Las ganas. Santiago Lorenzo

Las ganas - Santiago Lorenzo


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de Terre, apuntada incluso en sus propios estatutos fundacionales, era la dedicación a la química de investigación para su aplicación práctica. Sin embargo, y por salvar la situación, Benito dedicaba cada vez más tiempo a buscar apaños a pie de calle que le permitieran ingresar cuartos: un análisis alimentario para un colegio, una calidad de aguas para una finca, una certificación de asepsia para una charcutería. Remiendos con los que desvirtuaba sus propósitos y objetivos, y que casi nunca eran bien remunerados ni abonados en plazo.

      En una entidad de esta parca anchura, todo se sabía. Si se colegían las intimidades sexuales de su jefe, cuánto no se confirmarían las económicas. A Benito le parecía innoble ocultarlas, por lo demás, con lo que los avatares y los tropezones eran parcela comunal. La plantilla de Terre valoraba el hecho de que Benito, como representante de producto, hacía lo que podía. Pero se palpaba que todo lo que podía hacer no era gran cosa. Les enternecía cuando le veían deambular en el tráfago de querer vender su hallazgo, con la impericia comercial y la querencia a meter la cacha hasta el fondo de los párvulos. Pero la coyuntura también les preocupaba.

      Por ahora, la tropa parecía cohesionada, para alivio de Benito. Sería mejor así. Mientras no comenzaran las insubordinaciones o no le empezaran a insultar, más fácil sería ir comunicándoles que la indefinición de Bristol les estaba llevando irremisiblemente a la liquidación. Se repartirían la hierbabuena, el perejil, los cubiletes y la cafetera. Y sería muy triste y, para Benito, muy frustrante y muy poco justo.

      No estaba al tanto de que Ignacio, por su parte, ya había tomado la delantera a la situación. Estaba buscando algo por otras compañías desde hacía algún tiempo. Igual que la Presen, cada vez más hecha a la idea de que tampoco sería tan malo quedarse en el sofá viendo la tele si lo encontrado por el vástago no preveía escolta materna.

      Crespo, por el contrario, estaba fuertemente comprometido con Benito y con Terre. Abominaba sin ambages de la expectativa de tener que abandonar. Hubiera querido hablar inglés para secundar a su jefe, para crear un nuevo frente de insistencia y negociación, para exigir concreción a los bristolianos, para mandar al cuerno a toda la Britania si no se llegaba a nada. Sólo le cabía lamentar su mal oído para los idiomas y animar a Benito en la medida de lo posible.

      Mientras las cosas iban tan mal en lo empresarial, y fuera del titular, todo el mundo en Terre estaba feliz con su vida amorosa. A esos efectos, Benito los envidiaba hasta arriba. Le parecía imposible que se pudiera haber triunfado tanto en el tema de los cariños.

      Ignacio sería invisible en la facultad a ojos de Benito, pero tenía dos novias. Era hombre de voz muy bonita. Una amiga suya, apenas una conocida, una chica sin atractivo ninguno, empezó a llamarle un día. Y se masturbaba oyéndole, intentando que no se le notara. Ignacio se dio cuenta a la tercera llamada. Tuvo una ocurrencia. Empezó a hacer lo mismo que ella hacía. Empezó, por tanto, a asociar la voz de la chica con su placer. Al fin quedaron. Se echó la tercera novia.

      Tras treinta y seis años de casada, la Presen hablaba de su marido como si sólo llevara con él una gozosa primera semana. Se pintaba los labios al salir de Terre, no al entrar, denotando que se reservaba su mejor cara al prójimo para la intimidad de su domicilio. Sacaba el tema lúbrico con la naturalidad de quien habla sobre camiones de basura y ayuntamientos, y a Benito le pasmaba que lo hiciera delante de su hijo sin más miramientos. Era físicamente hasta un ápice desagradable, pero la jovial desenvoltura con la que apelaba al sexo plantaba brotes de deseo en la mente necesitada de Benito. Hasta ahí llegaba su desesperación.

      A Crespo, viudo, le venía a buscar los martes una señora de apreciable aspecto, con el desparpajo de la persona madura que sabe que está trazando nuevos límites a la relación entre la edad y el galanteo. Se había filtrado la sospecha de que quedaban sólo para follar. Se maliciaba en Terre que habían desnudado su relación de todo lo que la entorpecía, y que de la monda había resultado esta naranja. Crespo, discretísimo para todo, no hablaba jamás de ella. Pero todos daban por sentado que el hecho de citarla en su puesto de trabajo, a la vista de todos, era su forma de cantar su alegría a los cuatro vientos, aún a boca cerrada.

