El extenso camino hacia Bahía. Oscar Lizana Farías

El extenso camino hacia Bahía - Oscar Lizana Farías


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el segundo y el cuarto semestre. Mi padre estaba muy molesto y amenazó con cortarme la remesa de dólares que me enviaba cada mes para complementar la exigua beca estudiantil de que disfrutaba. Tuve que golpear muchas puertas para que me prolongaran la matrícula y el permiso de estadía de estudiante. Prometí a mi viejo que me pondría a estudiar de cabeza.

      Cumplí a medias. ¿La culpable de dos semestres perdidos? Unos ojitos azules que me hechizaron sin remedio. La dueña de ellos se llamaba Ingrid Baumann.

      En mayo del 78 me encontraba concluyendo mi proyecto de ingeniería, indispensable para titularme. Debía iniciar la búsqueda de una empresa que me apadrinara en la tesis de licenciatura y en la cual contemplar la aplicación práctica de mi proyecto. Revisaba un listado de compañías dedicadas al diseño metalmecánico cuando golpearon a mi puerta. Era Norberto. No alcancé a contestar cuando ya estaba dentro de mi cuarto.

      Norberto Scott era argentino. Cuando vivía en Chile me caía mal. En mi memoria estaba fresco el caso del asesinato del teniente chileno Hernán Merino por parte de gendarmes argentinos en la disputa limítrofe de la Laguna del Desierto. En 1965, con diez años, no entendía cuál era la controversia, pero notaba que mi hermano mayor, Pancho, estaba furioso. Recuerdo que todo el país lo estaba. La gente se reunía en las plazas clamando venganza. Mi papá dibujó en un papel algo parecido a un mapa de Argentina y Chile y me explicó que se trataba de un conflicto limítrofe. Sin embargo, en Alemania, Norberto y yo nos hicimos grandes amigos. Descubrí que los chilenos y argentinos teníamos mucho en común y que no valía la pena estar rumiando viejas rencillas. Habitábamos el mismo piso y hacía dos años que había llegado a Coburgo. Estudiábamos distintas especialidades. Él seguía Electrónica y yo Mecánica.

      ―Decime, che Orlando, qué sabés vos de lo que está pasando entre nuestros países ―dijo sin soltar de sus labios el eterno cigarrillo a medio consumir.

      ―¿Por qué? ¿Qué has escuchado tú? ―pregunté de vuelta.

      ―Mi vieja me escribió contándome que parece que va a haber guerra.

      ―Caramba, amigo. Eso sería muy malo. Es decir, para ti y para mí, considerando que dentro de poco terminaremos los estudios y tendremos que volver.

      ―Ah, no. Ni loco vuelvo a Argentina si hay guerra.

      ―Lo que es a mí, nada impedirá que una vez que termine vuelva a mi país. Recuerda que la visa que tenemos es solo para estudio. Dudo que nos den una de residencia y menos para quedarnos a vivir aquí.

      ―Hay una manera ―dijo y puso cara de “yo-lo-sé-todo”.

      ―¿Si? ¿Se puede saber cuál sería esa manera?

      ―Casarte con una alemana. ¿Qué opinás?, Che.

      ―Interesante ―dije fingiendo no saber nada al respecto. La verdad es que algo había averiguado.

      ―¿Cómo va tu asunto con Ingrid? ―preguntó adivinando mis pensamientos.

      ―En ella estaba pensando cuando dijiste lo de casarnos con alemanas.

      ―Es una buena chica. ¿Por qué no te casas con ella, boludo?

      ―Por el momento dejaré de pensar en ello. De todas formas, si me caso con ella, me la llevo para Chile. Pero, como te dije, la maldita tesis de título acapara toda mi atención. Tengo que buscar una empresa que acepte apadrinar mi proyecto. Tendrá que ser una que emplee sistemas hidráulicos, tal vez una fábrica de tractores, por ejemplo.

      ―Ahora que lo mencionás, estoy en lo mismo.

      ―Norberto, ¿crees en la premonición de los sueños? ―pregunté a quemarropa dando un giro diferente a nuestra conversación.

      ―¿La premo… qué?

      ―Premonición; es decir, puedes soñar algo que va a pasar en el futuro.

      Lo pensó un momento y exhaló una bocanada de humo.

