El tesoro de Sohail. José Luis Borrero González

El tesoro de Sohail - José Luis Borrero González


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suyas, silenciosas. La tristeza se apoderó de él, un temblor incontrolable y un nudo le atenazaron la garganta tan fuerte que se resistió a desaparecer hasta bien pasada una semana.

      Un inmenso desconsuelo se apoderó de su ánimo, de su voluntad y las piernas le temblaban temiendo no poder sostenerse de pie para consolarla, en aquellas circunstancias, cuando era la viva imagen de la vulnerabilidad. Como pudo, se dirigió a una silla llevando de su mano el cuerpo titubeante de la anciana y allí estuvieron sentados, lamentándose en silencio toda la noche, como únicos testigos del anciano en cuerpo presente.

      Durante la misa de córpore in sepulto, el sacerdote dedicó palabras emocionadas al difunto, que hicieron honor a toda una vida dedicada a la enseñanza y al gran servicio que había prestado a la comunidad en su calidad de maestro. Mientras, él sostenía con delicadeza la mano de doña Velosa, que temblaba a su lado, en la reverencial penumbra del templo.

      El sepelio tuvo escasa concurrencia, puesto que la noticia apenas había trascendido entre sus antiguos alumnos. ¡Tan lejos habían quedado aquellos tiempos en los que las aulas rebosaban de risas y parloteos! No tenían hijos – ¡Dios no lo quiso!–. Esa ausencia dolorosa fustigaba, aún más si cabe, el frágil equilibrio de la anciana, que sentía cómo en aquel momento desaparecía el único motivo que le quedaba para seguir adelante.

      Pareció entonces como si el tiempo quisiera acompañar a tan doloroso acto, pues, llegada la hora del traslado del cuerpo al cementerio, se desató tal tromba de agua que fue prácticamente imposible acompañar al féretro. Las lágrimas del cielo, decía el cura, acompañan su último paseo y nos regalan esta lluvia que, en algo, paliará la sequía que nos viene consumiendo tanto tiempo. Era un buen hombre, decía casi para sí, porque hasta en su despedida se ocupa de esta forma tan sutil de atender nuestras necesidades.

      La carroza, tirada por dos hermosos caballos negros, se desplazó agónicamente hasta el cementerio, acompañada solamente por doña Velosa, Cecilio y los enterradores. Fue sepultado en el suelo, envuelto en una sábana blanca, vestido con el traje de siempre; entre las manos, su bastón de caña. Era todo cuanto necesitaba para sentirse digno; incluso aquel extravagante mango de carey de su bastón, hacía gala de su personalidad austera y bondadosa, mientras le confesaba la viuda en voz baja: “me consuela que le acompañe a donde quiera que vaya”.

      Con el paso de los días, Cecilio acusó la ausencia de forma algo más egoísta y sólo para sus adentros se atrevía a confesar: “¡menos mal que sé leer y escribir!” Sin dejar por ello de agradecer a don Marcelo el haber vivido hasta poder conseguir su objetivo. Quedaría en su corazón un hueco, privilegiado, que ocuparía el recuerdo de su tardío maestro tristemente desaparecido.

      Los orígenes

      En aquellos días pensaba mucho en los suyos, el episodio de los actos fúnebres le recordaba dolorosamente la ausencia de su familia y los avatares que durante su existencia se habían sucedido en el entorno de sus vidas. Se consolaba pensando que, a pesar de todo, poseían lo necesario para comer y atender las necesidades más básicas; de otras cosas más prosaicas –¡claro que carecían!– y se dolió también por ello. Prometió, si algún día prosperaba, regalar a su madre aquel precioso vestido de encaje color turquesa, ante el que una tarde, mientras paseaban, quedó absorta contemplándolo en el escaparate de la casa de la modista del pueblo. A pesar del tiempo transcurrido y de la poca conciencia que siendo niño tenía de los sentimientos ajenos, recordaba con amargura el gesto de su madre cuando, apretándole la mano, le conminaba a seguir el paso mientras decía casi para sí misma: “¡Algún día Tifón, algún día podremos comprar ese vestido y muchas otras cosas que nos hagan la vida más agradable!”.

      Felisa, su madre, estaba bien entrada en años, y eso a pesar de que, en su cédula de identidad, constase por error tener diez años más; fue una equivocación cometida en el registro al inscribirla tras su nacimiento, puesto que sus abuelos no sabían leer ni escribir; no pudieron dar fe del error hasta que, un buen día, lo descubrió el propio Cecilio, una vez que pudo dominar el arte de la lectura, rememorando la satisfacción que supuso acompañar a su madre a subsanarlo. Aquel gesto tan simple lo colocaba, a su pesar, por encima del nivel de la mayoría de la gente de su pueblo.

