Cala Ombriu, 2085. José María Bosch

Cala Ombriu, 2085 - José María Bosch


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madre, nos explicó lo que contenía y preguntó varias veces si entendíamos lo que estaba diciendo. Al principio no me tomaba aquello muy en serio pero, como él insistía, me atreví a insinuarle que yo no iba a ningún sitio sin mis amigos: se trataba de una invitación para ir a la fábrica que tienen cerca de aquí. No se lo pensó ni un segundo y contestó que sí, que sí… que no había ningún problema, que el desplazamiento y el protocolo estaban pensados para varias personas con el fin de hacer la visita más rentable. Ahí ya me pilló un poco y, exactamente, no sabía muy bien a qué se refería. Me hizo abrir el sobre —que intenté romper lo menos posible porque mi padre seguro que le encuentra varias utilidades al papel acartonado— y leí, despacito, lo mismo que ya me había contado aquel señor pero con palabras más difíciles y viendo que en el papel me trataban de usted, cosa que él no había hecho ni una sola vez, pero eso, a mí, me daba igual. Mi madre miraba la carta y miraba al hombre y ponía cara de no comprender muy bien aquel asunto. Le tuve que preguntar si le parecía bien lo de la excursión y si creía que mi padre pondría algún problema. Se puso a hablar con el empleado mientras yo remiraba el escrito y trataba de adivinar la cara que pondrían los de la cuadrilla en el momento que se lo contara. Cuando me quise dar cuenta ya habían decidido la fecha y acordado todo lo necesario.

      Hoy, según lo previsto, nos han esperado a la puerta de la escuela con un pequeño autobús y nos han llevado al sitio. Es una factoría inmensa, a una hora de camino de Beniample, y ya antes de llegar se veía un gran edificio, en forma de caja de zapatos, sin ventanas ni nada en sus paredes pero que sí tenía como unas pirámides de cristal en el tejado, que era una terraza, como la de mi casa que podemos andar por ella. Deben de servir —esas pirámides— para que entre la luz y seguro que, en algún sitio, también se abren para el aire. La valla de los terrenos está junto a la carretera, pero el edificio que digo se encuentra algo lejos y para llegar todo son jardines con hierba verde y algo de bosque. Hemos atravesado la puerta de los guardias y, después, hemos llegado a la entrada de cristal por donde deben de pasar las visitas y los jefes porque, no sé si ya lo he dicho, hasta ese momento todavía no habíamos visto ningún bicho viviente a excepción de los dos policías de la caseta. Tampoco había aparcado ningún coche ni hay una zona grande para ello, sólo un trocito de espacio que parece reservado para los que se presentan invitados, como nosotros, y tienen que bajar del autobús. Luego nos han dicho que los que van cada día a trabajar entran por la parte de atrás, atraviesan la valla por el sitio que les toca y no se cruzan con nadie. Son poca gente, esos que entran, porque, allí mismo, viven la mayoría de los operarios, ya que provienen de otras provincias donde —también nos hemos enterado— tuvieron que dejar casas y familias en el momento en que fueron elegidos para ocupar su puesto. Una vez, cada varios meses, tienen suficientes días libres como para que les valga la pena hacer el viaje y visitar a los suyos.

      Nada más entrar, el chófer del autobús ha ido a un mostrador y ha hablado con el que estaba allí. Se ha despedido de nosotros, como quien tiene mucha prisa, y, enseguida, han aparecido otros dos empleados que nos han hecho la pelota un montón. Desde allí nos han llevado a una especie de comedor donde hemos vuelto a desayunar. Había preparada una mesa grande donde cabíamos los seis, y cada uno tenía su plato, su cubierto, vaso y servilleta, dispuestos en su sitio, junto a bandejas con bollos y tostadas, mantequilla, mermelada y un gran termo con leche junto a otro más pequeño de café. En otra mesita, que había al lado, se mantenían frescas las bebidas de la casa para el momento que nos entrara la sed. Nunca había visto juntas, en el mismo sitio, tantas latas y botellas diferentes y de la misma marca: con azúcar, sin azúcar, burbuja fina, gruesa, zarzaparrilla salvaje, semisalvaje o domesticada, colores fríos o cálidos modo tropical de zona Caribe u otra, compatibles con el sueño o excitantes, mayoría de edad o infantil, y creo que más. Pero lo curioso es que en las tiendas solo hay un tipo de lata, aunque, en las máquinas, a veces, sí que puedes elegir entre dos o tres clases. Cuando hemos terminado de comer nos han llevado a ver, lo que han dicho que eran, las instalaciones, cosa que yo no me creo del todo porque no nos hemos cruzado con ningún trabajador. La verdad es que solo hemos estado en una sala donde lo único que ocurría era que se rellenaban las botellas con el refresco. Iban todas en fila, sobre una cinta que las iba acercando hacia el chorro —bueno, había muchos chorros— y a cada una le caía la cantidad justa, sin derramar nada. Enseguida, otra máquina ponía los tapones y ya se perdían de vista porque pasaban a otro sitio.

