El extenso camino hacia Bahía. Oscar Lizana Farías

El extenso camino hacia Bahía - Oscar Lizana Farías


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Además, ambos contaban con armas atómicas, lo que ponía en peligro al planeta entero. A mí no me asustaba la situación mundial porque cuando se tienen veintitrés años se piensa que la vida de uno no tiene horizonte.

      Aún quedaban rastros de nieve en el aeropuerto de Berlín cuando aterrizamos. Restos del largo y frío invierno del 1978. Sin embargo, el día estaba soleado. Contrario a lo que habíamos planeado con Norberto, Raúl fue a buscarnos al aeropuerto. El Congreso del Partido Socialista Unificado al cual estaba asistiendo había concluido.

      Éramos tres amigos dispuestos a turistear. Mi mamá me había escrito y dentro de todas las tonteras que leí, una frase quedó grabada en mi cabeza: “La guerra entre Argentina y Chile es inminente”. Opté por no traer a colación el tema. Quería pasarlo bien.

      Nuestro primer destino fue el Muro de Berlín. Subimos a un estrecho mirador desde el cual se dominaba una vista del “otro lado”. Contemplar aquella barrera de ignominia que dividía un país fue un atentado contra mis deseos de pasarlo bien. A continuación, nos dirigimos a la Puerta de Brandemburgo frente a la cual se leía un gran cartel que advertía que no se podía pasar al otro lado: “¡Achtung! Sie verlassen jetzt West Berlin”. A través de sus columnas se observaba el otro Berlín. Gris, sin gente ni niños, y con construcciones de antes de la Guerra. Había algo en ese lado que me había resultado agobiante. Quizá fueron las ruinas, la escasa iluminación de las calles o las avenidas vacías.

      Nos estábamos deprimiendo por lo que propuse ir a almorzar. Nada mejor que una buena comida y un par de cervezas para bajar el nudo que se me había puesto en la garganta.

      Bien avanzada la tarde decidimos pasear un rato por una de las avenidas principales: Kurfurstendamm. Raúl estaba alucinado con la variedad de artículos de las lujosas tiendas. Allí estaban las principales marcas comerciales del mundo capitalista. Preferí solazarme con la vista de tantas jóvenes bonitas y sus primorosas minifaldas.

      Nos retiramos a eso de las doce de la noche al hotel. Muy temprano en la mañana partimos al paso fronterizo que dividía Berlín. Con nuestros pasaportes latinos no hubo problemas para pasar al otro lado, tal como lo habíamos comentado con Norberto.

      Nos tomó todo el día recorrer la ciudad. Primero visitamos la imponente Torre de la Televisión, luego el monumento al soldado ruso y otros lugares que no recuerdo el nombre. Lo que más me impresionó fue la gran cantidad de edificios en ruinas producto de los bombardeos de 1945. Pude imaginar el odio y los deseos de venganza y de terminar pronto con la guerra de los rusos. La destrucción de Berlín fue total, pero solo en el socialista quedaban huellas de la tragedia.

      Al caer la noche, cruzamos de regreso la frontera y nos dirigimos al hotel. Raúl se despidió. Tuve la impresión de que quedó algo triste. Los temas de conversación con Raúl me daban vueltas en la cabeza. “Debes volver a Chile pronto, Orlando. Renueva tu fe en el marxismo. Será el futuro de nuestros pueblos. ¡Luchemos por el retorno a la democracia y luego al socialismo!”, fueron sus palabras al despedirnos.

      Durante el vuelo de vuelta a Frankfurt le comenté a Norberto la impresión que me había causado Raúl. Estaba silencioso, tal vez pensando en las últimas vivencias.

      ―Tenemos un amigo muy convencido de las bondades del comunismo ―dije sabiendo que Norberto disfrutaba de encontrar fallas en una discusión.

      ―¡Qué va, loco! Bastó ver la diferencia de los dos sectores de Berlín. Uno bien iluminado de noche, con edificios modernos, ningún resto de los bombardeos y tiendas abarrotadas de artículos novedosos. Se vio un buen estándar de vida. Mejor no hablar del otro Berlín.

      ―Estás viendo solo lo exterior. ¿Quién puede saber en cuál de los dos sectores la gente es más feliz? Vi más rostros sonrientes al otro lado.

