Las ganas. Santiago Lorenzo
Benito los alcanzó y oyó cómo él hablaba:
—Las había visto de todos los colores. Pero malva, nunca.
Y señalaba a las zapatillas de la mujer. Que eran malva, en efecto, y que le quedaban tan festivas, tan golosas, tan de paso al frente.
En el breve momento de unos metros, el chico había tenido tiempo de fijarse en ella; y de pergeñar un atisbo de conversación plausible. Había tenido la entereza de abrir la boca y sacar aire modulado en la dirección correcta. Había tenido la confianza suficiente y necesaria como para transmitírsela a ella. Había tenido la suerte incomprensiblemente inmensa de atinar. Había tenido de todo, en el lapso exiguo de unos segundos. Benito continuó caminando. A veinte pasos, se giró simulando buscar una Boutique de la Prensa, como hacía a veces para prolongar una mirada clandestina. Les vio juntos, entrando en un puesto de regalices. Iban tan contentos, dejando para más tarde lo que fueran a hacer a Atocha. A Benito la admiración le rebosaba por las costuras de la camisa hasta convertirse en resentimiento. Supuestamente, contra la nueva pareja recién formada. En el fondo, contra sí mismo.
Segundo tren. Más charla ajena.
—Una manada de ciervos. Llega la época del celo. Los machos se lían a cabezazos para ver quién monta a la hembra. Sólo gana uno. ¿Y los demás? ¿Qué hacen, con todos los huevos llenos? ¿Se la cascan con las pezuñas? ¿Frotándose el pito con un árbol?
—Se ponen a tiro de los cazadores.
En San Cristóbal de los Ángeles se subió una joven de veinte años que se fue directa a un chico de la misma edad. Se besaron, lo que denotaba que habían quedado en el vagón. Benito cazó al vuelo la conversación de los amantes.
—¡Hola, amor! —saludó él—. ¿Qué tal la mudanza?
—Acabamos de acabar, de ahí vengo. Sesenta cajas nos hemos bajado. No te me acerques mucho, que íbamos con el tiempo justo y no me he podido ni duchar.
Él la abrazó y la besó.
—Mejor. Más olor a Sonia.
Sonia debía de ser ella. Los dos se reían creyendo que nadie registraba sus pláticas.
El tren llegó a Valdemoro. Quince minutos más de baldosa. Casi llegando a Terre, Benito paraba siempre en la vecina panadería Sánchez, a comprar la media barra que se comía a las doce. La altiva panadera Yureni hablaba con todo el mundo, pero a él lo despachaba y listo. Muy joven, deseable, fecundativa, de las que Benito se barruntaba que ha colocado la Naturaleza adrede (una por cada diez mil habitantes) para amarrar la pervivencia de la especie (su versión masculina es olorosamente eyectiva). En la panadería, cada mañana, Yureni celebraba con cenutria implicación la mugrienta telerrealidad de gallinero de anoche, y las novedades emitidas para desgraciados y peleles volaban por el local como el aroma a mantequilla. Por su vertiente trascendente, Yureni había pegado un folio en la pared trasera con la asnada esa de LA VIDA ES COMO UN ESPEJO: TE SONRÍE SI LA MIRAS SONRIENDO.
Cuando Benito entró, Yureni hablaba con Soraya, una amiga de su mismo año y entramado que siempre andaba metida en la tienda. La panadera mostraba su extrañeza por el octubre tan anómalo que estaban teniendo.
—El calor que hace no es normal.
Para ilustrar el comentario, Yureni se pasó la mano por la frente sudorosa. Le enseñó la palma mojada a su amiga.
—Mira.
A Benito, siempre tan serio, apenas le saludaba. Él pidió su media barra de todos los días. Yureni tomó el pan con su mano húmeda y la metió en una bolsa. Benito lo vio todo. Pagó. Ella volvió a la conversación.
—Me acuerdo yo que el año pasado a estas alturas estábamos ya todas con leotardos.
