Las ganas. Santiago Lorenzo

Las ganas - Santiago Lorenzo


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por los verdes del desastrado jardincico. Pero el sol, incidiendo sobre un éter del que el habitante desconfiaba, no hacía el efecto vivífico que hacer suele. Daba la impresión de que su calor deshacía las junciones moleculares del detritus secular y que el olor a viejo se hacía más patente.

      Antes de que Teresa llegara, Benito desembaló su colección de llaveros. Eran ciento ochenta piezas enganchadas con alcayatas a un tablero de corcho, que apoyó en un tabique como gesto de la toma de posesión. También abrió una de las seis cajas de su mudanza (Mistol Lavavajillas 12 uds.) para extraer de ella una foto enmarcada de su hermana. A ella le haría gracia el falso peloteo de coña de que Benito tuviera el retrato de su queridísima Teresa colgado en la pared, presidiendo la casa. Luego, los bultos de su impedimenta fueron a una de las habitaciones selladas. No se decidía a desempaquetar en un recinto que no acababa de ver como definitivo.

      Teresa compró un pollo asado, patatas fritas, cervezas y panteras rosas de postre en el Sprint 24Horas de la gasolinera de General López Pozas. Llamó al timbre.

      —Soy Caperucita. Traigo la comida para la abuelita. Espera, calla, que no. Que se ha muerto.

      A Teresa se le hacía cómico haber heredado de sopetón de una señora con la que los hermanos apenas se habían cruzado. Tomárselo a choteo era otra manifestación del excelente humor que siempre exhibía. Benito le recriminaba la negritud de sus ocurrencias y Teresa hacía como que se reportaba, con una seriedad ceremoniosa que sólo le valía para romper a reír otra vez.

      Era su hermana, y compartían fisonomía desventajosa. Pero sus disimilitudes saltaban a la vista. Si él tendía a alicaído, ella parecía siempre a punto de carcajada. Si él a veces iba mal arreglado, ella iba siempre luciendo aparejo. Si él tenía los negocios enquistados, ella resultaba cada vez más necesaria en la empresa de eventos en la que trabajaba como jefa de personal.

      Ambos recorrieron la casa haciendo planes para arreglarla, conjurando el asquito, escépticos por el hecho de que por una vez recibieran un bien concreto y valioso de sus progenitores, aunque fueran remotos. Ventilaron mucho, sin resultados constatables. Se comieron las viandas mirando al sol, procurando tragar sin meter en el cuerpo el aire sucio de la casa. Desbrozaron unos hierbajos con los cuchillos de plástico, se admiraron del silencio seductor que reinaba en el barrio. Decoraron la foto de Teresa con una rama derrengada que encontraron en el jardín, haciendo esperpento de un ceremonial exaltador escasamente solemne. Nada valió para que Benito levantara cabeza. Aparentemente, por no poder habitar la posesión sin dentera hasta que los recursos le afluyeran. En realidad, por congojas mucho más punzantes. Pero él se escondía tras el amargue de la atrofia de su empresa, que rozaba el desastre, y en cuya descoagulación cifraba simbólicamente el adecentamiento de la casa nueva.

      —A ver si los de Bristol...

      Y volvía a Bristol, a sus esperanzas insulares, a sus anhelos de desatasco. A las cuatro y media de la tarde, Benito sacó una botella de chinchón de algún sitio. Se sirvió un buen chorro en la única copa limpia que había en la casa. A Teresa le hizo gracia la aparición de un mejunje tan rotundo.

      —¿Y eso?

      —Me gusta una copita cuando hay invitados.

      Luego Teresa se fue a ver los llaveros. Algunos de los más añejos se los había regalado ella de niña, y eran recuerdos de su infancia común.

      —¿Cuántos tienes ya?

      —Muchos. Coge uno para tu novio, que decía que él también los coleccionaba. ¿Qué tal está?

      —Bien.

      —José Luis es buen tío.

      —Mentira. Es de dar vergüenza ajena.

      —Bueno. Un poco falto sí que es.