      Era gracioso ver la transformación de las botellas que, cuando estaban vacías, se deslizaban claritas y transparentes y que, en un momentito, se pasaban al tono oscuro de la aKqüa-T. Parecían soldaditos de cristal que cambiaban, de un soplo, al color de la cereza. Todo muy organizado. Yo he preguntado qué ocurría cuando se iba la luz y las botellas se quedaban a medio llenar o si podía suceder que se parasen las botellas y fueran los chorros los que continuaran tirando líquido. Me ha costado mucho que me entendieran; no sabían qué era aquello de que se fuera la luz —en nuestras casas y en el colegio pasa continuamente; debe de ser que ellos son especiales—. Al final me han dicho que lo tienen todo previsto pero que la fuerza motriz es algo que no puede fallar, de ninguna de las maneras, porque es suya. Es posible que ellos me hayan entendido pero la verdad es que yo a ellos no.

      Después nos han metido en un pequeño cine, nos han atiborrado de chucherías y ha comenzado la proyección de “pelis” que no eran otra cosa que publicidad de la casa, con chicos, chicas, playas y barcos. Cuando estábamos viendo algo más serio —unas plantaciones en África que suministraban los néctares de la fórmula de la bebida—, se ha abierto la luz y, de repente, han parado la sesión. Por la puerta pegada a la pantalla había entrado otro señor que debía de ser mucho más importante que los que nos han acompañado todo el rato. He comprendido que el cine sólo ha servido para hacer tiempo mientras esperaban su llegada. “Entonces… se supone que viene a vernos a nosotros” —he pensado en ese momento—. Detrás iba una chica joven, que llevaba una cartera y unos papeles y no nos perdía de vista, como si buscara algo. Con mucha educación se han presentado, han dicho que eran ejecutivos de la firma y nos han pedido perdón por el retraso y por haber cortado la proyección que, nos han prometido, podríamos ver después. Solo querían saludarnos y conocernos. Venían de la capital y pensaban que era bueno ver a una representación de la juventud de la comarca. La chica ha comenzado a leer nuestros nombres en un papel y, entonces, nos daban la mano. Casualmente, a mí me han llamado el último y cuando me he adelantado, y me han visto, os juro que les ha cambiado la cara a los dos —a él y a ella—, aunque han intentado disimularlo lo mejor que han podido. Yo he aguantado y he mantenido extendida mi mano para ver como acababan de reaccionar aquellos personajes. El ejecutivo me la ha cogido con la suya y me ha sonreído un poquito: “no nos lo tengas en cuenta; eres muy joven”, me ha dicho. Nos ha invitado a sentarnos otra vez en las butacas y él se ha quedado plantado, allí delante. Ha hecho preguntas sobre el colegio y sobre mi cuadrilla y también por las travesuras que se supone que hacemos en las correrías. Estábamos distraídos en ello cuando ha vuelto a entrar su ayudante, que había desaparecido, y me ha pedido, directamente, que la acompañara un momento afuera. Al atravesar la puerta he visto que estaba esperando, de pié, otro mandamás que, por su aspecto, seguro que era el jefe supremo de la fábrica. Me ha dirigido su mano y, cuando la he chocado, he notado la presión pero, esta vez, ajustada al tamaño de un niño de catorce años. Efectivamente, se ha presentado como el director de la factoría y quería conocerme porque la invitación iba dirigida, expresamente, a mí. Me ha explicado que para hacer la elección habían escogido una escuela al azar, al igual que el curso, la clase y el número de alumno. Esto forma parte de una estrategia publicitaria por la que quieren enseñar sus naves de fabricación y envasado a los escolares de la comarca; a cuantos más mejor. Nos hemos sentado en unas butacas que había allí mismo y la chica se ha quedado, de pié, delante de nosotros. Hemos hablado un buen rato y me ha preguntado, con mucha educación y mucho tacto, por mi accidente, por cómo me lo había hecho y a qué despacho de cura me llevaron. Al final ha querido saber si yo conocía Galicia y si había estado en un sitio que se llama Fisterra, pero yo nunca he viajado tan lejos. He querido saber el motivo de la pregunta y me ha contestado que eran cosas suyas, que no me preocupara. La verdad es que me he preocupado un poco, hasta que lo he olvidado. También me ha preguntado si sabía lo de la avería de hace unos días, cuando de sus máquinas no salían los botes de aKqüa-T y duró todo el día aquel desastre. Le he contestado,


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