El mundo en vilo. Daniel Schönpflug
última nota del presidente Wilson, en la que se dice explícitamente que el mariscal Foch está autorizado a dar a conocer las condiciones para el armisticio. Solo entonces muestra Foch sus cartas: no está autorizado a comunicarles las condiciones a menos que la parte alemana solicite un armisticio. No quiere de ninguna manera ahorrarles esa humillación a los alemanes.
Erzberger y Oberndorff declaran entonces con toda formalidad que solicitan un armisticio en nombre del Gobierno del Reich alemán. Entonces el general Weygand comienza a leer las principales cláusulas de la decisión de los aliados del 4 de noviembre. “El mariscal Foch estaba allí sentado con una calma imperturbable”, escribiría más tarde Erzberger. El representante británico, el almirante Rosslyn Wemyss, trata de mostrar la misma indiferencia, pero el jugueteo nervioso con su monóculo y con sus gafas de concha delata su nerviosismo.
Los emisarios alemanes escuchaban, recordaría después Weygand, la lectura de las condiciones con semblante pálido e impertérrito. El joven capitán de Marina Ernst Vanselow al parecer incluso derramó alguna lágrima. El tratado no solo exigía la retirada inmediata de las tropas alemanas de todos los territorios ocupados en Bélgica, Francia, Luxemburgo y Alsacia-Lorena, además de los territorios a la izquierda del Rin y las zonas neutrales en torno a las cabezas de puente Maguncia, Coblenza y Colonia. También ordenaba la entrega de armas, aviones, flota de guerra y ferrocarriles, y la anulación de la paz que el Reich había firmado en 1917 con Rusia.
“Fue un momento desgarrador”, recuerda Weygand. El general Von Winterfeldt hace todavía un intento de aligerar las condiciones cuando Weygand termina de leer: se podría al menos prolongar el plazo para la firma a fin de permitirle consultar al Gobierno y, mientras la parte alemana estudia las condiciones, deberían cesar las hostilidades. Pero Foch rechaza ambas cosas; la fecha límite para aceptar la oferta es el 11 de noviembre de 1918 a las once de la mañana, hora francesa. Las hostilidades no cesarán hasta la firma. Ese mismo día, el mariscal da orden a los comandantes de no cejar de ninguna manera en los ataques. Es importante conseguir “resultados decisivos” incluso mientras duran las negociaciones del armisticio. No hay nada que negociar, recalca frente a Erzberger. Los alemanes pueden aceptar la oferta tal y como se presenta o rechazarla. Pese a todo, admite que podrían celebrarse “conversaciones privadas” entre los miembros de menor rango de ambas delegaciones. Erzberger espera conseguir alguna concesión, al menos en cuanto a los plazos y las cantidades a entregar, y usa como argumento la necesidad de evitar una hambruna y el colapso completo del orden en Alemania.
Después de la primera reunión, el capitán Von Helldorff regresa al cuartel general alemán en Spa con una lista de las condiciones de los aliados. Las “conversaciones privadas” comienzan por la tarde y duran dos días, mientras el plazo del ultimátum se agota inexorablemente. Sobre las nueve de la noche del 10 de noviembre, catorce horas antes de que expire el plazo, llegan instrucciones del canciller del Reich por vía telegráfica autorizando a Erzberger a aceptar todas las condiciones del armisticio. A pesar de la misiva, la delegación alemana, que a todas luces ha llevado a cabo un cierto trabajo de persuasión, consigue una última ronda de negociaciones. En la madrugada del 11 de noviembre, entre las dos y las cinco de la mañana, apenas seis horas antes de la expiración del plazo, todavía se introducen algunas modificaciones en el texto final que, si bien no hacen menos duro el documento, van más allá de la simple cosmética: en lugar de 2.000 aviones y 30.000 ametralladoras, se entregarán 1.700 y 25.000. Erzberger afirma que Alemania necesita estos efectivos para mantener a raya a las fuerzas rebeldes, un argumento que provoca la indignación del mariscal francés. En lugar de cuarenta kilómetros, la zona neutral de la orilla derecha del Rin será de diez. El ejército alemán dispondrá de treinta y un días en lugar de veinticinco para abandonar dicha zona neutral. Ante el peligro de hambruna en Alemania, los aliados garantizan que proveerán a sus adversarios de alimentos durante los treinta y seis días que acuerdan que durará el armisticio.