      Teresa llevaba medio año con este tal José Luis. Era uno de Dos Hermanas que tenía tres concesionarios de 4 x 4.

      —Es más chorra que mandar SMS a programas del corazón —continuó ella riendo—. Debe de estar con otra pava. Pero a mí, mientras la tía me deje algo para apretárselo, adelante. Yo creo que la copulacha nos va tan bien por lo mal que nos llevamos.

      Benito prefirió que su hermana no entrara en detalles. Pero ella encontró divertidos los reparos del hijo de su padre y aún siguió un poco más.

      —¿Tú sabes qué gustito da la fornicianga con un troncho que te parece un idiota? Cogérsela así, estrujar...

      —Y dale.

      Teresa dejó el tema. Miró a su alrededor y volvió a dar ánimos a su hermano.

      —Arreglándola, este es el mínimo de casa en la que tiene que vivir un tío de tu coco. De aquí a seis meses, la más bonita del barrio. A ti todo te va a ir bien, ya verás como sí.

      Benito llevaba mal estos baldes de optimismo que Teresa se empeñaba en arrojar.

      —Ya estamos. Vamos a dejarlo clarito. Estoy a punto de irme a la mierda. Y aventurar otra cosa es hacer el bobo. Punto. Mientras el mocordo no se venda no tengo nada. Pero nada. Y no me quejo, pero...

      Teresa tomó de repente la copa de Benito y le pegó un trago largo. Fue su forma de cortar en seco. Miró a su hermano y se lanzó a soltar lo que llevaba un rato queriéndole decir.

      —Es que sí te quejas. No pegando gritos, sino con la cara que llevas. A ti te pasa algo. Empecé a notártelo en Navidad.

      —Qué dices...

      —Llevamos aquí dos horas hablando de memadas. Te ha caído del cielo esta casa tan bonita y estás más triste que un Viernes Santo, con un careto que parece que se te ha hecho de noche.

      Benito, que estaba corroído por dentro, fingía reírse.

      —¿Pero qué estás diciendo, sister...? Je, je.

      —Y lo de la «copita cuando hay invitados» es un trolón que te lo vas a creer tú si quieres. Porque o tienes invitados todos los días o te estás bebiendo hasta el Glassex Bioalcohol.

      —¿Por una copa que me tomo?

      —Antes he ido a mear. Y he visto que tienes tres cajas de chinchón debajo del lavabo. Una botella de chinchón en el mueble bar es que eres un esnob. Pero tres cajas de chinchón debajo del lavabo es que te está pasando algo gordo por mucho que te lo quieras callar.

      Benito, tan hermético, se sabía a merced de Teresa, tan sabia. Le conocía bien.

      —¿Por qué eres tan cortao para todo, desde siempre? ¿Qué te pasa? Tú ya lo has pasado suficientemente mal.

      —Que está todo bien, que no me pasa nada...

      Teresa sabía que de eso nada. Conocía ese deje fónico-facial, el de cuando su hermano se hallaba bajo el imperio de sus confusiones. Benito, en el fondo, lo que estaba necesitando era contarlo.

      —Es que... ¡Es tal chorrada!

      —Mejor, más risa. Que qué te pasa, te digo.

      Estaba incómodo como nunca. Pero se acabó abriendo.

      —Hace tres años que no follo con nadie. Que nadie me hace caso.

      Teresa, claro, ya lo intuía. Quiso quitar hierro al asunto echándose una risa falsa, fingiendo ese carcajeo de labios haciendo la pe que sobreviene cuando se quiere aguantarlo.

      Pero lo que le pasaba a Benito no tenía ninguna gracia. La voz le temblequeaba.

      —Que me muero de ganas y que no hay forma. Que el mocordo, menudo invento. Que la casa, qué suerte... Pero que soy feo, so feo, y no me quiere nadie.

      —La copulera no tiene que ver con ser feo. Eso son espectros que tienes metidos en la chirinola.

      —Eso es verdad. Y eso es lo malo, que son espectros. Si fuera por feo, me enguapo y ya está. Pero son espectros, y a ver qué hago yo con ellos.

      A Teresa


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