Cala Ombriu, 2085. José María Bosch
me gastó varias bromas, y cuando me quise dar cuenta estaba en mitad del campo observando las estrellas y viendo cómo la Luna, poco a poco, se multiplicaba por cero.
Me hormiguea un poco el hombro derecho porque me estoy apoyando sobre él. Si me giro un poco, de espaldas a la ventana, veré como las primeras luces van inundando la habitación. Más tarde, cuando salga el sol, se iluminarán todas las fotos de la pared. Este es el mejor momento en que las puedo ver en su color natural. Son las de la, desgraciada, última excursión; las que hicimos antes de bajar a la playa. Tengo muchas más, pero permanecen en la memoria del chip y todavía no las he editado. También está la de Jorge, en el patio del colegio, el día que nos explicó que era médico y que pretendía enseñarnos un montón de cosas que nos iban a sorprender. A mí ya me había sorprendido la noche en que me sacó de mi cuarto y pude ver, gracias a su empeño, el eclipse del 29 de Julio, cuando todavía no me había recuperado y ya habían pasado semanas del accidente. Me acuerdo de esa fecha porque fue el primer día que salí de casa en mucho tiempo. Eso no se olvida.
A cada minuto cambiarán los colores de las fotografías porque, tan temprano, el sol sube muy rápido, y sus rayos se reflejan en sitios diferentes antes de chocar contra ellas. Si, entonces, entra mi madre, la pared se oscurece un momento y por eso sé que está detrás de mí. Aprovecho ese aviso para gastarle una broma y asustarla con la voz o con un movimiento rápido. Recuerdo que hace unos años se hacía la sorprendida; ahora, a veces, me tira la zapatilla antes de darme un beso.
Oigo pasos, pero son los de mi padre. Vendrá con sus recomendaciones para que no me olvide de nada y me revisará la mochila, haciéndose el despistado, como si todavía fuera un niño. Después, hará su mueca de siempre para recordarme que también tuvo catorce años y que sabe lo que pasa a esa edad y lo confundidos que podemos llegar a estar los adolescentes —dice él—. Yo, bromeando, le contesto que no, que es imposible, que él nunca ha tenido catorce años y, otras veces, le digo que todavía los tiene y los lleva puestos y que me lo imagino cabreando al abuelo. No lo hago con mala intención pero, cuando se me escapa, me sabe muy mal y entonces él disimula ese frío que le atraviesa el cuerpo, porque el recuerdo de su padre le trae a la cabeza viejas historias de las que yo me he enterado hace poco tiempo.
—Vamos Juanito….
Pero, enseguida, vuelve al ataque.
—Acabo de ver el trípode en la terraza. Me imagino que la cámara la guardaste tú —y continúa, muy gracioso él—. Un mirlo, que ha madrugado, ha dejado un recuerdo en una de las patas; no tenía otro sitio donde hacer sus cosas el pobre pajarraco.
— ¿De verdad? ¡Qué asco!
—No te preocupes hombre. Tu padre lo ha limpiado y de paso lo ha guardado en el armario.
—Gracias.
—Me imagino que no has dormido demasiado. A mí también me gustaría entender de eclipses y cosas así, además, es algo a lo que tengo aprecio desde que tú sabes.
—Hombre, la verdad es que es bonito saber de qué va el tema; entender cómo pasa esto. Yo tengo una idea gracias a Jorge, y cuando estoy a mitad de un eclipse, quiera o no quiera, me da como algo de emoción... Pero, es que, ¡es algo que podríamos hacer nosotros mismos!, exactamente igual: con dos bolitas y una vela. No hay ninguna diferencia y eso es lo que lo hace especial, algo total… por decirlo de alguna manera. Bueno, sería lo mismo, aunque lo del cielo son bolas mucho más grandes, y están colgadas allá arriba…
—¿A que ya estás más despierto? Me gusta que me hables así, pero, ahora, te estaba tirando de la lengua para que espabilaras.
—¿Pero, es verdad lo del mirlo?
—¿Sí es verdad? Tanto como…
—¡Sí! Como la caca que ha dejado.
—Y hay más novedades. ¿Sabes que en la pensión hay un huésped nuevo? Lo sé porque a la puerta hay aparcado un coche que no había visto por aquí. Pero no tengo más detalles; ya te contaré.
