Las ganas. Santiago Lorenzo

Las ganas - Santiago Lorenzo


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y Teresa sabía que actualizaba con ello un historial de afectos mucho más que escuálido. El de un sujeto que ponía al día toda la falta de atenciones que padeció desde siempre.

      En el parchís de la familia, el padre y la madre habían pasado mucho de Benito. Un «bien, venga» en 1976 y un «venga, así sí» en 1987 habían sido todas las palabras de reconocimiento, aprobación o ánimo otorgadas. Dadivosidad similar se dispensó también a Teresa, cambiando fechas. Pero ella había remediado luego sus privaciones afectivas a base de desparpajo, soltura y empuje. No tuvo mejor suerte que su hermano en el reparto de caras, porque tampoco tiraba a agraciada. Pero sí salió bien parada en la asignación de recursos para hacerse hueco en el trato con los demás.

      Benito, en cambio, no atinaba a reconvertirse. O porque era soso, o porque la impaciencia desbarataba sus planes, o porque le daba vergüenza hablar, o porque pensaba que no iba a interesar lo que iba a decir, o porque le había tocado esa expresión que lucía, esos vestires, esa planta, esa facha feúcha a la que no conseguía sobreponerse. Había dado con algún apaño fugaz. Y luego, con una novia mandria a la que mejor habría sido no conocer. Triste recorrido que eclosionaba en esta tarde de sol fuera de sitio, en una casa de oxígeno revenido repleta de muebles escondidos de uno mismo.

      —Pero no me cuadra —saltó Teresa—. Hace dos años todavía estabas saliendo con la E. T. esa.

      —Que nunca tenía ganas. Lo he hecho cero veces en tres años. Y dos en cuatro, y seis en cinco. Esa era E. T.

      —Vaya torrente, la chica.

      —Todo cristo tiene a alguien menos yo. Me dais envidia todos los que no sois yo, todos con novios y novias. ¿Por qué yo no?

      Se iba sonando los mocos, a base de tensión contenida, como un chavalín que hubiera perdido la medalla de la comunión.

      —Y me siento fatal, como si las mujeres me huyeran, y la jodo siempre... Me duele la cabeza todo el tiempo. Y las mujeres me dan cada vez más miedo. Que ya no es miedo. Que es pánico. Me sacan de quicio los programas de educación sexual de la tele, todos con ese rollo de que el sexo es lo más natural del mundo. Pues vaya con la naturalidad. Para mí no hay nada más raro y menos natural que eso.

      Teresa no sabía qué decir. Improvisó sin visos de éxito.

      —¿Te presento yo a alguien?

      —¿A quién? Siempre estás contando que toda la gente que conoces está cogida. Tú misma tienes al José Luis, que te la mete en su sitio cuando hace falta.

      Tras las revelaciones, ahora era Teresa la que sentía pudor por sacar a relucir su vida sexual ante su hermano. Fingió más risitas, intentando destensar la sobremesa sin conseguirlo.

      —¡Jaja, pero qué guarro, que soy tu hermana!

      Ya en materia, Benito continuó hasta el final.

      —Lo malo no es que todos tengáis a alguien menos yo. Lo puto peor es que no se me va de la cabeza que me voy a quedar así para el resto de mi vida. Porque esto va a mayores. Eso sí que me da terror.

      Teresa dijo algo, por decir.

      —Venga, no lo mires por el lado feo...

      No tenía que haber utilizado la palabra feo. Sabía que el infierno en el que debía de estar metido su hermano no tenía nada que ver con guapuras ni con feúras. Que no se liga con la belleza, que de otra forma no seríamos en la Tierra ni la décima parte de los que somos. Pero feo, mejor no haberlo mentado.

      La gravedad de la confesión, para Teresa, y la sospecha de estar resultando ridículo, para Benito, trajeron un rato de silencio.

      —No te tenía que haber contado esto —dijo él al fin—. Qué bochornazo. No se lo cuentes a nadie. Se entera alguien de que me pasa esto y me muero de vergüenza. Es lo único que me consuela. Que por lo menos no se me nota.

       3

      —¿Que qué le pasa a Benito? Que no folla desde hace años. Y encima quiere disimularlo —dijo Ignacio.

