Las ganas. Santiago Lorenzo
era la manifestación transverbal del desconcierto en que le sumía el significado que el significante proscrito denotaba. Las palabras y locuciones habituales para referirse a ello le sonaban impertinentes, frívolas, pecuarias. Porlar no sonaba a nada, luego le hacía menos herida.
Procuraba salir poco, para evitar visualizaciones. Se encontraba en ocasiones con problemas hasta de abastecimiento de comida y bebida con tal de no exponerse al suplicio. Le amargaba pensar que en realidad, evitando el contacto con la gente se estaba negando, técnica, física y lógicamente, la posibilidad de encontrar a alguien a quien amar.
Lo de ir a trabajar cada día, sin embargo, eso era insoslayable. Un calvario para cuatro de los cinco sentidos, porque tocar no tocaba nada.
El lunes en el que Ignacio y la Presen verbalizaban sus certezas, Benito se disponía a salir de su guarida a las nueve de la mañana, como cada día. Con sus dos chinchones en la tripa, que últimamente podían ser tres. Duchado y vestido, que a ver para qué o para quién.
Antes de abrir la puerta, también como siempre, se dio a la meditación. Extraía sus conclusiones: que debía recomponerse y salir a la calle erguido, llamando así a la vibración buena.
—Hay que cambiar de actitud, más a positivo.
Lo había intentado. A conciencia y con la mejor cara posible, levantando el ánimo a base de oír discos, de leer en libros casos parecidos al suyo y de imaginarse con sus prendas favoritas, luciéndolas con garbo. Todo lo antedicho lo había mascado, concluyendo que la pega es que el ánimo sólo se puede manipular hasta cierto nivel. Luego cae, y explota, y arde en desastre por sí solo. Benito se concentraba en llevar el humor amarrado hacia arriba, pero se encontraba con los noes gestuales de los viandantes —de las viandantes—, con sus miradas apartadas, con sus microscópicos desprecios, o los ingentes, y las cuerdas del atadijo se le soltaban. «Cambiar de actitud, más a positivo». ¿Qué escobilla para limpiar las babas de la flauta de solución era esa? ¿Qué tendría que hacer para ponerla en práctica? ¿Pintarse una U en la cara con un rotulador rojo?
Había leído por ahí máximas aún peores: «Cuando realmente deseas algo, todo el universo conspira para que lo consigas». Pues menuda estupidez. A nadie veía Benito desear más algo que a sí mismo deseando lo que ya se sabe, y las cosas sólo iban a peor.
Salió de casa. Emprendió otra vez el camino por la pista de sus frustraciones. Y Benito se dispuso a mirar lo justo, y al bies, caminando sobre las aceras, esperando en los andenes, subido en los vehículos. Admirado, deseoso, descoyuntado. Pensando en sus cosas para desviar la mente, del mismo modo que miraba a los suelos para neutralizar los peligros de la vista.
Primero cubrió el tramo 1, el que iba a zapato hasta la estación. Por fortuna, siempre fue un barrio de escasa presencia humana, y las calles estaban medio vacías. Era un alivio. Pero que nunca duraba mucho. Su martirio se le echaba al rostro por contigüidad imaginativa. Era al pasar por Oronella, una inmensa y acogedora tienda de muebles de bellísimas composturas, soberbiamente decorada con telones, alfombras y cortinajes, e iluminada por alguien que sabía hacerse querer. A pesar de sus esfuerzos por pasar de largo, Benito se paraba casi siempre ante el escaparate y miraba al interior, mascando sus carencias frente a las maderas excelsas y recordando por oposición su claustro desierto. Dos semanas atrás, un camión estaba cargando género. La puerta de Oronella permanecía abierta y olía a estar bien. El olor a estar bien era para él una mezcla de aromas a barniz satinado, chocolate con trocitos de frutas, wolframio incandescente y lana virgen.
Al fondo de la tienda quedaba la zona que Benito escudriñaba con más ansia y con más inquietud. La de dormitorios. En la que lucía en penumbra una alcoba adorable presidida por una cama de nogal perfectamente vestida. Vestida de textil y vestida de las consiguientes fantasías.
En su imaginación hambrienta, el escenario aparecía habitado por la figura holográfica de una mujer que evolucionaba por la casa: agachándose a cerrar una cajonera, plegando sábanas limpias, metiendo caramelos entre los almohadones.
