El tesoro de Sohail. José Luis Borrero González
todo aquello implicaría dar un importante giro a su vida; al menos tenía una cosa bien clara; no volvería a su pueblo con las manos vacías, con la sensación del tiempo perdido, Debía intentarlo para regresar de otra manera. Tampoco quería seguir por más tiempo siendo un ignorante. Aprender a leer, escribir y las cuatro reglas era un verdadero desafío; intuía la enorme dificultad que entrañaba; aun así le apasionaba la idea y se prometió que acabaría consiguiéndolo.
Comprobó, con el paso del tiempo, que era un verdadero problema encontrar a alguien que pudiera enseñarle y eso que otrora, allá en su pueblo, habría sido misión fácil, contando con la inestimable ayuda de los maestros don Luis Firmet y doña Peregrina, su esposa, de todos conocidos, quienes enseñaban con mil amores a todo aquel que se lo propusiese. ¡Lástima que por entonces no entrara en sus planes! Se martirizó reprochándose una y otra vez no haber aprovechado una oportunidad que, de forma gratuita, se le había ofrecido en el pasado.
Después de varios intentos infructuosos por encontrar un profesor, una mañana, se topó de bruces con la suerte, mientras paseaba por la Alameda Principal de Málaga. Fue abordado por un anciano que le pidió la hora. Don Marcelo, así se llamaba. Cecilio, con toda la sencillez del mundo, respondió no poseer reloj. Le extrañó mucho la pregunta pues no creía dar la imagen de alguien que pudiera permitirse el lujo de tenerlo, y de hecho conocía a muy poca gente que lo tuviera. Solamente las clases más acomodadas lo tenían. ¡Ah, y por supuesto, el capitán de su compañía!; por herencia ¡claro está!; pero en el cuartel todo el mundo sabía su procedencia. Este personaje provenía de una rancia familia de Málaga, de lo que presumía constantemente. Sin apercibirse de ello el anciano, Cecilio sonrió, respondiendo intuitivamente: “más o menos deben ser la doce, las campanas de la catedral hace poco tocaron la hora del Ángelus”.
Don Marcelo, apoyándose en su bastón, trató de incorporarse del asiento del parque en un intento distinguido de diálogo con su joven interlocutor, cuando de forma repentina éste se deslizó y casi da con sus huesos en el suelo, a la par que Cecilio, rápido de reflejos, se adelantaba a la caída sujetándolo. Al momento pudo volver a sentarse en el banco, mientras que el joven se afanaba en ayudarle y, entre sinceras palabras de agradecimiento, entablaron una fructífera conversación, durante la cual pudo conocer su condición de maestro retirado. Había dedicado toda su vida a la enseñanza y, aun ahora, a sus ochenta y un años, no había renunciado a seguir sintiéndose útil; por ello seguía impartiendo diferentes materias en un aula habilitada en su propia casa.
Conteniendo la respiración para no gritar de alegría, y con más miedo que vergüenza, se atrevió a preguntar al anciano si estaría dispuesto a enseñarle; éste, agradecido, le respondió que lo haría – “con sumo gusto” fueron sus palabras textuales. Únicamente puso la condición de comprometer su palabra de caballero a cumplir su horario. Las clases serían impartidas todos los días de cinco a siete de la tarde, de lunes a sábado. Domingos y fiestas de guardar, el viejo profesor los dedicaba, junto a su familia, a escuchar misa y descansar; aunque si por Cecilio hubiera sido y Don Marcelo lo hubiera aceptado, la palabra descanso no tendría cabida en toda la semana. Pensaba que, una vez encontrada la oportunidad, no era cuestión de perder el tiempo.
Don Marcelo era una persona de naturaleza poco habladora, de carácter sobrio y mirada bondadosa; se vestía siempre con la misma indumentaria: traje de color marrón oscuro, chaleco del mismo tono y camisa blanca de cuello almidonado, desgastado por el uso y los continuos lavados. En sus paseos, solía portar con aire distinguido un sencillo bastón de caña con el mango de carey, a modo de capricho extravagante, y refería, entre bromas, que se asemejaba a la palmeta que durante años utilizó en la escuela como suerte de amenaza y que, seguramente, le servía para mantener a raya a sus pupilos pues, con sinceridad, no se lo imaginaba con ánimo de emplearla con ellos.
