El extenso camino hacia Bahía. Oscar Lizana Farías

El extenso camino hacia Bahía - Oscar Lizana Farías


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sobre mi padre. Me dio la impresión de que quería asustarme o retrasar mi retorno. Mi respuesta sería anunciarle que me iba a casar. ¡Una locura!

      Lo que mi mamá me contaba de Chile y la pesadilla que había tenido días atrás me tenían confundido. Me sentía abrumado con los problemas que se iban acumulando: la tesis final, la relación con Ingrid, la situación de mi país y no saber qué pasaba con mi papá.

      En los recuerdos de mi corta vida, aun los más remotos, la imagen de mi padre siempre ha estado presente. Mi mamá decía, no sé si en serio o en broma, que mis primeras palabras fueron “papá” y después “mamá”. Él me enseñó las letras con el Silabario Hispanoamericano, de modo que cuando ingresé a la escuela básica ya sabía leer. También a jugar ajedrez. De los miles de veces que nos enfrentamos le di jaque mate, solo una.

      Me emocionaba recordar las muchísimas tardes durante la temporada estival juntos frente al tablero. Al inicio del juego permitía que eligiera el color de las piezas, pero yo prefería tirarlo a la suerte. Escondía en una mano una blanca y en la otra una negra. Mi padre no miraba el tablero sino mi frente, entonces pensaba que leía mi mente. Aún lo creo.

      Un viernes invité a Ingrid a tomarnos un café para conversar. Conduje mi VW hasta la puerta de su casa, en la calle Baumschulenweg 51, e hice sonar la bocina con discreción. Dos visillos de hilo blanco se movieron. Imaginé que uno debió ser Ingrid desde el ventanal del living y el otro su mamá, Frau Nadía.

      A esa señora no le caía bien. Pienso que me agarró mala cuando nos presentaron. Fue una tontería mía, pero bastó para que no me tragara. Al darnos la mano escuché que Ingrid acentuó el nombre Nadía en la i por lo que lo confundí con María. Ella se apresuró en corregir mi pronunciación. “María no, Herr López, Nadía”, dijo mirándome de arriba abajo.

      Ingrid salió de su casa, atractiva como siempre, con un vestido de algodón azul con lunares blancos, diseño amplio que disimulaba su talle grueso. El color castaño de su cabellera, el cuello y los brazos al aire acentuaban su blanquísima piel. Exudaba olor a hembra joven.

      ―Tu mamá nos estaba mirando por el visillo de la ventana ―dije arrancando el motor. Hizo un gesto de “qué me importa” y me sonrió. Se sonrojó al notar que miraba sus piernas―. Lindo vestido ―comenté y conduje hacia el centro de Coburgo.

      Tomé la avenida Judengasse hasta la plaza de mercado Markplatz y estacioné frente al café Goldenes Kreuz, a un costado de la Stadthaus. Nos acomodamos en una mesita al aire libre bajo unos toldos de tela blanca, desde la cual se apreciaba una panorámica de la plaza y la gente que iba y venía. La tarde era magnífica. La ciudad olía a limpio y orden.

      ―¿Cómo va la tesis? ―preguntó Ingrid.

      ―Lento, pero avanza. Me urge encontrar una empresa que apadrine mi proyecto.

      ―¿Cómo estás con el plazo para presentarla?

      ―Este mes de mayo debo empezar el desarrollo. Es decir, si logro que una empresa me apadrine.

      ―Estuve hablando con mi papá de tu búsqueda. Me dijo que tenía un amigo en la Firma Frisch y Hermanos. Fabrican maquinaria para la agricultura. Si te interesa podría conseguir una recomendación para ti.

      ―Me parece fantástico, Ingrid. Por supuesto que me interesa. Ah, eres mi salvación. ―Acaricié sus manos.

      ―Pasando a otro tema, mi mamá me preguntó por ti. Quería saber cuándo vuelves a Chile.

      ―¿Por qué quiere saber eso? Puedo quedarme un año más trabajando si presento una solicitud de posgrado. Me han ofrecido un puesto en la Firma MAN. Como ves, no tengo prisa por volver.

      ―Quisiera que nunca te fueras. ―Volvió a sonrojarse.

