El mundo en vilo. Daniel Schönpflug

El mundo en vilo - Daniel Schönpflug


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una vaga sensación de que había llegado el fin del mundo, allí en Bakú. Mi vieja niñera siempre me había hablado de una profecía que decía que el mundo se acabaría dos mil años después del nacimiento de Cristo”. A todas luces, la anciana había acertado, pensaba Marina, y aquel pensamiento la tranquilizaba extrañamente.

      Como herida de guerra, Marina Yurlova no tuvo que posicionarse en la batalla por el futuro que empezó en 1917. Pero para ella, cuya familia había servido a los zares durante generaciones, en el fondo no cabía duda. Al menos eso estaba claro en su cabeza, aunque esta no dejara de moverse de un lado a otro. La terapia de electrochoque que se le aplicó en Moscú le produjo una cierta mejora. Aparte de tres electrochoques diarios, no se prestaba ningún otro tipo de atención a esta inválida de la guerra contra el Reich; guerra que, entretanto, había finalizado con la firma del Tratado de paz de Brest-Litovsk el 3 de marzo de 1918. Con indiferencia, se acostumbró a que las sábanas de su cama estuvieran cada vez más grises por el polvo y el humo de los cigarrillos. A través de las ventanas llenas de mugre veía de manera difusa cómo se formaba un nuevo régimen en Moscú. Sintió indignación cuando supo de la ejecución del zar Nicolás II y su familia. ¿Le contaría alguien en su lecho de enferma que en noviembre de 1918 los bolcheviques inauguraron un monumento al revolucionario francés Robespierre en el Jardín de Alejandro y que pocos días después la estatua se resquebrajó porque estaba hecha de cemento de muy mala calidad?

      Justo en aquel momento, Thomas E. Lawrence abandonaba Damasco. Su entrada bajo las imponentes puertas de la ciudad el 1 de octubre había recordado a un triunfo romano. La atravesó cerca de las nueve de la mañana bajo un sol deslumbrante, vistiendo el atuendo blanco de un príncipe de La Meca. Ante su caballo danzaban derviches, detrás de él cabalgaban guerreros de las tribus de Arabia que lanzaban agudos gritos y disparaban al aire. Toda la ciudad se puso de pie para ver al hombre que encarnaba el triunfo de la Revuelta árabe contra el Imperio otomano: Lawrence de Arabia. Se sellaba así la derrota de las tropas turcas y de sus aliados alemanes en Oriente Medio.

      No obstante, el oficial británico Thomas E. Lawrence no percibe la conquista de Damasco como una victoria. Está infinitamente fatigado tras haber realizado esfuerzos sobrehumanos y presenciado horribles masacres en los días y semanas anteriores. Pero hay algo que pesa más en su ánimo que esas sangrientas imágenes: sabe que la libertad por la que ha luchado junto a sus amigos árabes hace mucho que se convirtió en una quimera, puesto que los estadistas, militares y diplomáticos europeos han firmado ya una serie de acuerdos para repartirse Oriente Medio tras la caída del Imperio otomano. Acuerdos en los que los pueblos árabes no tienen más que un papel muy secundario.

      En los últimos días de la guerra también Rudolf Höß se encuentra en Damasco, o al menos eso sostiene en su autobiografía. El soldado alemán, que por aquel entonces apenas había cumplido dieciocho años, provenía de Mannheim, en Baden. Su padre, muy católico, tenía planeada para él una carrera en el sacerdocio, pero Herr Höß había muerto en el segundo año de la guerra. Después de eso el joven perdió el juicio y también el interés en la escuela, así que decidió alistarse voluntariamente en el Ejército para escapar de casa. La guerra llevó al joven católico a la tierra prometida. Desde las ciudades santas de Palestina, que conocía por la Biblia, vivió la despiadada guerra que el Reich alemán en alianza con Turquía conducía contra el Imperio británico y sus aliados árabes.

      Höß recibió su bautismo de fuego en las arenas del desierto, cuando su unidad se encontró con tropas enemigas en las que combatían ingleses, árabes, indios y neozelandeses. En ese momento experimentó por primera vez la sensación de poder que proporciona el decidir con un arma en la mano sobre la vida o la muerte de un hombre. No se atrevió a mirar a la cara a su primer muerto. Se sentía cómodo en la rígida jerarquía de la tropa y disfrutaba de los vínculos que se formaban entre soldados en la lucha. “Es curioso, profesaba una enorme confianza y respeto a mi oficial de caballería, mi padre militar. La nuestra era una relación mucho más íntima de la que jamás tuve con mi verdadero padre”.