      ―Está bien, che. También dijo que, a pesar de las sanciones económicas impuesta por la Unión Soviética, en lo económico era el sector más desarrollado del bloque y superior a muchos países desarrollados, pero yo vi a la gente muy mal vestida.

      ―Recuerda que admitió que la falta, por ejemplo, de autos en las calles, se debía a la escasez de divisas y que, en parte, su economía era el reflejo de una situación de emergencia. Los coches están subvencionados por el estado, pero los interesados tienen que inscribirse en una lista. Dijo que, si bien el tiempo inicial de espera era de un año, en ocasiones había que esperar hasta quince años para lograr el modelo deseado.

      ―Y apareció el mercado negro, che.

      ―Y eso, ¿qué?

      ―Te vuelvo a repetir, che boludo, que esa riqueza no chorrea a las personas comunes. Solo los jerarcas políticos se benefician.

      ―Está bien, pero me quedó rondando lo que dijo del socialismo.

      ―Esas son macanas, che. Agradecéle a Pinochet que los libró de esa peste. Ahora voy a dormir un rato. Me despertás cuando lleguemos a Múnich.

      Al volver a mi cuarto del hogar estudiantil me envolvió un silencio absoluto. Me preguntaba si debería seguir creyendo en el socialismo soviético. Comprendí que estaba enfrentándome a insoslayables realidades. Volví a la rutina y a tratar de lidiar con mis problemas. Tomé papel y lápiz y empecé a escribir una carta a mi mamá. Le planteé dos temas, los más apremiantes, los que me producían retorcijones de estómago. El primero era: ¿qué pasa con papá? ¿Por qué no me escribe? ¿Está enfermo y no me lo han dicho? El segundo era una bomba: informarles que pensaba pedirle casamiento a Ingrid y que permanecería un buen tiempo en Alemania. Me hubiera gustado ver la cara de mi mamá al leer esto. ¿Y la cara del envidioso Pancho? Mi hermana creo que me apoyaría. Veríamos.

      Una tarde de finales de mayo, cité a Ingrid al café de siempre. Llegó puntual. La vi venir con esa figura juvenil y fresca de una fruta recién sacada del árbol. Cuando la conocí no me molestaba en lo más mínimo que fuera gordita. Al contrario, me agradaban sus formas redondeadas y prietas. Ese día, estando al frente mío, la empecé a encontrar demasiado voluminosa, pero lo que me encantaba era el color de sus ojos. Ese azul tan profundo no era común. Recuerdo haberlo admirado solo en las jóvenes del norte de Suiza. En mi opinión, allí estaban las mujeres más bellas de Europa. Ingrid no era una belleza, tampoco fea. Diría que tenía un rostro promedio en Alemania. Tampoco era muy inteligente.

      ―Hola, ¿cómo estás? ―me saludó dejándose caer en la silla junto a nuestra mesa. Me paré y le respondí el saludo con un beso―. Te traje la dirección y el nombre del gerente de la Firma de la que hablamos ―dijo hurgando y buscando el papel en su cartera mientras yo ordenaba dos cafés con leche.

      ―¡Bravo! Gracias, Ingrid. Esto soluciona en gran parte mis problemas.

      ―¿Mis problemas? ¿Qué problemas tienes aparte de graduarte?

      ―¿Se te olvidó que te hice una pregunta?

      ―Ah, sí, se me había olvidado.

      ―Ingrid ―dije moviendo la cabeza―, eres mala para mentir. Te repito la pregunta: ¿Irías a Chile conmigo? Se responde con un “sí” o con un “no”. Es simple.

      ―No es tan simple. Algo estuve insinuándole a mi mamá y no puso muy buena cara, o no supe decirlo. Soy tan tonta.

      ―No se trata de ser tonta o inteligente, sino de tomar decisiones. Tienes dieciocho años y aquí en Alemania es usual que los jóvenes salgan de sus hogares y tengan una vida propia.

      ―Orlando, te quiero mucho, pero soy muy apegada a mis padres. ¿Por qué no hablas tú con mi mamá?

      ―¿Por qué con tu mamá? ¿No debería ser con tu papá?

      ―Mi papá nunca dice nada. Es mi mamá la que manda en la casa.

      ―Ahora entiendo. ―Miré hacia arriba moviendo la cabeza en un gesto de incredulidad―. Está bien, hablaré con tu mamá.

      Ingrid bajó la cabeza y un mechón de su cabello claro cayó ocultándole un ojo. Alcancé a percatarme de que estaba


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