      En esta cata de sabores maridados, Benito era el non. Sus compañeros lamentaban sus desiertos y sentían pena ante pronósticos de sequía tan palmarios. Que no se cifraban en que mirara con ganas a las mujeres, sino en todo lo contrario: en que les rehuía la mirada si alguna aparecía por el laboratorio. En que evitaba hablar de amor o de sexo: si salía el tema, de pitorreíllo o en seriecito, enseguida él se sonreía desencajadamente y decía «cómo sois, siempre pensando en lo mismo», o algo de eso. A los de la oficina, Benito les daba mucha pena. Pero, sobre la lástima, les daban ganas de decirle «siempre pensando en lo mismo, tú. Que no haces otra cosa, como se huele por tu empeño en espantar las palabras sobre el sexo como quien quiere espantar a las cucarachas en verano: por miedo a las cucarachas».

      Madre e hijo seguían al hilo de la plática cuando llegó Crespo. Le gustaba trabajar en bata blanca, que se empezó a calzar en silencio después del saludo.

      —Pues vaya plan de vida —continuó la Presen—. Todo el día con el pito guardado en el bolsillo.

      —A ver si ofertan los de Bristol y se le cambia la cara —aventuró Ignacio.

      —Podíamos decirle que ya han ofertado.

      —Sí, claro. ¿Y si al final no entran?

      —Decimos que entendimos otra cosa porque de inglés andamos flojos.

      —Qué injusticia lo de las chavalas. Porque el tío es majo. Un poco soso. Un poco feo. Pero majo.

      Entre lo que Crespo oyó de la conversación y lo que indujo de la misma por su cuenta; entre lo que llevaba inferido sobre Benito desde hacía meses y lo que llevaba macerado desde hacía décadas, Crespo metió baza.

      —Benito se ha portado con todos como no se ha portado nadie. Yo sólo llevo aquí medio año, pero nunca me he encontrado con un jefe tan válido, tan currante y tan sincero. Que tenga a sus empleados así, sin enjuagues raros, trabajando como el que más. Sin trampas, sin racanadas, sin mierdas. Que nadie hemos dejado de cobrar, y eso con Bristol colgando.

      Era imposible no estar de acuerdo.

      —Habría que hacer algo —propuso Ignacio—. Echarle un cable, a ver si sale del pozo.

      —Eso es lo que yo creo —continuó Crespo—. Pero menos palique y más actuar. Hay que ayudarle con actos. Y yo le tengo preparado un plan que, si funciona, va a hacer que empiece a dormir bastante mejor.

      Le colmaba de gozo poder echar una mano a un tipo que tanto lo precisaba. A un tipo que le caía tan bien.

       4

      Antes de heredar la casa de la abuela, Benito vivía en Pinto. Tenía veinte minutos de autobús, desde su piso al laboratorio de Valdemoro. El nuevo domicilio le ahorraba pagar el alquiler, motivo más que suficiente para la mudanza. Pero el trayecto que antes cubría en un momento se convirtió en una expedición en regla de setenta minutos de intrincada singladura. En 1999, la ruta le suponía estas etapas: de Los Rosales tenía que ir a pie a la estación de Chamartín. Coger allí una composición de Cercanías hasta Atocha, por el tubo subterráneo que empezó llamándose de chufla Túnel de la Risa y que se ha quedado con el nombre oficialmente. Tomar luego otro tren desde Atocha hasta Valdemoro, con paradas e incidencias. Y desde allí, caminar un kilómetro hasta Terre (en General Martitegui, 24. Bajo).

      La tortura no venía por la largura del itinerario, ni por su prolongada duración. Sino por el hecho de que esos sesenta y tantos kilómetros recorridos de ida y vuelta, esas casi dos horas y media transcurridas, eran el ágora lineal en el que Benito se cruzaba con mujeres, mujeres y más mujeres. Altas y bajas, más delgadas o menos, de una edad y de otra, guapas y no tanto. Una selva de deseo insatisfecho que Benito digería cada vez con peor yeyuno.

      A esta angustia frustrante y callejera, Benito la llamaba el tremedal. El tremedal era la congoja de ir por la ciudad muerto de ganas, perplejo ante la belleza


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