El extenso camino hacia Bahía. Oscar Lizana Farías

El extenso camino hacia Bahía - Oscar Lizana Farías


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enseñaron que somos dos Alemania. Ignoraba los detalles hasta ahora que me los explicaste. Cuesta creer tanta diferencia en un mismo país.

      ―Es que no es un país, sino dos tan distintos ―afirmé impacientándome.

      ―Pero tienen el mismo nombre.

      ―Casi. La Alemania de acá se llama República Federal Alemana y la de allá República Democrática Alemana. Una es capitalista y la otra es socialista. ¿Entiendes?

      ―Sí ―rio―, parece que yo soy la extranjera.

      ―¿Tus padres no comentan lo que sucede en su país? ―pregunté algo molesto.

      ―Sé que mi papá combatió en la guerra y que antes de eso vivíamos en Checoslovaquia, pero estos temas no se mencionan en mi casa. No se habla de ello.

      ¿Para qué iba a seguir con el giro que estaba tomando la conversación, mencionarle sobre los bombardeos que efectuaron los americanos e ingleses que redujeron tantas ciudades como Leipzig, Hamburgo y Berlín a un montón de ruinas o, menos aún, preguntarle si se enteró del Holocausto?

      ―Ven, terminemos el café y vayamos a un parque a pasear ―propuse para concluir la conversación.

      Pensé que una sesión de besos, caricias y sexo sería lo mejor para el fin de semana.

      El día que habíamos acordado para reunirnos con sus padres llovía. Era una lluvia de primavera, copiosa, que con el correr del día empezó a menguar. Me vestí con mi mejor ropa, la que compré en Berlín, y fui generoso con el after shave de lavanda. Incluso lavé el auto.

      Salió Ingrid a recibirme. Dándome un beso en la mejilla susurró que me estaban esperando. En el living de la casa, tipo clase media, estaban sentados el señor y la señora Baumann.

      Ella tomó la palabra y empezó a hablar muy rápido con un fuerte acento bávaro. Confieso, no entendí las primeras frases. Me costaba concentrarme. De a poco fui captando que se refería a la situación política de Chile. En lo que decía acentuaba las palabras “Pinochet”, “dictadura” y “guerra”.

      Momentos después empecé a entender con más claridad su alemán.

      ―Quiero que comprenda que esto no tiene nada que ver con nacionalidades. Es solo que no nos complace que nuestra hija se vaya a un país que, primero está muy lejos y, segundo, es tan diferente a Alemania.

      Enmudecí. No encontraba las palabras. Esperé que terminara de hablar y solo pude argumentar:

      ―Lejos está de mi propósito llevar a Ingrid a una parte donde sea infeliz. Por lo pronto estoy ocupado terminando mis estudios, pero puedo asegurarle que mis intenciones son honestas.

      ―¿Cuándo termina su beca, joven? ―preguntó el señor Baumann.

      “¡Vaya! El caballero estaba presente y, cosa curiosa, tenía voz”.

      Para dejarlos conformes y que comprendieran que no era ningún bárbaro que venía a raptar a su regalona, les hablé de mis estudios y la carrera. Sin embargo, en mi interior algo se derrumbaba. Me habían tocado la fibra patriótica. ¿Quién habrá inventado eso de que somos países del “tercer mundo”?

      Ofrecieron que me quedara a tomar el Abendbrot ―algo así como nuestra once―, pero no acepté. ¿Para qué si estaba todo dicho? En forma diplomática me habían dado a entender que no querían que me casara con su hijita. Al menos así lo comprendí yo.

      Esa noche, Norberto me encontró asomado en el balcón del final del pasillo del hogar estudiantil. Había parado de llover y densos nubarrones arremolinados despedían la tormenta que finalizaba con algunos relámpagos. En mis oídos resonaba la melodía de la película Love Story. Rozó mi hombro en el momento que ocultaba mi rostro en mis manos con desesperación.

      ―¿Qué pasó, che?

      ―Nada, nada. Si me disculpas voy a mi cuarto. Otro día te cuento.

