Cala Ombriu, 2085. José María Bosch

Cala Ombriu, 2085 - José María Bosch


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un poco raros. Es imprescindible saber qué cosas son las que se te escapan: saber lo que no se tiene es el primer paso para conseguirlo. Los datos que faltan hay que organizarlos en casillas para ir rellenándolas de forma ordenada.

      ¿Y qué es lo que tengo? Unos clientes que no se identifican abiertamente y que quieren saber los detalles de un incidente ocurrido en una empresa de envergadura planetaria. Pero ellos no tienen relación con esa empresa: entonces, ¿qué les importa? Me facilitan unos datos para que pueda iniciar la investigación cuya procedencia adolece de un hermetismo total; ni quieren, ni pueden decirme cómo, y por qué, los conocen. Bueno… los puedo decir; son los siguientes: la ubicación de la máquina que suministró el último bote de aKqüa-T y el nombre y domicilio de la persona que lo retiró —Juan Puig—, así como la fecha y la hora. ¿Cómo los pueden tener si niegan cualquier relación con la compañía? Obviamente, son datos que pertenecen a una base informática gigantesca que va anotando cada bote que venden, e incluso, por lo que veo, hasta identifican al usuario… bueno… claro, para que le descuenten el gasto en su cuenta.

      Mis clientes, además de por su aspecto, deben ser unos personajes bien situados, porque acceder a unos archivos de esas características implica una acción de espionaje muy profesional o disponer de un topo, muy bien pagado, dentro de la empresa, con accesos muy privilegiados y, por lo tanto, autorizados a pocos ejecutivos. Cualquiera de las dos opciones exige ocupar un alto escalafón del establishment, que permita disponer de muchos y buenos contactos, así como de recursos dilatados. Esto es lo que puedo deducir de la personalidad de mis dos nuevos clientes y no creo que me vaya a equivocar mucho en mis apreciaciones de investigador de seguros.

      En cuanto a los datos de la venta del último refresco, antes de que todo se parara, resulta que podrían constituir una información irrelevante en el caso de que lo ocurrido haya sido un proceso programado: a alguien le tenía que tocar ser el último cliente, sin que, por ello, el hecho tuviera significación alguna. Si el incidente ha sido algo inesperado, estamos, posiblemente, frente a una avería del sistema general; ante un fallo así el último consumidor tiene una importancia que, todavía, no podemos valorar.

      Acaba de llegar el tren de media tarde, la hora en que la mayoría de los pasajeros vuelven de sus quehaceres y, tal vez, míseras ocupaciones. Traen el aspecto cansado y la mirada tranquila de quienes saben que, por unas horas, se verán libres de las tareas y búsquedas que los han machacado durante la jornada. Para todos es un día más y, algunos, se acercarán a la aKqüa-T en busca de la bebida fresca que ya apetece en este cálido Junio. Yo haré lo mismo antes de irme.

      Ahora debo apostarme cerca del domicilio de Juan Puig, un chico de 14 años, e iniciar, de forma ortodoxa, los pasos de una investigación que no sé por dónde me va a llevar. Ya he dicho que es la última persona que pudo sacar un refresco de una máquina expendedora antes de sobrevenir una avería que duró todo un día y afectó al país entero.

      La mínima ráfaga de viento me trae a la memoria el vendaval que provocó el helicóptero cuando se llevó, malherido, a Miguel, con un torniquete apretando su brazo… y veo su imagen, empapado en sangre, casi muerto, abriendo unos grandes ojos azules, asustados, buscando un resquicio de tranquilidad en la cara de su padre. No perdió la consciencia…

      Llegamos a Ciutat en poco tiempo y se iniciaron los protocolos de una cura que, por desgracia, ya no iba a solucionar nada: aquello que había sido su mano quedó destrozado bajo el agua, junto a una gran mancha roja. La recuperación fue aceptable, pero una persona tan joven no puede comprender que, de la noche a la mañana, su cuerpo se vea amputado de semejante manera y que la vida y los días continúen, inalterables en su rutina, sin que se aperciban de que él ya no es el mismo, que ha cambiado a un estado penoso y digno de lástima. Además, las personas que lo atendían, lejos de ayudarnos a iniciar una fase de adaptación, parecía que se afanaban, exclusivamente, en practicar pruebas y exploraciones sobre la forma en que el chico reaccionaba bajo determinados estímulos. Aquello nos resultaba algo extraño pero, por fortuna, estábamos atendidos por unos técnicos que, supuestamente, eran muy cualificados y fiables.