Benito salió de la panadería. Cortó el pico por el que la muchacha tomó el pan con su mano rociada y se lo comió, con el deleite de quien hace algo acaso repugnante.
A pocos metros de Terre le sonrió un niño de dos años. Le animó la simpatía, y se lanzó a un gesto de valor quizá propiciado por la ingesta de partículas de femineidad untadas sobre corteza de pan. Una chica de veinticinco años venía hacia él. Con unas zapatillas de un amarillo oscuro. Al llegar a su altura, Benito se arrancó.
—Las había visto de todos los colores, pero mostaza nunca.
La chica salió corriendo, rebozada en miedo como si le hubiera hablado una gárgola demoníaca.
Benito se quería morir, anegado en un bochorno de alcance proporcional a la valentía descomunal que tuvo que echarle a su hazaña grotesca. Pateado por lo que pasó mientras observó en silencio y coceado por lo que pasó cuando tuvo a bien abrir la boca. Qué engendro de vida, con lo del engendramiento de la vida.
Ahí iba él, Benito, que se llamaba como su abuela, porque eso es lo que era: una abuela pútrida, con un nombre propio que recordaba a bonito para más chanza. Y con unas iniciales, este borracho, que decían B. B., be-be, que bebas, secadora humana, para acabar de rematarlo.
Habría seguido padeciendo pensamientos. Pero dejó la matraca porque llegó al laboratorio. En este estado.
Crespo le esperaba, conteniendo la sonrisa de quien se sabe benefactor. Con sus mañas a punto.
5
—¿Quién es? ¿Qué quiere? ¿Quién es?
Benito se encontraba en estado de disparada ansiedad, tenso como los nervios de la crucería de una bóveda. Crespo acababa de comunicarle que a eso de las nueve y media de la mañana se había recibido un mail en la dirección de Terre, a la atención de Benito. Era de una chica que estaba con su tesis sobre la madera policromada. Decía que en la Oficina de Patentes le habían dado razón del ES-C21-63189/1997, que había indagado, que el producto le parecía la bomba, que admiraba profundamente el trabajo de Bernal y que tenía que contactar con él como fuera.
—Vamos, que la tienes impresionadita, a la moza.
El pobre Benito se esforzó por hacer creer a los presentes que su excitación se debía a que apenas sabía utilizar el correo. Sintió sed. Crespo continuó con sus datos, en aparente despreocupación.
—María, creo que se llama, o algo así.
Le impactó que sonara en Terre un nombre femenino. A sólo setenta minutos de Oronella, había una mujer de carne y hueso que preguntaba por él.
—¿Seguro que el mail me lo ha mandado a mí?
—No, se lo ha mandado a un Benito Bernal que vive en el Polo Sur. Que tiene un potingue para restaurar iglús.
El destinatario se metió en su cubículo y se fue raudo al ordenador. Crespo hizo como que se preparaba un café. Sonreía satisfecho porque todo estaba saliendo según lo trazado. Cómo no. Había sido fácil prever cada reacción de su jefe.
La madre recepcionista y el hijo químico habían seguido toda la escena. Desfilaron hacia Crespo.
—Y esta María de tu estratagema qué tal es —preguntó Ignacio.
—Una mujer lista, divertida, mona, cariñosa. Químico, también. Una chica ideal para Benito. Porque se parecen mucho y porque está igual de sola que él.
—A ver qué dice ella cuando le conozca.
—Ya casi le conoce, porque se lo he puesto por las nubes. Que es la única forma de la que se puede hablar de este tío. Y le he enseñado una foto.
—¿Y ella qué ha dicho?
—Que sus virtudes las tendrá que ver ella por sí misma.
—No, digo que qué ha dicho de la foto. Porque Benito es así como feo.
—Le ha dado muy igual. Dice que lo que le importa de él es que tenga cosas en la mollera. Que le caiga bien, que sea buena persona