El mundo en vilo. Daniel Schönpflug
para un armisticio. Se trata de una maniobra táctica con el objetivo de dar al conciliador jefe de Estado estadounidense un papel importante en el proceso de paz, con el fin de conseguir un contrapeso ante las potencias europeas occidentales, especialmente Francia, que no veía la hora de castigar a su archienemigo con dureza por su agresión.
Wilson, por su parte, había presentado en un discurso ante el Congreso catorce puntos que resumían los objetivos de Estados Unidos y las bases para un orden pacífico en el futuro: conversaciones de paz abiertas, libertad de los mares, libertad de comercio, limitación del armamento y una regulación concluyente de las ambiciones coloniales. Las fronteras de Europa y Oriente Próximo, desdibujadas por la guerra, debían estabilizarse con la retirada de las tropas alemanas y el establecimiento de un nuevo orden territorial. Debía fundarse una liga de naciones que garantizase la independencia y la soberanía de sus Estados miembro. Más adelante, Wilson añadiría también la exigencia de que Alemania adoptase un sistema político parlamentario y, desde su punto de vista, esto pasaba por la abdicación del káiser. Esta iniciativa, que le valdría al presidente estadounidense el Premio Nobel de la Paz en 1919, no había sido previamente acordada con los aliados europeos. Estados Unidos había pagado su precio en la guerra y se sentía con derecho no solo a pertenecer al círculo de potencias mundiales, sino directamente a ir por delante.
Wilson dejó los detalles técnicos del armisticio en manos de los líderes militares aliados. El mariscal francés Ferdinand Foch, comandante en jefe de las tropas aliadas, expuso en París el 1 de noviembre de 1918 su idea del armisticio a los representantes gubernamentales del principal rival de Alemania en París. Según Foch, el armisticio tenía que ser equivalente a una capitulación. Esta era la única manera de ganar la guerra evitando la última y sangrienta batalla final que él llevaba mucho tiempo esperando en su fuero interno. Ante todo, era imprescindible que durante las negociaciones los aliados insistieran en ocupar la orilla derecha del Rin. De lo contrario, al amparo del río, los alemanes podrían utilizar el alto al fuego para reorganizar sus tropas y llevar a cabo un nuevo ataque, o al menos ejercer una considerable presión sobre las negociaciones planeadas. Los paisajes de la guerra también tenían un papel importante para Foch, aunque él no pensaba en bosques fantasmales como los que la guerra había dejado tras de sí, sino en el “paisaje ordenado” sobre el que escribe Kurt Lewin en 1918. Este psicólogo social berlinés teorizó en su obra que las estrategias de los conflictos militares imponían en la naturaleza fronteras y direcciones, zonas y corredores, un “delante” y un “detrás”. Esta era exactamente la idea de paisaje que tenía Ferdinand Foch. En su cuartel general, más parecido a la sede de una gran empresa o a la oficina de un ingeniero que al despacho de un militar, el mariscal de Francia administraba el territorio y asignaba recursos humanos y materiales a las diferentes áreas. Su mentalidad de logista militar instaba a Foch a cruzar el Rin con el ejército aliado. Para él era cuestión de números y probabilidad. ¿Sería posible poner fin a una guerra que había sido estratégica y táctica, una guerra moderna, con una paz logística y también moderna? Su respuesta: de no hacerlo, peligraría el futuro que esperaban forjar tras la esforzada victoria.
Las condiciones de los aliados, que se corresponden en gran medida con la idea de Foch, se acuerdan el 4 de noviembre. Se envían de inmediato a Washington. Ese mismo día llega la petición de la comisión alemana para el armisticio solicitando entablar negociaciones en París. Foch da instrucciones para recibir a los emisarios alemanes. Unos días después, durante la noche del 6 al 7 de noviembre, le llega un radiotelegrama en el que se especifican los nombres de los apoderados alemanes.
El 129.º Regimiento de Artillería, comandado por Harry S. Truman, tiene la tarea de proteger de los disparos alemanes el avance de las tropas aliadas. A principios de noviembre, Truman escribe a su querida Bess que ha disparado mil ochocientas granadas contra los hunos en tan solo cinco horas. Durante el inicio de la ofensiva su unidad debía estar muy atenta; en el momento en que empezaban a disparar, el enemigo podía detectarlos y quedaban expuestos a las explosiones y al gas. La suya era una guerra extraña, definida por la técnica, la táctica, la estrategia, la balística y la logística, una guerra en la que apenas se encontraban cara a cara con el enemigo. A partir de finales de octubre, la defensa alemana empieza a flaquear. Los alemanes “parecían sin fuerzas para devolver los disparos. […] Uno de sus pilotos se estrelló ayer directamente detrás de mi batería y se torció el tobillo, su avión quedó hecho chatarra y los franceses y los americanos que estaban por allí lo saquearon completamente. Querían quitarle hasta la chaqueta. […] Uno de nuestros oficiales, y me da vergüenza hasta escribirlo, se quedó con las botas del piloto que se había torcido el tobillo”. El piloto había gritado “La guerre finie” para intentar salvar al menos su vida.
