El mundo en vilo. Daniel Schönpflug

El mundo en vilo - Daniel Schönpflug


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“poco acordes con las costumbres de la guerra”. Pero los tanques, última innovación tecnológica de los aliados, dan muchos problemas. Las brigadas de tanques estadounidenses pasan por encima de las trincheras alemanas, guarnecidas con un solo hombre cada veinte metros, y las toman desde atrás a punta de pistola. Además, los americanos parecen tener, a diferencia de los alemanes, reservas inagotables de artillería pesada y de hombres. Cada uno de sus ataques se ve precedido por un fuego tan intenso como no se había visto ni en Verdún ni en el Somme. Los príncipes habían crecido escuchando historias de heroicidad soldadesca, de campos de gloria en los que se decidía el ascenso y la caída de imperios enteros, de comandantes que dirigían sus tropas a caballo sable en ristre y se encontraban ahora rodeados de fría logística y cadáveres ensangrentados.

      La superioridad del enemigo genera en Guillermo una enorme impotencia. Los pocos soldados que le quedan, aquellos que no prefirieron morir a la posibilidad de ser hechos prisioneros, plantan cara al envite enemigo agotados, mal pertrechados y cada vez con menos munición. Cada nuevo ataque enemigo acentúa la sensación de que no hay nada que Guillermo pueda hacer. “El aire vibraba con las detonaciones, golpes, gritos sordos que nunca cesaban”. A finales de septiembre, el príncipe heredero tiene claro que no pueden seguir así: “Las mentes de aquellos hombres que habían arriesgado con valentía mil veces la vida por su patria estaban ahora confundidas por el hambre, el sufrimiento y las privaciones. ¿Dónde quedaba entonces la línea entre el querer y el poder?”.

      A Alvin C. York su entrada en la infantería estadounidense le había supuesto un enorme conflicto moral. Aquel muchacho pelirrojo, alto y ancho de hombros era de un pueblo llamado Pall Mall, en las montañas de Tennessee, y profesaba la fe metodista. Creía en la Biblia muy literalmente y el quinto mandamiento –“No matarás”– era para él un argumento sagrado contra el servicio armado. La orden de alistamiento causó en York un profundo desgarro interior entre su deber como cristiano y su deber como ciudadano estadounidense. Leía y releía las Escrituras en busca de algún pasaje que pudiera servirle de referencia. Tras mucho rezar y debatir con su pastor, decidió solicitar que se le eximiese de su obligación de ir a la guerra. Su argumentación escrita era escueta: “No quiero combatir”. Pero su solicitud fue rechazada y a York no le quedó más remedio que resignarse ante lo inevitable con la esperanza de no tener que entrar en combate. Recibió instrucción en Camp Gordon, Georgia, para viajar después vía Nueva York a Boston, donde embarcó el 1 de mayo de 1918 a las cuatro de la madrugada. York nunca había salido de las montañas de su tierra cuando surcó el océano camino de una guerra en la lejana Europa. La nostalgia, el mareo y el miedo a ser alcanzado por el torpedo de algún submarino alemán convirtieron la travesía en una experiencia angustiosa: “Había demasiada agua para mí”.

      Tras una escala en Inglaterra, York llegaba el 21 de mayo de 1918 al puerto francés de El Havre, en el canal de la Mancha. Allí se les distribuyeron armas y máscaras de gas: “De repente la guerra parecía estar mucho más cerca”, recordaría después. A partir de julio de 1918 su unidad estuvo al servicio del Alto Mando francés, sirviendo al principio en las partes más tranquilas del frente para ir adquiriendo experiencia. York vivió su primera batalla en los días que siguieron al 12 de septiembre, en el avance de Saint-Mihiel. La batalla acabó con una victoria americana y numerosas bajas y tuvo una gran importancia histórica: era la primera vez que el ejército de expedición de Estados Unidos actuaba de forma independiente, bajo el mando del general americano John Pershing. Desde la entrada de Estados Unidos en el conflicto, sus tropas habían estado siempre subordinadas al mando francés. De esta manera, Saint-Mihiel daba lugar a una nueva autopercepción americana e incluso podría decirse que fue en aquella pequeña localidad del norte de Francia donde Estados Unidos empezó a desempeñar un papel en el escenario mundial.