      No sé si exageraba, pero me sentía discriminado por ser extranjero. Sin embargo, la excusa para acabar con el romance me cayó del cielo.

      Al despedirme de mi amigo, le grité:

      ―¡Apenas termine mis estudios me voy de este país! ―Cerré de un portazo.

      ***

      La recomendación del señor Baumann resultó de gran ayuda y en las semanas siguientes me concentré en trabajar en mi proyecto con la Firma Frisch Hermanos.

      El tiempo pasó raudo y llegó julio sin darme cuenta. Con Ingrid nos reunimos solo un par de veces. Tenía una buena excusa para no verla tan seguido. Ella empezó a hacer planes de dónde viviríamos y dijo que buscaría trabajo mientras yo, recién titulado, también lo haría. Dejé que elaborara los proyectos que se le antojaran.

      En vano, esperaba una carta de mi padre o de mi madre. “A falta de noticias, buenas noticias”, pensaba.

      A finales de agosto y antes de que la Hochschule entrara en receso por las vacaciones de verano, fue la graduación. Reunieron a los egresados en el anfiteatro. Hubo breves discursos del jefe de carrera, Herr Wenzel; del director del Instituto, Herr Víctor Lieb; y de representantes de la Sociedad que me becó, Carl Duisberg. Por fin estaba en posesión de mi título de Ingeniero.

      ¡Cómo deseé que mi papá hubiese estado presente!

      ***

      Septiembre es un mes en que todo el mundo está regresando de vacaciones. La sociedad alemana va dejando a un lado la vida de ocio, el sol, la rivera mediterránea y los paseos por el bosque. Todos vuelven con renovadas energías a sus labores habituales. Yo no tomaba una decisión que le diera rumbo a mi vida. Aunque sería solo una formalidad, pensé: “Mañana me juntaré con Ingrid y le pediré matrimonio. También fijaremos fecha. Mañana será el día. La boda, eso sí, será en unos meses más. Antes me voy a tomar unas largas vacaciones. Tengo una invitación de mi amigo Kadoch de Israel. Quiere que trabaje unos tres meses en un Kibutz, convidado, por supuesto”.

      Dos suaves golpes de nudillo en la puerta me sobresaltaron. Era Frau Wutz, la casera. Agitaba en su mano un sobre. En su ancho y añoso rostro resaltaba un par de ojillos verdes y curiosos.

      ―Carta de Chile, Herr Orlando. ―Parecía un heraldo medieval.

      Hice espacio en la cama para tenderme y leer con comodidad. El delgado sobre aéreo de color azul venía con remitente de mi madre. En el interior encontré solo una esquela con tres párrafos breves. Un extraño frío recorrió mi cuerpo a medida que iba leyendo. La misiva era portadora de muy malas noticias: mi padre había fallecido. Así de breve y escueto. El último párrafo era el más impactante:

      Hijo, no quiero arruinar tu estadía en Alemania, pero tengo una muy mala noticia: tu padre murió. Me cuentas si piensas quedarte por allá o vas a volver casado. Si decides regresar, cuando estés aquí, te cuento más detalles. Cariños y saludos de todos.

      Punto. Eso era todo.

      Mi primera reacción fue de incredulidad, tal vez se trataba de una broma, pero mi madre no lo haría con una cosa así.

      Continué por largo rato sentado en la cama mientras mi mente trataba de procesar la noticia. "Mi papá muerto. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Estaba enfermo?". No recordaba indicio alguno que me hubiera llevado siquiera a pensar en una tragedia tal. Pensé en hacer una llamada de larga distancia, pero el costo era muy alto.

      En ese momento fui consciente de que nadie me iba a aconsejar sobre qué decisión tomar. Tenía que ser yo y solo yo el que tomara las riendas de mi vida. Hasta entonces me había dejado llevar por los acontecimientos de cada día. Decidí llamar a Ingrid e informarle de mis planes.

      Nos juntamos en el café de siempre. Estaba nublado. El cielo se mostraba gris y un viento helado calaba los huesos. Pronto empezaría a llover una mezcla


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