseñar a los estudiantes que es importante tener “la pregunta de investigación”. Lo que no se dice expresamente es que los estudiantes deben ser cuestionadores, inquisidores, no aceptar los hechos ni las ideas sin más. In extremis, lo que menos se enseña en estos casos es el desarrollo del gusto por el


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