      Fueron dos semanas terribles en las que yo no hacía más que acordarme de ti, pero, al final, se produjo el milagro. Estábamos en el Hospital Comarcal, en la 5ª Planta y, de repente, una noche, uno de los jefes del departamento nos habló de la posibilidad de un trasplante; una persona que había tenido un accidente estaba siendo mantenida con vida artificial. Realizados los protocolos pertinentes para la donación de órganos, el que nos afectaba a nosotros, sin duda alguna, era posible. Creímos entender, en ese momento, el motivo de las interminables pruebas que le habían estado realizando los días anteriores. A la mañana siguiente, Miguel y yo, esperábamos impacientes la visita del director para darle una respuesta: deseábamos, a toda costa, aquella operación. Escuchó nuestras palabras y, acto seguido, nos felicitó. Hizo que le acompañara a un despacho para resolver el tema de los papeles. Me informó que los gastos de quirófano eran por cuenta de las compañías de seguros; lo que estaba excluido era una asignación voluntaria cuya finalidad era la de mantener económicamente el sistema de trasplantes y, en ocasiones, se establecían unas ayudas a las familias de los fallecidos cuando carecían de medios. No sé muy bien como lo hizo aquel hombre pero, sin pedirme ni un céntimo —ni mencionar el dinero—, yo llegué a asumir que la cantidad que él estimaba como la adecuada coincidía con la que yo ganaba en un año. Cerramos el acuerdo con el doble de esa cifra. Me salió muy barato porque tú sabes que no me hubiera importado pagar todo mi capital a cambio de aquella mano. Después de quince días a Miguel se le trasplantó la de alguien que había fallecido y cuya identidad no íbamos a conocer nunca. Por lo menos me quedé con la tranquilidad de que, de alguna manera, mi dinero sería un buen apoyo material para ayudar a su familia. Poco a poco, fue recuperando la normalidad y aprendiendo, de nuevo, los movimientos más básicos.

      A fecha de hoy, todavía no sé el motivo por el que me destinaron a este colegio. Lo hicieron sin darme muchos detalles: “impartirás clase como profesor, pero informa de aquello que te resulte extraño”. Creo que, intencionadamente, se expresaron de forma ambigua para que yo me viera forzado a dedicar mi atención, únicamente, a cuestiones poco habituales o sorprendentes; pensarían que, de este modo, no se me ocurriría iniciar juegos malabares basados en corazonadas y, así, no coartaría, yo mismo, la posibilidad de dar con “algo”. Pero, esto es solo lo que yo pienso y, de ello, hace ya dos años… Llegué a final de curso. Hacía pocas semanas del accidente y Juanito se estaba recuperando, aunque vivía recluido en su casa.

      En todo este tiempo no puedo decir que el resultado de mis observaciones haya sido relevante —de hecho no he necesitado informar, ni una sola vez, a mi contacto— pero, creo entender que sí han ocurrido dos cosas buenas: mis clases han venido a llenar un espacio que estaba vacío —nada, ni nadie, se ocupaba de impartir las materias que he procurado enseñar— y, en segundo lugar, ningún alumno ha sufrido un posible percance o se ha visto envuelto en alguna circunstancia insólita o que le dañara de alguna manera. Y, aunque nunca lo sabré, a ello podría haber contribuido mi estancia en este sitio.

      Conforme voy atando cabos, cada vez estoy más convencido de que fue el Páter quien movió los hilos para que me enviaran aquí. Y lo pienso por la estrecha relación que mantiene con el Hospital Comarcal de Ciutat. Allí fue donde una persona, que no conozco, me citó y me dio los pormenores de mi labor en esta escuela. Seguramente, era un médico como yo. No llegó a identificarse y sé que si me lo encuentro por la calle he de evitar, incluso, el saludo. Así están las cosas… Su relación con el cura es un hecho evidente, ya que acude, regularmente, para “salvar almas”, según le gusta decir, y conoce a todo el mundo. Hace las funciones de sacerdote en la planta de los niños. Debió de ocurrir algo que desconozco, y alguien marcó mi destino: ¿Sanidad Médica? ¿Sanidad Médica de acuerdo con el Páter? Yo creo que aquel médico debe pertenecer a esta organización. Tiene sentido que, entre los dos, organizaran la “misión”: mi misión, para más señas…

      Al final, hay una cosa que hace cuadrar, de manera lógica, estas suposiciones: mi contrato en el colegio, como


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