      A principios de octubre su unidad es destinada a Argonne, diez días después del comienzo de la ofensiva final. También él contempla los desolados paisajes de la guerra, por donde le parece “que hubiese pasado un terrible huracán”. La vida de York pende de un hilo incluso desde el avance hacia el frente; los alemanes bombardean los caminos y las ametralladoras de sus aviones apuntan a las tropas en movimiento. York pasa el 7 de octubre defendiendo un cráter de granada en el arcén de la carretera cerca de Chatel-Chéhéry. Junto a él, una lluvia de proyectiles acaba con sus compañeros. Entre gritos, los sanitarios desalojan a los heridos en camillas. Los muertos permanecen en el arcén sin que nadie les preste atención, con la boca abierta y la mirada fija. Todo ello bajo una lluvia incesante que empieza a inundar la cavidad que le sirve de refugio.

      El 8 de octubre, a las tres de la mañana, llega la orden que llevará a York a su misión más peligrosa. A las seis de la mañana deben tomar una línea de tranvía que los alemanes usan para el avituallamiento desde la cercana “colina 223”. York se pone en movimiento con su grupo, los rostros cubiertos por máscaras de gas, entre la lluvia y el barro. A las seis y diez, con un leve retraso, comienza el ataque. Un mortero de trinchera debería mantener a raya a los alemanes. Pero el valle en el que los americanos entran a paso ligero se convierte en una trampa mortal; está defendido con fuego de ametralladora desde una posición desconocida. La primera oleada de atacantes cae “como hierba ante una guadaña”. Los supervivientes se agazapan como pueden detrás de cualquier obstáculo, de cada ondulación del terreno, detrás incluso de sus compañeros muertos, para quedar a cubierto. La lluvia de balas no les permite siquiera levantar la cabeza. Cuando queda claro que un ataque frontal no tiene ninguna posibilidad ante el fuego enemigo, el oficial al mando idea un nuevo plan. Ordena a los supervivientes de tres de sus grupos que retrocedan. Diecisiete hombres, entre ellos York, se arrastran y después avanzan lateralmente a través de la espesa maleza en dirección a las ametralladoras. A un tiro de piedra de su objetivo, los soldados estadounidenses llegan de repente a un claro del bosque en el que una docena de soldados alemanes se encuentran en pleno desayuno. Los alemanes han dejado armas y cascos a un lado. Ambas partes se miran estupefactas ante el inesperado encuentro y permanecen inmóviles, como fulminadas por un rayo. Pero los estadounidenses tienen sus armas en ristre, mientras que los alemanes están en mangas de camisa y masticando. Además, los soldados del Reich creen que lo que ven es la avanzadilla de una unidad mayor, así que levantan los brazos y se rinden.

      Sin embargo, los artilleros alemanes se han dado cuenta rápidamente de lo que sucede y dirigen las mortíferas ametralladoras en dirección a la escena. York ve morir a seis de sus compañeros entre las balas. “El cabo Savage […] debe de haber recibido al menos cien balas en su cuerpo. Su ropa estaba completamente hecha jirones”. Alemanes y estadounidenses se arrojan al suelo, los atacantes buscan refugio entre los cuerpos de los atacados. York se encuentra a escasos veinte metros del nido de ametralladoras. En medio de la ráfaga de balas, este cazador de las montañas de Tennessee se confía a su buen ojo y a su pulso. Cada vez que un alemán asoma la cabeza, York le dispara una bala certera. Algo parecido a las competiciones de “tiro al pavo” de su tierra, pero con blancos más grandes.

      Finalmente, un oficial y cinco soldados alemanes salen de la trinchera. El pelotón de asalto se abalanza hacia York con sus bayonetas caladas y este abate uno tras otro a los seis hombres con su pistola en los pocos metros que los separan de su posición. Dispara en primer lugar al más rezagado para que los que van delante no se den cuenta de que son atacados y sigan sin apartarse de su línea de tiro, como hacía en su tierra cuando salía a cazar pavos salvajes.

      York ha matado a más de veinte soldados alemanes y grita a los demás que se rindan. Un mayor alemán se ofrece a convencer a sus compañeros de que desistan. Hace sonar un silbato y los alemanes salen, uno detrás de otro, de sus trincheras, arrojan las armas y alzan los brazos. York los hace colocarse en dos filas y ordena a los hombres que le quedan que los vigilen. Comienza la retirada, que los expone a un doble peligro: por una parte, hay más posiciones alemanas en las inmediaciones y, por otra, los estadounidenses podrían tomar la larga fila de soldados por un contrataque alemán y atacarles a su vez. Aun así, York consigue conducir a estos prisioneros –y a otros que captura por el camino– hasta el cuartel. Allí se hace un recuento: ciento treinta y dos hombres capturados casi sin ayuda por el expacifista York.

      En paralelo a estas últimas ofensivas en el frente occidental que costarán la libertad, la vida o la salud a más de un millón de soldados, las ruedas de la diplomacia internacional giran desde


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