La ofensiva exige muchísimo a las tropas. Constantemente deben moverse para seguir al frente, que avanza a gran velocidad. En su avance tienen que arrastrar penosamente los cañones por el terreno cenagoso, en parte con caballos y en parte empujando ellos mismos. Las marchas nocturnas destrozan a la tropa. “Prácticamente todos hemos tenido algún colapso nervioso y hemos perdido peso hasta el punto de parecer espantapájaros”.
Cuanto más tangible resulta la derrota alemana, cuanto más tiempo pasa el regimiento de Truman avanzando frente al enemigo invisible sin sufrir pérdidas decisivas, más le parece que la guerra en la que Estados Unidos había entrado en 1917 es una “terrific experience”. Los diferentes refugios en los que pasa la noche como oficial –equipados con horno, teléfono y una cocina portátil– se convierten con el tiempo en su hogar. Comenta irónicamente que está tan acostumbrado a dormir bajo tierra que cuando vuelva a casa se acostará en el sótano. En las últimas semanas de la guerra, en las que la victoria parece al alcance de la mano, el tono de las cartas de Truman se anima visiblemente. Se permite pensar en su hogar cada vez más a menudo: si regresa a casa, se alegrará de poder pasar el resto de su vida caminando detrás de un burro por un campo de maíz. Incluso encuentra el tiempo de enviar dos flores como recuerdo a su querida Bess, acompañadas de alguna galantería.
Leyendo sus cartas del final de la guerra le viene a uno a la mente la película ¡Armas al hombro! de Charlie Chaplin, estrenada el 20 de octubre de 1918 en Broadway y cuya recaudación se destinó al esfuerzo de guerra. En el filme, el hombrecillo del bigote mínimo se dedica a hacer de las suyas precisamente en las mismas trincheras del norte de Francia en las que Truman pasa las últimas semanas del conflicto. Al final, el héroe consigue rescatar a una bella joven prisionera de los alemanes. En el proceso se encuentra con el káiser en persona, lo captura y se lo lleva a punta de pistola. El vagabundo pone fin a la guerra, “a terrific experience”.
A última hora de la tarde del 7 de noviembre, el comandante en jefe Ferdinand Foch se sube a un tren especial en Senlis, al noreste de París. Le acompaña el jefe de su Estado Mayor, Maxime Weygand, tres oficiales del Estado Mayor y varios representantes de la flota británica bajo el mando del almirante Wemyss. El trayecto es corto. Después de Compiègne, en un claro del bosque cerca de Rethondes, el tren se detiene. Sigue una larga noche de espera. A las siete de la mañana del día siguiente, el tren en el que el emisario alemán, Erzberger, y sus acompañantes se habían embarcado en las ruinas de la estación de Tergnier llega por fin a su destino.
Dos horas más tarde, el 8 de noviembre de 1918 a las nueve de la mañana, tiene lugar el primer encuentro en un vagón del tren de Foch, transformado en sala de reuniones. La atmósfera es gélida. La delegación alemana es la primera en llegar. Ocupan los lugares que se les han asignado en la mesa de negociaciones. Entonces llega la delegación francesa, dirigida por el mariscal Foch, al que Matthias Erzberger describe como “un hombre pequeño con rasgos duros y enérgicos que a primera vista delatan su hábito de mandar”. En lugar de un apretón de manos, tan solo un saludo militar o una breve inclinación en el caso de los civiles. Las delegaciones se presentan. Erzberger, Alfred Von Oberndorff , Detlof von Winterfeldt y Ernst Vanselow muestran sus credenciales.
Foch comienza la negociación haciéndose el tonto: “¿Qué les trae por aquí? ¿Qué puedo hacer por ustedes?”. Matthias Erzberger responde que su delegación está allí para conocer las propuestas de los aliados para un armisticio. Foch aclara con sequedad que no tiene ninguna propuesta que hacer. Von Oberndorff le pregunta entonces cómo prefiere llamar a lo que sea que tengan que proponer, añadiendo que la parte