      Felisa era una mujer entregada a su familia y a las tareas del campo; cuidaba de sus gansos y de sus gallinas, a los que llamaba con gestos y silbidos de tal guisa que pareciera que hablara con ellos. Buena conocedora del río desde su infancia, solía hacer la colada en un manso recodo, a resguardo de las miradas de quienes paseaban por el frondoso camino que lo franqueaba; allí pasaba muchas horas tarareando cancioncillas al uso, mientras restregaba la ropa contra una piedra lisa que, con el empeño y el paso de los años, se había convertido en un utensilio cóncavo y suave. Tenía brazos musculosos a tenor de todo el esfuerzo que empleaba en sus tareas cotidianas, tan robustos que, cuando los ponía en jarras, su estampa parecía multiplicarse por dos.

      De carácter fuerte y autoritario, tierna cuando encontraba cariño, su infancia no había sido fácil. Según contaba, el rosario de privaciones que sufrió la marcaron de por vida.

      La mayor parte de la culpa del sufrimiento la tuvo el abuelo de Tifón, quien, tras fallecer su esposa a consecuencias del tercer parto, se dio a la bebida, desatendiendo todo lo demás. Apenas tuvo tiempo de saber qué era tener una madre, al abandonarla a los veintiocho años, después de haber dado a luz a su hermana Josefina. Su abuela, al parecer enfermó de fiebres puerperales y en unos días pasó a mejor vida, sin siquiera haber recobrado la conciencia tras el duro parto y sin poder sostener a su pequeña entre los brazos; sin despedirse.

      Por lo que de ella se contaba –en la familia–, debió ser una mujer reposada, de buen carácter y, como las desgracias nunca vienen solas, pronto la pequeña a los tres años de edad, siguió los pasos de su madre. Una infección repentina, no se supo de qué, se la llevó un invierno aciago, sin que nadie pudiese hacer nada más que rezar a los santos, con la esperanza de que sus plegarias fuesen escuchadas allá, en el cielo plomizo que no permitió escapar ni siquiera un pequeño rayo de sol, como señal de tregua ante tanta desgracia.

      Al tío Jacinto, hermano de su madre, le mataron los franceses en la batalla de Bailén de un arcabuzazo, según dijeron. Tifón nunca lo creyó. La cuestión fue que partió para la guerra y nunca más volvió. Así que la única referencia de aquel tío malogrado era el comentario extendido de parecérsele en todo: “igualito que tu tío Jacinto”, repetían hasta la saciedad, siendo la frase favorita en las escasas comidas familiares que celebraban, con motivo de algún acontecimiento de relevancia.

      La hermana de Tifón, de nombre Adela, era otra cosa. Siendo niña, solía mostrarse risueña y desenfadada en cualquier ocasión; la apodaban La Revoltillo, pues siempre andaba rondando a la carrera por los alrededores de la pequeña casa, jugueteando sin cansancio. Pasaba sus días ajena a las privaciones que sufría la familia, solía hablar sola, soñaba despierta, rememorando los cuentos que, al calor de la lumbre, le relataban en el silencio de la noche antes de irse a dormir, alumbrados por el halo de luz que despedía el único candil que había en la sala. A la menor ocasión, se perdía por el campo y aprovechaba las laderas del Castillo de Sohail para dejarse caer por la pendiente como un acontecimiento especial dentro de sus juegos solitarios. Creció muy deprisa, convirtiéndose en una bella muchacha que se enamoró del hombre equivocado, quien a la postre y, por motivos que nunca sacó a relucir, la dejó plantada a pocas fechas de la boda, que con tanta ilusión había estado preparando. A partir de ese momento, su vida tomó una dirección no sospechada. No volvió a ser la misma.

      En la vida y costumbres pueblerinas, era un estigma para una mujer ser abandonada; más aún, como la situación no había quedado suficientemente aclarada, ese silencio suyo provocó murmuraciones de toda índole, dándole al suceso un tinte oscuro e inquietante. Así, la maledicencia de los convecinos convirtió el dolor solitario en una afrenta que dejó por tierra el honor de la muchacha.

      Adela era una mujer hermosa a pesar de haber quedado tan demacrada tras la ruptura. Voluptuosa en las formas, correcta en todo, una persona buena y piadosa como no cabía ser de otra manera y, aun así, las criticas se cebaban invariablemente en


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