El 11 de noviembre de 1918 a las cinco y veinte, antes del mortecino amanecer otoñal, se firma la última página del documento del armisticio. Entretanto se finaliza la versión final del tratado con los últimos cambios acordados. Después de tapar su pluma, Erzberger explica que algunos de los arreglos que acaban de firmarse no son aplicables en la práctica. Termina su declaración con una frase llena de pathos: “Un pueblo de setenta millones de personas sufre, pero no muere”. Foch responde con un seco “Très bien!”. Las delegaciones se separan, una vez más sin apretones de mano.
Contado de esta manera, el final de la Primera Guerra Mundial parece una pieza de teatro de cámara y podría dar la impresión de que en aquel otoño de 1918 la historia mundial se redujo a tamaño de bolsillo, concentrada en un puñado de personas y lugares en un triángulo entre París, la pequeña ciudad balnearia de Spa y Estrasburgo, que en aquel momento todavía era alemán. Pero la guerra no cabe en un vagón de tren.
El conflicto, que empezó como un pulso europeo entre las potencias de la Entente –Francia, Reino Unido y Rusia– y la Triple Alianza formada por el Reich alemán, el Imperio austrohúngaro e Italia, se había convertido entre 1914 y 1918 en una confrontación mundial. No solo se desarrolló en Europa, sino también en Oriente Próximo, África, Asia oriental y en los océanos de todo el planeta. Setenta millones de soldados combatieron en ella. Entre los dieciséis millones de soldados cuyas vidas se cobró no solo había europeos: 800.000 turcos, 116.000 estadounidenses, 74.000 indios, 65.000 canadienses, 62.000 australianos, 26.000 argelinos, 20.000 africanos de la colonia del África Oriental Alemana (Tanzania), 18.000 neozelandeses, 12.000 indochinos, 10.000 africanos del África del Sudoeste Alemana (Namibia), 9.000 sudafricanos y 415 japoneses perdieron la vida.
Desde la perspectiva de los actores que han tomado la palabra hasta el momento, la cesura de noviembre de 1918 parecía un paso claro de la guerra a la paz. No obstante, la maquinaria engrasada de la guerra mundial no se dejaba frenar por una simple firma garabateada en un tratado. En Compiègne se ratificó tan solo uno de los cuatro tratados de armisticio que firmaron las diferentes partes. No constituyó más que el primer paso de las verdaderas negociaciones de paz. El último de la serie de tratados que concluyeron la guerra no se firmó hasta 1923 y las acciones militares y combates continuaron hasta entonces: en el frente occidental las tropas aliadas avanzaron hasta el Rin y ocuparon su orilla derecha tras la firma del armisticio. El enfrentamiento entre Hungría y Rumanía causaba estragos en los Balcanes. En el Báltico, Letonia luchaba por independizarse de la Unión Soviética. Por si esto fuera poco, la epidemia de gripe española que asoló el mundo entero se cobró más vidas que todas las batallas de la guerra juntas.
Poco después, los conflictos entre Irlanda e Inglaterra, Polonia y Lituania, Turquía y la República de Armenia, así como entre Turquía y Grecia, suscitarían nuevos ardores bélicos. Al mismo tiempo, en el este de Europa y en el continente asiático la Revolución rusa de 1917 había desencadenado una sangrienta guerra civil entre partidarios y enemigos de los bolcheviques que duraría hasta 1922.
Marina Yurlova venía de una familia de cosacos. Creció en una aldea del Cáucaso. Como quería combatir junto a su padre en el ejército zarista, se cortó el pelo y se vistió de hombre. La noticia de que el zar, por quien había arriesgado su vida, había perdido el trono le llegó mientras estaba en cama en un hospital de Bakú. Antes de eso, el camión militar que conducía había sido alcanzado por varias granadas y no conservaba en su memoria más que recuerdos deslavazados de detonaciones, metralla y gritos. Pasó muchos meses seminconsciente, de un hospital a otro. Sus heridas físicas se curaron pronto, pero las secuelas psicológicas de la explosión no desaparecían. Marina, que por aquel entonces tenía diecisiete años, temblaba sin parar, su cabeza se agitaba sin control de un lado a otro y cuando abría la boca no salía de ella más que un tartamudeo ininteligible. Una y otra vez regresaban a su cabeza las imágenes del momento que hubiera podido ser el último de su vida, cuando pasó de guerrera a víctima de la guerra.
La Revolución de Octubre de 1917 trajo consigo tiempos nuevos, como Marina pudo observar con sus propios ojos en los siguientes meses. Desde una ambulancia vio cómo una turba de soldados rebeldes linchaba a un general del antiguo ejército ruso entrado en años. Un hombre uniformado tras otro hundía su bayoneta en el vientre del general, aunque era obvio que este había muerto tras la primera estocada. En más de tres años de guerra, Marina había