El tesoro de Sohail. José Luis Borrero González

El tesoro de Sohail - José Luis Borrero González


Скачать книгу
vida de campesino no le permitía aspirar a más; y lo cierto es que realmente poseía gran experiencia en estas tareas ligadas a la agricultura y la ganadería. En su pueblo, para qué negarlo, no había conocido otro menester que trabajar el campo con la yunta de mulas, que poseía su familia. A pesar de que él no se sintiese muy orgullo, todo el que lo conocía afirmaba con gran convicción que arañaba el surco como nadie; era célebre su forma de mimar la tierra, de peinarla, acariciándola sin descanso para sacarle el mejor partido.

      Aquellas tierras de su madre estaban regadas por las aguas del río Fuengirola, mostrándose por ello fértiles y ricas. Así sucedía que su labor era mucho más fácil, puesto que el agua, dadora de vida, horadaba con orgullo aquellas riberas suaves y dóciles de manera que pan y frutos acontecían como un regalo, mientras él sentía con orgullo, que todo el esfuerzo de un largo año merecía, finalmente, la pena.

      Durante el tiempo que duró el servicio militar nunca llegó a encontrarse totalmente cómodo en su puesto; tenía la sempiterna impresión de sentirse como un animal de carga, que sólo servía para quitar la suciedad que por doquier se reproducía sin cesar, en aquellas frías cuadras de tan escasa ventilación. Se sentía menos valioso que la escoba, que solía utilizar a modo de herramienta como inocua arma defensiva; nunca en su corta vida había tenido una sensación tan desalentadora, tanto que, a veces y a su pesar, le robaba el sueño.

      Pasaba muchas noches en blanco y los días, iguales, se transformaban en un calvario interminable; al ocaso, sólo esperaba que acabasen de una vez sus agotadoras tareas, para poder deslizarse en la cama y, rendido por el cansancio acumulado, dormir sin sueños, sin tener que escuchar a su mente elaborando aquellos pensamientos y añoranzas que le robaban el descanso, noche tras noche. Así fue como tras un largo tiempo padeciendo un inusual insomnio, la naturaleza decidió, después de un día especialmente difícil, darle silencio a sus cuitas permitiéndole, por fin, reposar en paz.

      Cuando se incorporó a filas, le fueron entregadas casaca, chupa, calzones, gorra, camisas, corbatines, medias, zapatos –nuevos– y gorro de cuartel, elementos todos de la que sería su vestimenta durante la milicia. Recordaba haber quedado, entonces, muy sorprendido de disponer de tanta ropa, en tanto en cuanto su ajuar apenas se componía de unos haraposos pantalones sujetos por un cinturón gastado, que otrora pertenecieran a su ausente padre, y unas abarcas desgastadas por los años. Fue sólo cuestión de tiempo entender la ironía que se escondía detrás de aquella abundancia y su propósito.

      No pudo hacer su primera y, por cierto, única guardia de seguridad en el acuartelamiento, tal como establecían las ordenanzas, hasta no aprender de memoria todas las obligaciones del centinela: cómo llevar bien el arma, cómo marchar con soltura, cómo hacer fuego con presteza, etc. Pasaría algún tiempo hasta haberse familiarizado con los nombres de cada una de las piezas del fusil, el modo de armar y desarmar la llave, poner la piedra y todos esos actos que, con el tiempo, se convertirían en movimientos que llegaría a realizar sin pestañear siquiera, de forma automática y certera.

      El aprendizaje de todos esos menesteres resultó especialmente duro y mucho le costó alcanzar el nivel deseado, consiguiéndolo a fuerza de repetir y repetir hasta la saciedad aquellas minuciosas tareas. Cuando no, era ayudado, por los continuos fustigazos de advertencia que propinaba su sargento, a modo de lección. En ese querer y en ese esfuerzo fue capaz de memorizar al completo la normativa, incluso llegó a ser, para su sorpresa, uno de los primeros en alcanzar el objetivo deseado.

      En la víspera del examen logró repetir, sin errores, todo aquel galimatías de nombres sin vacilar. Apenas un pequeño temblor en los labios delataba su indecisión; padecía con nerviosismo la escasa confianza, depositada en sí mismo, mientras el corazón palpitaba en las sienes cuando supo, por fin, que su camino se allanaba al ser considerado apto para el nuevo puesto. En ese momento se percató de que una emergente sensación de poder era la que le insuflaba la fuerza necesaria para comenzar una nueva andadura, sin sentir menoscabo alguno por todo lo que iba a dejar atrás.