Del edredón él infería su voz, de una cómoda sus medias, de la pata de la cama el pendiente extraviado, del tirador del armario el recuerdo del perfume, del pelo de la moqueta un rizo de su albornoz, de la mesilla de noche su marcapáginas, del embozo un cabello puro, de un tocador sus bolsillos vaciados, del respaldo de una silla su leve fatiga vespertina.
Siguió hacia Chamartín, concentrado en que quizá ese lunes Bristol diera señales de vida. Caminaba proponiéndose en balde no volver a mirar la tienda hasta que pudiera entrar en ella, a comprar cuatro enseres con los que desbravar la aridez de su viejísima casa recién estrenada. Hasta entonces, sólo podría imaginar. Como con tantas cosas.
Si hasta las estribaciones de la estación solía haber poca gente, Chamartín estaba siempre hasta arriba. Ahí empezaban los disparos de fuego real.
Era un octubre, como se dijo, de atuendo aligerado. Ya de mañana, muchas de las mujeres iban acompañadas por sus novios. Que las cogían por el talle o por donde se prestara. Ellas les iban besando, acariciando, chupando a veces, con sus manos femeninas en los bolsillos traseros de ellos. O viviendo su amor o con cara de que lo iban a vivir en cuanto llegaran a casa a la caída de la tarde.
Benito sufría sus ganas, su envidia, sus celos ilegítimos. Siempre pensaba lo mismo:
—Mucho rollo con prevenir el deterioro de la madera pero aquí el que se está pudriendo soy yo. Que más me habría valido inventar un remedio para inyectármelo a mí y no pudrirme, en vez de para inyectárselo a un retablo.
En el andén de Chamartín, una chica se sacó con los dientes una lasca de uña y se la regaló a su amigo para que se la comiera.
En el vagón, Benito jugaba a ocupar el asiento de la mujer que se bajó del tren, para tocar con las nalgas aquellas que se apearon.
Intentaba despegar su oreja todo el tiempo, para no oír los relatos que excitaban su deseo (su disgusto). Pero o su oído era muy fino o las conversaciones se celebraban a volumen alto. Benito veía cómo la gente nadaba en la abundancia sin apenas inmutarse. Un joven con un patín le contaba sus problemas a otro.
—Hace ya una semana que no follo. Desde el día de mi cumpleaños. Que la amiga de mi hermana estaba mal de pelas para comprarme el regalo y me regaló follar con ella.
—Qué rácana.
—Bueno, todo el mundo me compró algo, no iba a venir ella sin nada. Menos da una piedra.
También ese lunes se subió el músico ambulante en la estación de Recoletos. Pedía la voluntad y cantaba «Eu daria a minha vida». A Benito se le hacía insoportable, porque ya para entonces llevaba el ánimo hecho jirones y cualquier cosa le ponía la lágrima por fuera. Se tenía que aguantar como podía. Porque, a ver, un chorbo llorando en todo el medio del tren, a qué venía eso. Muy violento.
Como el músico calló al acabar la canción, a Benito le llegó la parla de cuatro sujetos que iban hablando de sus cosas entre carcajadas. Hizo uno un comentario que Benito pilló al vuelo:
—Mejor nos iría si los políticos follaran más.
«Como si fuera tan fácil», pensó él.
Peor fue el siguiente. Esta vez, a cuenta de dos hombres maduros, ya muy cerca de Atocha:
—Aquí el que es joven y no pilla cacho es que es gilipollas.
La desazón de Benito relampagueaba, aumentada por el pavor a que le descubrieran sus carencias y le endosaran el insulto que le acababan de dedicar. El tren llegó a la estación. Tocaba transbordo.
En los pasillos, Benito asistió a un evento que lo dejó de una pieza. Caminaba detrás de una chica, tan guapa como tantas. En dirección contraria venía un chico de treinta y varios. Faltaban todavía doce pasos para el cruce cuando Benito comenzó a notar cómo el chico miraba hacia ella con algo parecido a una laudatoria sonrisa. Ella lo notó (y Benito a la par), y se azoró. Pero sin remilgos, sin dramas y hasta con un ademán de agradecimiento en la actitud. Al pasar junto a la mujer,