Cala Ombriu, 2085. José María Bosch

Cala Ombriu, 2085 - José María Bosch


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me resultara extraño”… Bien, ¿y…? ¿Con eso bastaba? ¿No habría hecho falta darme más explicaciones?...

      Nunca he tenido miedo por mí, pero sí por las otras personas.

      En fin… ya veremos…

      Siempre he pensado que el eslabón débil era Juanito; que era a él a quien debía de proteger. Seguramente, de haberlo sabido mi comportamiento no habría sido muy diferente. Es curioso lo que a veces hacemos solo por el instinto.

      Lo grave es haber estado como en un limbo, sin saber muy bien qué esperar o lo que pudiera ocurrir. En este aspecto, ha sido una mala temporada pero, la verdad es que, Carmen y los chicos me lo han hecho muy fácil… sobre todo ella.

      Ahora, Daniel me ha puesto al día y conozco la verdadera realidad; una realidad seria y preocupante… Yo debería tener conocimiento de esas cosas que él teme y, así, poder recurrir a la protección más adecuada.

      Cuando llegué a la escuela, después del accidente, supuse que quien había guiado mis pasos había sido “Sanidad Médica”, pero, ahora, pienso que, tal vez, fue Daniel quien movió los hilos… Bueno, creo que ya da un poco igual…

      Hacía poco tiempo que había dejado mi trabajo. Necesitaba cortar con ese modo de entender la estructura civil absolutamente injusta y de asumir la impermeabilidad de las capas sociales; dicha ruptura constituía un reto y una exigencia que yo me planteaba. Presenté la dimisión y rompí el contrato con el hospital, sin tener muy claro cómo iba a gestionar mi futuro ni mi profesión. Pero, lo que sí que tenía claro era que allí no iba a continuar.

      Estos hospitales —los únicos que existen— son guetos exclusivos para la gente privilegiada; fueron creados, únicamente, para los abonados de las todopoderosas compañías de seguros — afortunados titulares de unas pólizas sanitarias que una persona normal no podría pagar en toda su vida—.

      En esas condiciones ejercía yo la medicina… en fin, como todos. Así no podía continuar: no hice mi juramento para eso. No, mientras millones de personas carezcan de acceso inmediato a nuestros cuidados; los de los verdaderos profesionales; los de aquellos que hemos estudiado entre profesores, libros y enfermos… Por desgracia, mientras no cambien las cosas, nosotros solo podemos ejercer en los tabernáculos de los ricos, bajo la atenta mirada de las aseguradoras.

      (Me estoy despachando bien… y, total, para oírme yo solo…)

      El resto de la gente debe de acudir a los despachos sanitarios… Todo el mundo tiene derecho a ello.

      ¿Y qué son los despachos sanitarios?

      Son las clínicas —por llamarlos de alguna manera— de proximidad… Son los lugares donde el Sistema, y los Dueños, han convenido que acudan las personas enfermas; convenido con las grandes compañías, claro: las inmensas compañías de seguros. A alguien que necesite su ayuda le puede pillar más o menos cerca pero, como es el único sitio al que se puede recurrir, me permito apostillar ese matiz de “proximidad”.

      La mayoría de ciudadanos solo tienen acceso a esos sitios —comandados por técnicos—, sin saber muy bien lo que allí se cuece… Exacto: no hay médicos; a nosotros no nos está permitido trabajar en esos despachos de atención “cercana”. Así, que son ellos —unos sesudos conocedores de las máquinas—, los que atienden y “curan” a la gente.

      Dicho personal maneja y tiene a su cargo los recursos electrónicos y el instrumental allí depositados; vienen a ser —esos aparatos— como los de “nuestros” hospitales —quizá más antiguos—, pero son los que gestionan informes y parámetros para, después, vomitarlos a las pantallas y a los gráficos, acompañándolos de un diagnóstico “cierto” —que se da por bueno, sin más—; entonces, los responsables proceden a aplicar un tratamiento al enfermo —en el caso de que la máquina no lo haya prescrito también—. Como es patente, no tienen mucho que pensar ni decidir.

      Y, todo ello, en base a las atribuciones que les ha otorgado el Sistema; incluso se realizan intervenciones quirúrgicas en las que no se sabe bien si deciden hombres o cerebros virtuales.

