Cala Ombriu, 2085. José María Bosch

Cala Ombriu, 2085 - José María Bosch


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Páter.

      —Jorge, ¿estás ahí? Para esto no hacía falta que me hubieras acompañado.

      Hace unos días que Miguel y yo vivimos en la cala de Ombriu. Falta poco para la Navidad. Dormimos en nuestro pequeño barco amarrado a tierra; en él pasamos las noches.

      Este es el sitio al que siempre hemos venido de vacaciones. Hay una construcción muy sencilla, no lejos del agua, que acoge las tareas propias de la cantina. El mar permanece en calma y el sol brilla con una luz que no es propia de los últimos días del año. El resultado de los temporales se deja ver en la acumulación de bolos y piedras repartidos por toda la cala, junto a ramas, tablones de madera y viejos troncos carcomidos. Algún objeto, empujado por la fuerza del mar, ha golpeado la puerta de la casa hasta que se ha dejado abrir. Al mirar en su interior se adivina la aglomeración de mobiliario y enseres utilizados cada verano, junto a herramientas y utensilios que, en su momento, alguien intentó guardar de la mejor manera posible. Estamos sentados cerca de la entrada, en el banco que, en verano, se protege bajo el toldo escondido, ahora, junto al resto de las cosas. El sol nos acompaña y nos alivia en estos momentos de la tarde, pero pronto desaparecerá tras las peñas, apenas disimuladas por las malezas de la pared. No solemos quedarnos mucho tiempo al raso, sobre todo Miguel, y nos resguardamos dentro, bajo techo, donde he podido improvisar un rincón bastante cómodo y suficientemente protegido. Al oscurecer, siempre nos refugiamos en el barco… creo que ya lo he dicho…

      Durante estos días su estado de salud no ha empeorado, pero en el caso de que lo haga —aunque solo sea un poco— no creo que pueda hacer mucho más por él. Iniciamos este viaje con la conciencia de que habíamos agotado todos los recursos y de que, posiblemente, solo nos quedaba confiarnos a la buena suerte de algún milagro inesperado.

      En los momentos en que se encuentra bien recordamos a su madre. Él tenía diez años cuando murió. No son muchas las ocasiones en que podemos hacerlo porque, generalmente, está adormilado y porque, las más de las veces, nuestro principal cometido es buscar una postura o un remedio a su malestar. Estas crisis se repiten a lo largo del día y de la noche. Es algo muy duro. Cambiaría mi vida porque tuviera un instante de paz, pero me temo que, ahora, ya no es posible.

      Cuando observé que la casa del bar tenía la puerta abierta decidí esconder, en un sitio apropiado, una carta que explicase a sus dueños las circunstancias de nuestro paso por aquí. No sabía si era una buena idea. Tal vez, lo único que iba a conseguir sería causarles una preocupación sin mucho sentido; al fin y al cabo, solo somos unos visitantes más de la cala.

      Pero, ha ocurrido algo que no me esperaba: cuando he comenzado a escribir sobre el papel me he dado cuenta de que un ejercicio tan primario despertaba en mí unos sentimientos y unos deseos en los que yo no había reparado. Ahora, no quiero que mi hijo y yo terminemos enterrados en un anonimato vacío. Creo que debo evitarlo. Estoy en mi derecho. Y por ello dejaré constancia en esta memoria de todos los hechos terribles que nos ha tocado vivir en nuestra propia piel. Daré a conocer tanta canallada como hemos sufrido. Y no solo nosotros: facilitaré detalles de la muerte de un hombre que, tal vez, fue asesinado por cruzarse en nuestras vidas. Merecemos que se sepa. Lo merecemos nosotros, y el recuerdo de mi pobre mujer, y toda la gente a la que podamos ayudar con estas declaraciones.

      Queridos amigos del bar, espero que pronto tengáis esta carta en vuestro poder y que, si es posible, la trasladéis a personas de confianza que la hagan llegar al sitio apropiado; a un lugar donde sean capaces de atender nuestra denuncia.