      ―No, no creo. Bueno, che, vos tenés tus problemas y yo los míos. Ve si podés averiguar lo de Chile y Argentina. No sea cosa que se arme el quilombo. Sería lamentable.

      Se despidió.

      ―Nos vemos mañana ―alcancé a decir y desapareció por los pasillos.

      ***

      Siempre amé los viernes, para mí eran una antesala de libertad y felicidad. En esos días, a eso de las siete de la tarde, era usual que nos juntáramos un grupo pequeño de latinos, todos estudiantes becados. Norberto de Argentina, Caguas de Guatemala, Rodrigo de Ecuador y yo de Chile. El punto de reunión era el hall central del hogar estudiantil ubicado en el primer piso. Formábamos un círculo y gritaba a voz en cuello: ¡Feierabend!, que significa “fin de la jornada”. A mí me sonaba a “libertad”.

      Luego salíamos corriendo y chanceando en español. Sabíamos que eso molestaba a los alemanes. Nunca he comprendido por qué nos comportábamos así. Los becados turcos y griegos eran iguales, o peor. Por las calles de la ciudad andaban en manadas cantando y de pasada les agarraban el poto a las jóvenes alemanas. En Coburgo nadie los quería.

      Los latinos éramos distintos. Nos esforzábamos por hablar con corrección el idioma y nos era fácil adaptarnos a sus costumbres. Por ejemplo, ir a un bar a beber cerveza o comer todo acompañado con arroz y papas. Además, me puse bueno para el pan. Me confundían con italiano por tener la tez muy blanca y el cabello negro y algo ondulado. A Norberto le preguntaban, al escuchar su apellido, si era de Inglaterra. Pasábamos los fines de semana ebrios o en prostíbulos. Las puertas de las familias alemanas solo se abrían para algunos y yo era uno de esos afortunados.

      Un año atrás, cuando en una discoteca conocí a Ingrid y algunos días después aceptó pololear, me sentí como aquellos alpinistas que hacen cumbre en el Everest. Al segundo año de mi estadía me di cuenta de que los latinos ejercíamos un cierto atractivo sobre las germanas. Quizá por curiosidad de probar sensaciones nuevas. Existía una rivalidad entre los varones alemanes y los latinos. La raíz de la diferencia era lo abiertos que éramos para expresar nuestras emociones y, según pensaba, nuestro redimiendo sexual en la cama era superior. “Son unos zopencos”, comentaba muerto de la risa a mis amigos. “A estos tipos hay que enseñarles a fucking, hermanos”, decía haciendo gestos obscenos con las manos.

      Ingrid era cálida, considerada y gentil. Sin embargo, su pragmatismo afloró cuando le propuse matrimonio.

      Teníamos gustos similares en música y gozábamos de la buena mesa: comer gourmet. Nos encantaba tendernos en el sillón de su casa y escuchar a Jean Michel Jarre. Cuando sus padres nos dejaban solos, ella sacaba de entre su falda una hierba llamada hachís, que fumábamos liando nuestros propios cigarrillos. Verdad que los temas Oxygen o Equinoxe se escuchaban diferentes bajo los efectos del estupefaciente, pero hubo consecuencias: disminuyó mi apetito y el de Ingrid aumentó, por lo que yo era un palillo y ella una gorda. Mis amigos nos decían “el diez”.

      A veces pienso que hubiese sido mejor haber terminado con ella. Una alarma en mi interior sonó cuando me di cuenta de que esperaba con ansias el fin de semana más para fumar el hachís que para verla. Sentí temor de convertirme en un drogadicto.

      Hubo un tiempo en el que pensé que no sería mala idea casarme para obtener la residencia definitiva y, tal vez, la nacionalidad alemana, pero el deseo de volver a ver a mi padre era más intenso. En todo caso, el año 1970 se había modificado la ley y contraer matrimonio con una ciudadana alemana no daba el derecho automático a la ciudadanía. Tendría que haber estado casado dos años para recién poder solicitarla y, otro requisito, era haber residido más de tres años de forma legal en el país. Me pregunto qué me impulsó a pedirle que se casara conmigo.

      Quizá, la intención de casarme fue gatillada por lo que mi madre me contó en su última carta. Le había protestado por la falta de cartas de mi papá, quien, dicho sea de paso, solía escribirme cada mes y había dejado de hacerlo. Pregunté a mi mamá el porqué del silencio.


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