      Es necesario que, algún día, todo esto cambie. La ayuda de las máquinas y de las bases informáticas es necesaria, pero la medicina que aprendimos no tiene nada que ver con eso. Proteger a la gente de las enfermedades es algo muy diferente. Intentamos que las cosas vuelvan a ser como hace 40 o 50 años, pero es como darse contra la pared. Los que detentan el poder se oponen, niegan lo evidente y hacen oídos sordos a nuestras denuncias.

      “Sanidad Médica”, desde la sombra, y sometida a continuos chantajes, intenta cambiar la mentalidad de quienes podrían arreglarlo. También procura evitar desgracias personales en casos previsibles: supongo que intentaron algo con Juanito, pero, si es así, no llegaron a tiempo. Y, me imagino que, en esa transición es cuando decidieron enviarme al colegio por ver si yo era capaz de detectar algo extraño que les sirviera a ellos como prueba.

      Miguel se ha dormido hace un momento y, ahora, parece tranquilo, ¿lo ves? Yo sé qué hacer…

      No éramos muchas las personas que nos habíamos reunido en el funeral. Un joven músico interpretaba una partitura después de que el cura hubiera interrumpido, momentáneamente, la ceremonia. La música se había adueñado de cada rincón de la iglesia y yo solo buscaba el reflejo de las velas en los muros de piedra; sabía que estabas allí… en esa playa de sombras; pero sin estar. Se sucedían las plegarias… Las llamas se convertían en mariposas de luz que envolvían aquellos acordes salidos de la profundidad del templo; su vuelo se unía a la magia que se había apoderado de nuestras consciencias y las lanzaba al aire —más allá de cualquier temor—, bajo la techumbre protectora de la nave milenaria. Música y luz, simplemente, coexistían, y habitaban la vieja capilla, atrapadas en el duelo íntimo que acababa de incorporarse a nuestras vidas.

      Apenas hacía un día que habías muerto. Se podría pensar que una cosa tan terrible une, necesariamente, a los que quedamos atrás, rotos de dolor, pero, por lo visto, no es algo que ocurra obligatoriamente. Nuestro hijo y yo nos habíamos acorazado cada uno en su propia tragedia y, todavía, no habíamos compartido ni una sola lágrima. Era algo que me habría preocupado, de no ser por la extraordinaria densidad de los momentos que acontecen después de un suceso así. Noté que me había faltado su calor durante el recorrido que tuvimos que hacer desde la casa de tus hermanos —donde te habíamos velado—, hasta la iglesia de Santa María das Areas, en el camino al faro. Solo diez minutos de caminata en los que comencé a ser consciente de que lo único que me quedaba sobre la tierra era un crío de diez años, porque la otra persona que había dado sentido a mi vida iba a quedarse, para siempre, dormida en la sepultura antes de que llegara la noche.

      Habíamos entrado abrazados al féretro, que tenía su lugar frente el altar, y el sacerdote comenzó los rezos y los preparativos para despedir a una hija de su parroquia que iba a ser enterrada allí mismo, en el pequeño cementerio junto a la iglesia. El consuelo que, se supone, deben de ofrecer los oficios religiosos no fue algo que se hubiera materializado cuando ya hacía un rato que había comenzado el funeral. Miguel, sentado junto a mí —ajeno a aquella liturgia—, se me representaba como el ser más desvalido del mundo. Habíamos vivido tu muerte, cada uno en su rincón, como algo que nos separaba en vez de unirnos. A mi lado, ausente y extraño, arrastraba el luto como podía, igual que yo que no era capaz de adivinar lo que pasaba por su cabeza. Oía, a lo lejos, los susurros y bisbiseos del párroco, e intentaba recuperar los pesados y oscuros sentimientos en que se habían quedado convertidos tus recuerdos. No me creía que, ahora, no pudiera ver tu imagen con la claridad del agua. Lo intentaba una y otra vez y al final me dejé llevar por una vana amargura que me alejaba más de mi hijo y me convertía en un cobarde. Me resigné, seguramente, y en algún momento dejé de pensar… Y comenzó la música de aquel chelo. Su sonido nos llegaba adormecido, envuelto en una serenidad suave… como un susurro de cuero.

      Debí de pasar algún tiempo sumido en una confortable inconsciencia, hasta que noté algo entre mis dedos —un olvidado sudor infantil— que me fue devolviendo


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