      ―Y si te pidiera que te casaras conmigo, ¿aceptarías? ―Su rostro reflejó tal sorpresa que pensé que estaba fingiendo. Las mujeres siempre van un paso más adelante que nosotros―. Te quedaste callada. ―Quise apremiarla―. ¿No me quieres responder?

      ―Es que tendríamos que hablarlo con mis padres.

      ―Te lo estoy preguntando a ti.

      ―Soy menor de edad y querría saber su opinión.

      ―¿Crees que les preocuparía que si nos casáramos tendrías que irte conmigo a Chile?

      ―No sé. Tendría que pensarlo.

      Su respuesta me molestó. No la esperaba. Estaba convencido de que Ingrid estaría dispuesta a seguirme, aunque fuera al fin del mundo, pero resultaba que quería pensarlo. Tenía ganas de patearla y buscarme otra, total… minas no me iban a faltar.

      ***

      El sábado siguiente estuve encerrado todo el día en mi cuarto, echado en la cama. Me levantaba solo a tomar las comidas que me preparaba en la cocina-comedor del piso. Los sábados y domingos no funcionaba la Mensa. Pensaba y pensaba sobre mi futuro y qué sería mejor para mí cuando terminara mis estudios. Alrededor de las seis de la tarde vino a visitarme Norberto. Entró, se arrellenó a los pies de mi cama y con la vista buscó un cenicero.

      ―Recibí una carta de Raúl Pérez ―dijo sin saludar.

      ―¿Y? ¿Qué cuenta nuestro amigo?

      ―Que le va bien en sus estudios en Leipzig y que deberá viajar a Berlín del Este a un congreso sobre política exterior socialista.

      ―¡Que interesante! ―exclamé en tono burlesco.

      ―A mí tampoco me interesa, pero esperá que te cuente. Después del congreso tendrá cuatro días libres y quiere que nos juntemos. Dos en Berlín del Este de la Alemania socialista y dos en Berlín del Oeste, acá en la Alemania Federal. Invitado por nosotros, claro está. ¿Qué te parece?

      ―Suena bien, pero ¿cómo cruzamos al otro lado?

      ―No habrá problema. Basta con nuestros pasaportes. Solo no podremos pasar dólares o marcos de la Federal. Deberemos cambiar nuestro dinero, uno a uno, por marcos de la RDA.

      ―¿Qué? Cambiar un marco occidental por uno oriental me parece una estafa. El cambio es uno a tres.

      ―Si querés conocer el Berlín del otro lado, tiene que ser así. ¡Qué macana, che!

      ―Tal como dices, no queda otra. Respóndele que acepto y que nos juntamos en la avenida Kurfurstendamm, donde queda la iglesia Memorial Kaiser Wilhelm. Tengo curiosidad de conocer la implantación del socialismo al estilo soviético.

      ―Entonces, le escribiré que aceptamos la invitación.

      ―Y que ponga fecha ―dije.

      Norberto salió de mi pieza tal como entró.

      “A él no le enseñaron a decir ‘permiso’ ni ‘chao, nos vemos’”, pensé. Me gustaba la idea de cambiar aire. El problema con mi tesis estaba solucionado y lo de Ingrid marchaba de maravilla, pero quedaba lo de mi papá. “¿Qué estará pasando con mi viejo? ¿Por qué no me escribe? ¿Querrá significar algo mi sueño?”.

      Con Raúl Pérez perdimos contacto hacía un año por lo menos. Nos había visitado aquí, en Coburgo, e integrado con facilidad al grupo de amigos. Nos conocimos en Santiago cuando estudiábamos en la misma Escuela Industrial. Lo apodábamos “Rulo”. Su cabello era colorín. Prefería llamarle “Zanahoria”. En ese entonces, ser comunista era de buen tono. Yo dudaba, no estaba muy convencido del paraíso soviético.

      El antiguo camarada escribió de vuelta y propuso juntarnos a mediados de mayo en Berlín. Nos preparamos para viajar.

      La primera etapa del viaje la hicimos en mi auto. Manejé hasta Frankfurt y lo dejé estacionado en el mismo aeropuerto. Volamos por la ruta que entonces se llamaba “puente aéreo” dado que Berlín del Oeste quedaba dentro del gran Berlín que pertenecía a la RDA, un trozo de capitalismo


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