      Además del poder y la camaradería, más tarde Höß recordaría una experiencia que hizo tambalear sus principios religiosos. En el valle del Jordán, los soldados alemanes se cruzaron patrullando con una larga hilera de carros cargados de musgo. Los registraron concienzudamente para asegurarse de que no escondían nada para los ingleses. A través de un intérprete, Höß preguntó para qué servía el musgo y descubrió que lo llevaban a Jerusalén. Allí las plantas grisáceas cubiertas de puntos de color rojo vivo se vendían como “musgo del Gólgota” a los peregrinos cristianos, que las llevaban de vuelta a sus hogares pensando que estaban cubiertas de gotas de sangre de Jesucristo. A Höß este mercantilismo le produjo un enorme rechazo y supuso el principio de su alejamiento de la Iglesia católica.

      Para cuando trasladan a Marina Yurlova a Kazán, la lejana capital de Tartaristán, muy al este de Moscú, la dinastía Romanov ha caído y la Gran Guerra ha dado paso a un nuevo conflicto que lo invade todo: la guerra civil entre los revolucionarios rusos y sus rivales. En una estación de Moscú los heridos presencian un tiroteo entre el Ejército Rojo de los bolcheviques y los blancos, las tropas leales al zar. Los guardias rojos que defienden la estación ante un ataque de los partidarios del zar están tan famélicos y sus uniformes son tan andrajosos que no parecen de ninguna manera un ejército. Pero en su rabiosa determinación de vencer o morir, aquellos “fantasmas amarillos” se convierten para Marina en la encarnación de la revolución y no puede menos que sentir respeto por ellos.

      El tren que lleva a Marina a Kazán en noviembre de 1918 avanza con gran lentitud. Al final del trayecto le espera otro hospital más, otra sala con catres duros y sábanas raídas. En la cama vecina se encuentra un joven apuesto, de no más de veinte años. Tiene el rostro sonrosado y unos ojos grises brillan bajo sus rizos morenos. Marina tarda un momento en reparar en qué es lo que lo hace extraño: no se mueve. No tiene brazos ni piernas. Solo puede mover la cabeza y sus ojos siguen a Marina con una mezcla de dolor y orgullo por ese último vestigio de capacidad.

      La revolución tampoco se detiene en Kazán. Los bolcheviques están decididos a emplear todas sus fuerzas en la guerra contra los partidarios del zar. Marina se sorprende cuando descubre su nombre en una lista de pacientes que deben incorporarse al Ejército Rojo. ¿Tiene que volver a la guerra, pese a su cabeza que no para de agitarse, pese a sus nervios que la traicionan? En su decreto, el Ejército Rojo los convoca a todos en la Universidad de Kazán.

      La revolución impone entonces su lógica a Marina. Según los principios de los bolcheviques, la invalidez no exime a nadie de la lucha entre ideologías. O bien se es un ardiente defensor de la nueva Rusia o bien un enemigo al que hay que erradicar. Así lo ve también el flamante soldado del Ejército Rojo que los examina. La neutralidad es un “comportamiento inexcusable”, explica. Tampoco le convence el argumento de que los soldados no deberían meterse en política. “¿A favor de quién estáis? ¿En qué gobierno creéis?”, grita ante el grupo de heridos. Después se dirige directamente a Marina: “¿En qué crees tú?”. Antes de darle ocasión de responder, contesta él mismo la pregunta: “¡Una cosaca! […] ¡Los cosacos aterrorizaban a los campesinos y trabajadores en nombre del zar!”. Marina empieza un encendido discurso: “¡Hermanos!”, grita, estirando el brazo en un gesto dramático. Pero antes de poder empezar su alegato a favor de la lucha conjunta en nombre de la patria, la traicionan sus nervios, que todavía no se han recuperado. Marina pierde el conocimiento. Cuando despierta solo ve paredes grises a su alrededor.

      3 “Ob rechts, ob links / vorwärts oder rückwärts, / bergauf oder bergab – / man hat weiterzugehen, / ohne zu fragen, / was vor oder hinter einem liegt. / Es soll verborgen sein: / ihr durftet, musstet es vergessen, / um die Aufgabe zu erfüllen”.

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