      —Pues se le nota a la legua —concluyó la Presen.

      Si Teresa, a quien veía de uvas a brevas, se lo había barruntado, cómo no iba a habérselo notado la gente con la que trataba a diario.

      Las personas de tal frecuencia de relación eran Ignacio Vírseda, la Presen y Pedro Crespo. Es decir, los tres empleados de Terre, S. L., la diminuta empresa de investigaciones químicas que Benito había constituido en 1995.

      Ignacio era un compañero de la facultad. Fuera toda implicación de colegueo. Benito e Ignacio hicieron la carrera en la misma promoción de la Complutense sin que ninguno llegara a reparar nunca en el otro. A los tres años de licenciarse, Benito creó su empresa. Publicó un anuncio por palabras pidiendo currículum vítae y le llegó el de Ignacio. Durante su entrevista de trabajo ataron cabos y se asustaron en secreto de que hubieran compartido aulas y profesorado durante cinco añazos sin que sus miradas se cruzasen. Benito contrató a Ignacio porque apenas recibió ningún currículum más. Tenían una relación correcta. Pero nunca habían conseguido romper la barrera afectiva que les tendió su mutua invisibilidad en el campus.

      La Presen era la madre de Ignacio. Oficiaba de recepcionista por no estar en casa. Hacía recados, compraba la papelería, los consumibles y las infusiones, traía merienda. Su buen humor, su parentesco directo con la tercera parte de sus compañeros y su nula cualificación profesional daban a Terre un entrañable aire de tienda de pueblo. Que a veces no quedaba muy allá cuando ante una llamada importante la Presen contestaba el teléfono con un «¡A ver!».

      Pedro Crespo había recalado en Terre hacía seis meses. Era un químico venerable de sesenta y cuatro años que trabajaba en la empresa medio gratis, por la ilusión de ayudar a un menda que había aislado una sustancia, el mocordo, con aplicaciones de claro interés. Quería mucho a Benito. Le veía meterse en el laboratorio con la temeraria determinación, con el inquietante empuje y con la emocionante tenacidad de los iluminados. Le convencían sus callados logros científicos, y le ofrecía el respeto que se dedica al sujeto al que se ve sudar la gota gorda. Desplegaba con él un compañerismo paterno que a Benito, tan renuente a abrirse, le llevaba a recelar absurdamente. Y una camaradería intergeneracional que a Benito, tan precisado de abrirse, le llevaba a sentirse respaldado. Benito rechazaba y anhelaba este roce a partes iguales. Por miedo a la reedición de los palos, en el primer caso; y por su casi congénita penuria filial, en el segundo. Paradoja en la que el hombre andaba metido hasta las trancas desde siempre.

      Crespo aún no había llegado. Ignacio y la Presen continuaron con su glosa.

      —Eso tiene que ser horroroso —dijo Ignacio—. Que no te quiera ninguna, que se pasen los días y tú a verlas venir.

      —Sacar la basura a diario hay que hacerlo. Pero que el camión del ayuntamiento no pase, eso sí que tiene que ser de apaga y vámonos.

      —Desde luego la cara que trae siempre es como para llevárselo a enterrar.

      —Por eso está bebiendo cada vez más. Huele a botiquín.

      —Pues vaya solución. Porque no hay mayor afrodisíaco que el alcohol, digan lo que digan. Te lo dice un químico.

      Las dependencias de Terre estaban en Valdemoro, municipio situado a veintiséis kilómetros al sur de la Puerta del Sol de Madrid. Los exiguos dominios de la empresa abarcaban dos espacios adyacentes, uno interior y otro exterior. El primero era un bajo de setenta y cinco metros cuadrados, con zona de recepción (un mostrador para la Presen), área de administración (un despacho de dos por dos para Benito, con el único ordenador de la empresa), cuarto de baño (mixto), cocina (una cafetera eléctrica sobre una nevera combi) y laboratorio (lo sobrante). El segundo era su patio trasero de cuatro por veinte en el que caían las pinzas de los vecinos. Era esta la zona de experimentos al aire libre, donde una colección de palos y maderos conservados en urnas eran sometidos a agresiones controladas para verificar


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