      Dentro del reemplazo, y en su sección, había un nutrido número de soldados a quienes costaba aprender todas esas enseñanzas; eran duros y recios para el trabajo físico, para soportar las penurias y la escasez en la dura vida del campo, pero con un intelecto tan llano como la tierra que otrora cavaran sin descanso. Y sin descanso también lo repetía el sargento al mando de aquella peculiar tropilla día tras día. Tan dura tenían la sesera que sólo tras las tundas diarias de varazos pudo conseguir el propósito de poner algo de luz en sus nubladas mentes.

      A menudo se compadecía de sus compañeros, cuando no de si mismo, sobre todo porque, en la mayor parte de las ocasiones, no poseían los conocimientos necesarios que exigía el trabajo, ni sabían defenderse de los avatares de la vida cuartelaria. De esa cortedad –cuasi genética– se aprovechaban esos que se llamaban a sí mismos militares, expertos en explotar su cargo y, de paso, también a aquellos benditos en su ignorancia.

      Experimentó un miedo casi supersticioso en su primera y única guardia cuartelaria. La vivió mudo y estático en una garita situada en una zona oscura y poco transitada, rodeada de una inquietante y espesa maleza, mecida por las alargadas sombras del crepúsculo. Sólo algunos críos despistados jugueteaban por allí durante el día; a excepción de ellos no transitaba más que el aire, que se volvía cada vez más frío al aproximarse la umbría que traía consigo la caída del sol.

      Si alguien se acercaba, tal y como le enseñaron, debía gritar:

      – ¿Quién vive?

      La respuesta esperada y correcta debía ser:

      –“¡España!”

      Él a su vez preguntaría de nuevo:

      –¿Qué gente?

      Aquella noche, después de preguntar dos veces sin que nadie le respondiera, supo que debía seguir al pie de la letra las directrices; bien aprendido tenía el procedimiento en caso de producirse tal situación. La respuesta debía ser inmediata: primero dar aviso al Cuerpo de Guardia y seguidamente disparar. Sintió cómo los nervios le atenazaban la boca del estómago en aquel instante, cuando la respuesta esperada no llegó, así que hizo lo que tenía que hacer y apuntó hacia el lugar de dónde creyó que provenía el ruido. Un segundo después descerrajaba con furia su arma reglamentaria. A continuación se hizo el silencio.

      A la mañana siguiente el rondín encontró muerto, junto a los matorrales, a un pequeño perro vagabundo. Se comprobó que la causa de la muerte fue un certero disparo en la cabeza, tanto que el pobre animal no emitió ningún alarido de dolor en su agonía.

      El hecho corrió, como reguero de pólvora, entre la tropa rompiendo la monotonía cuartelaría y Tifón durante buen tiempo fue objeto de la mofa y los chistes malintencionados de sus compañeros, de tal manera que la situación acabó perturbándole demasiado el ánimo. Sólo consiguió recuperar una cierta tranquilidad cuando lo trasladaron a las cuadras y se vio de nuevo, por fin ocupándose de los caballos. Cuidando de sus pelajes, sus monturas, su alimentación, por no hablar de la limpieza del recinto, se mantenía ocupado la mayor parte de su tiempo, aliviando así sus tensiones.

      La soldada, que percibían cada mes por servir a la Patria, no daba para mucho; cuarenta reales de vellón que, con los descuentos de inválidos, se quedaban en treinta y nueve y dos maravedíes. El capitán les retenía siete reales y diez maravedíes para la “masita”, de donde se proveía al soldado de sus medias, zapatos, camisetas y demás prendas precisas para el desempeño de su trabajo. Entonces comprendió Tifón de dónde provenía la abundancia del vestuario, que le entregaron a su ingreso; es más, por primera vez en su vida aprendió a cuidar la ropa consciente ya de su valor real.

      Acudía al sastre muy de tarde en tarde y cuando no quedaba más remedio, pues hacer un remiendo de grandes dimensiones le creaba serias dificultades. Por ello el artesano con tácito acuerdo ponía el hilo y él, como todos los soldados, proporcionaba el paño, los botones o el forro, es decir, lo más costoso. No por ello menospreciaba el trabajo que realizaba aquel abnegado hombre, que, de común, apenas levantaba la cabeza de entre las costuras y los hilvanes de la vestimenta de la tropa, abundante y ruidosa por demás.

      De un tiempo


Скачать книгу