—¿Me ha parecido oír que estáis con no sé qué de cacas a las seis de la mañana? Eso lo hacen los bebés cuando comienzan a hablar —se nos burla mi madre.
Ella ha subido y le regaña por abrirme la mochila y le pide que hidrate la leche que ya está en el calentador. Se queda conmigo y abre la ventana para ventilar el cuarto. Sé que va a mirar las fotografías y que disimulará para que no la descubra; también sé que me diría mil veces que tenga cuidado cuando esté con mis amigos, pero no lo hará ni una vez, aunque se note —yo lo sé— como un revoltijo de gatos en la barriga. Entonces, intenta despistar y me mira de reojo.
—Tu padre dice de acompañarte a la estación… ¿quieres que vayamos?
16. JORGE, V “He pasado una mala noche”
He pasado una mala noche y, además, veo que soy el primero en llegar a la estación… Ya no sabía qué hacer en casa después de tantas horas en pié; me era imposible dormir. Carmen siempre es la primera, pero hoy, muy a mi pesar, he ganado con diferencia. Vaya manera de comenzar la excursión… Tal como se lamentaba aquel señor el lunes en que murió: “bonita forma de comenzar la semana…” No tenías otro día para llamarme más que ayer. Y por la noche. Me has fastidiado Trujillo… Y no puedo hacerme el despistado porque se supone que, ahora mismo, voy a tener detrás de mí a tu sabueso. Hay ciertas cosas —dice— que hay que llevarlas con discreción… y un acontecimiento reciente que ha hecho saltar las alarmas… Y claro, se acuerda de mí.
En fin… solo me faltaba el sueño que ataca, ahora, en la tranquilidad de la estación… Mal dormido y preocupado porque no sé cuál es el problema al que nos enfrentamos ni por dónde pueden venir las complicaciones. Se trata de Juanito, y cualquier esfuerzo es poco… y yo ya hace tiempo que me comprometí. Es lógico que Trujillo pida mi colaboración, y la va a tener.
Debe de tratarse de algo grave para haber tenido que enviar a un detective. He de procurar que hable con Juanito sin que el chico se mosquee demasiado. Le querrá hacer preguntas hasta obtener respuestas concretas que le permitan esbozar alguna conclusión.
Por lo que deduzco del encuentro de anoche, supongo que este hombre tendrá la iniciativa de subirse al tren, como vamos a hacer nosotros, y que intentará entablar alguna conversación inocente con el fin de mantenernos a su alcance; nos abordará y bla, bla, bla, y será encantador, y todo lo demás, y yo habré de favorecer la estrategia para ayudar a que funcione el teatro y pueda sonsacar la información pertinente
Con lo poco hablador que yo soy, lo que más me va a disgustar será el alto nivel de banalidad al que recurriremos, el investigador y yo mismo, para procurar nuestro “acercamiento”. Esta estudiada predisposición me recuerda el festival de ritos y ceremonias que vemos en los documentales de la TVred cuando toca mostrar el emparejamiento de los animalillos del bosque. Y, por si todo esto no fuera suficiente, también he de actuar con aparente ingenuidad para que no sospeche nada de mi relación con Trujillo.
¿Qué puede estar pasando para que se movilicen así? Supongo que tendré que dar tiempo al tiempo…
Carmen y yo deberemos permanecer bien despiertos para vigilar a los chicos: media docena de monstruitos de catorce años, repletos de energía, que van a pensar que todo el campo es suyo. Son buena gente, pero a ver quién los frena si tienen toda la vida cargada en la recámara de su cuerpo. Lo que no podemos saber, todavía, es cómo va a reaccionar Juanito; los recuerdos pueden venir en cascada y crear una situación difícil que habrá que manejar. Ha pasado por momentos difíciles y es posible que la playa lo vuelva a remover todo.
¿Pero, por qué no viene ya la gente?
Al que sí que veo venir es al detective… ¿era Luís? Creo que se nos va a pegar, como una lapa, para hacer su trabajo. He de darle la coba necesaria, pero no quisiera caer en un comportamiento grotesco. El hombre no lo duda: se dirige, descaradamente, hacia mí:
—Buenos días, señor, nos volvemos a encontrar…
Le tendría que decir que, para mí,