Muy frecuentemente le espetaba: “tiene usted la cabeza más dura que un alcornoque”, cuando se desesperaba porque las letras y los números se le enredaban en el entendimiento y no encontraba la forma de avanzar. No se aclaraba con las “bes” y las “uves” y menos aún con la “hache”; pensaba que era una letra inútil, que además no tenía sonido, pero nunca se atrevió a emitir su opinión en voz alta delante de Don Marcelo, que, a la postre, le hacía repetir las faltas de ortografía de forma compulsiva: “es la única manera de aprender”, decía una y otra vez para tranquilizarlo. Al principio cometía tantas que la mano quedaba dolorida; cuando por fin terminaban las dos horas de clase, andaba incómodo por la calle frotándose los dedos y la muñeca.
Con el tiempo comprobó, aliviado, que la plumilla se adaptaba cada vez mejor a sus dedos, mejoraba el pulso mientras la fatiga iba desapareciendo poco a poco, para dar paso al entusiasmo. Así, cierto día, se sorprendió corrigiendo un texto en el que sólo contabilizó dos errores.
Con la geografía, era distinto. Descubrió desde el principio que le apasionaba y disfrutaba memorizando, a modo de cancioncilla, los límites de España, los ríos, las montañas, los cabos y los golfos. El mapa político de la península era su predilecto y apremiaba a don Marcelo para que le preguntara una y otra vez aquello que ya se sabía de corrido; sentía que ese pequeño lucimiento delante de su profesor le compensaba del mal trago que padecía con la ortografía y la gramática.
Cuando trataban las matemáticas, también le llovían las dificultades; divisiones, cuando no multiplicaciones, le atormentaban el ánimo hasta el hartazgo; en cambio, las sumas y las restas no representaban, para él, ninguna dificultad.
Comprendió de una forma muy gráfica que aprender a según qué edades costaba más esfuerzo. Y así se lo hacía ver su profesor, mientras le arengaba con aquellas coletillas que solía repetir con frecuencia, mientras ponía un acento especial al pronunciar su nombre – Ce–ci–lio –: “todo tiene su momento y por eso hay que saber aprovechar las oportunidades que se van presentando en la vida”; “nunca es tarde para aprender porque el saber no ocupa lugar”; “cuando se es joven los conocimientos se asimilan mejor y más rápidamente; es como trabajar, las fuerzas nunca fallan cuando se tiene tu edad, pero con la mía ya no podría desempeñar otro oficio que no fuera éste, e intentaré seguir con él hasta el último día de mi vida, si la enfermedad o cualquier otro avatar no me lo impide”; “la providencia ha sido generosa conmigo, pues me ha permitido dedicar toda mi vida, a lo que más me gusta, enseñar a otros los conocimientos que poseo, es una forma de trascender, de legar ese regalo que yo he recibido como un don y por ello doy gracias a Dios cada mañana”.
Se sonreía para sus adentros, algo avergonzado al oírlo, y por nada del mundo le contaría que todos sus conocidos lo llamaban Tifón, pues cualquier alusión a su pasado, en aquella especie de templo del saber, le recordaba lo analfabeto que había sido hasta aquel momento y lo abochornaba sobremanera. Por ello se prometió que, si conseguía ingresar en la Guardia Civil, se presentaría, desde el primer momento, como Cecilio, con ese soniquete especial que utilizaba don Marcelo, recalcando suavemente cada sílaba mientras lo miraba fijamente a los ojos. De alguna manera sería algo así como su bautizo interior por dejar atrás la ignorancia, para ser alguien más útil y, por ende, más completo.
Cierta tarde en la que, como de costumbre, acudía a su cita, después de llamar a la puerta y esperar más de lo acostumbrado, salió a recibirlo –vestida de negro– la esposa de su profesor, doña Velosa. No paraba de llorar, cubriéndose el rostro con un pañuelo. Así fue como entre lágrimas le informó que don Marcelo había fallecido. Al despertar aquella mañana, lo había encontrado inmóvil en la cama.
–“¡Cecilio el pobre se ha marchado sin despedirse, sin hacer el menor ruido! ¿Qué voy hacer ahora sin él?”, gemía entre sollozos aquella mujer desconsolada, incapaz en esos momentos de apreciar la suerte infinita de su esposo, por haber sido visitado por la dama de la guadaña durante el sueño y marchar de este mundo de forma dulce y apacible.
Sin duda habían sido muy felices; él lo había podido comprobar cuando en innumerables tardes, a mitad de la clase, doña Velosa los obsequiaba a ambos con una tardía merienda: “Nuestro profesor come poco”, decía mientras se dirigían sonrisas cómplices, que translucían el profundo cariño que se profesaban y así don Marcelo, por no contradecirla en su presencia, se prestaba a tomar aquel bocado obligado,