      Yo solo deseo tener tiempo y acierto para transmitir fielmente las calamidades que quiero evitar a otros, parte de las cuales ya nos han condenado a nosotros…

      Miguel se mueve… creo que puedo continuar; no se ha despertado...

      Daré a conocer nuestras vidas, y la tortura que ha sufrido Miguel, para que su desgracia avergüence a muchos y se erradiquen las conductas a las que hemos llegado.

      La mala suerte nos alcanzó aquí mismo, en Ombriu, donde tanto hemos disfrutado y donde es posible que terminen nuestros días.

      Me he de remontar a más de dos años atrás, al mes de Junio de 2.083, cuando sufrió el accidente. Estábamos fondeados en la bahía y él nadaba a pocos metros del barco. Quiso evitar que un trozo de alambre, perdido en el mar, causara algún percance. Había que atraparlo por el final —como hizo— e ir arrastrando toda la madeja hasta la arena, lejos de las quillas y las anclas. Lo que no podía saber era que el hilo oxidado ya se había ensortijado, por el extremo contrario, a una de las hélices. Tampoco podía esperar que un golpe de mar fuera el desencadenante de una maniobra que me obligó a arrancar los motores. Yo ignoraba lo que Miguel trataba de hacer. El fuerte tirón actuó como una guillotina, tan afilada como si de ello dependieran las leyes del universo. A punto de gritar, intentaba saber qué era aquello que le pasaba y que le obligaba a desvanecerse y a ahogarse. Antes de hacerlo, chapoteando en su propia sangre, tuvo tiempo de comprender que, si despertaba, tendría que afrontar algo horrible.

      No se desangró, ni el mar se lo llevó al fondo, porque pude parar el motor y rescatarlo a tiempo de cortar la hemorragia. Ya no le quedaban muchos recursos, pero lo evacuamos inmediatamente al Hospital Comarcal, en Ciutat, y salvó su vida.

      Se destrozó la mano derecha y fue atendido, inmediatamente, en la 5ª Planta, donde lo único que pudieron hacer por él fue acabar de separarla de su cuerpo.

      A los pocos días nos propusieron el trasplante de un donante fallecido. La intervención se realizó según los protocolos habituales, con unos resultados satisfactorios.

      —Jorge, ¿estás ahí? Para esto no hacía falta que me hubieras acompañado.

      —¿Eh?

      —Tú sabrás en lo que vienes pensando…

      —Perdona, es verdad; sin darme cuenta me he quedado abstraído…

      —Distraído…

      —Sí, como quieras; ¿qué me decías?

      —¿No estarás pensando en lo de mi abuelo?

      —No puedo porque no sé nada de eso…

      —Pero te lo imaginas…

      —Pues tampoco…

      —No es verdad…

      —Bueno… sí, tienes un poco de razón… pero es algo de lo que no te apetece hablar, ¿me equivoco?

      —No.

      —Últimamente estás pensativo; Carmen y yo sabemos que algo te preocupa desde el aniversario de su muerte…

      —Sí; mis padres y yo fuimos al cementerio aquel día y después me contaron una historia que se habían guardado para ellos…

      —¿Sobre tu abuelo?

      —Sí.

      —Ese poquito es lo que contaste a Carmen… y ella a mí… ¿No te molesta?

      —No.

      —¿Ni quieres hablar de ello?

      —No.

      —Ya no eres un niño…

      —Pero un día os lo contaré.

      —Sabes que solo queremos ayudarte…

      —Pues cuéntame tu secreto: ¿qué te ha distraído antes?... Ya sé, te estabas inventado esa palabra…

      —No la he inventado yo.

      —No sé si creerte…

      —Me has preguntado que por qué te acompañaba… ¿cierto?

      —Entonces no estabas distraído; estabas eso otro…

      —Abstraído.

      —Que sepas que no me engañas…


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