La última primavera. Rafael Barrett

La última primavera - Rafael Barrett


Скачать книгу
de 1909 inicia el viaje de regreso, pasando por Corrientes, Argentina, para luego continuar a Paraguay. Se establecerá en una estancia de Yabebyry, donde volverá a reunirse con su amada Panchita y su hijo Alex en julio de 1909. La tuberculosis pulmonar está avanzada y se siente muy débil. El cuidado de su esposa lo mantiene de pie. Yabebyry, paraje selvático, no es el lugar más adecuado para su salud y su familia, por lo cual en febrero de 1910 se mudan a San Bernardino. Nunca ha dejado de escribir, envía sus artículos, recopila sus obras y las manda a Uruguay porque no tiene posibilidades que lo publiquen en Paraguay, con lo cual recurre a un amigo uruguayo llamado Bertani que es editor y está dispuesto a publicarlo en Montevideo. En esa última estadía en tierras paraguayas es que tendrá por gratificación la felicidad que toca a la puerta de su espíritu, en junio de 1910 al recibir el único libro que verá publicado en vida y que preparó con tanta dedicación: Moralidades Actuales. En el día uno de septiembre de ese mismo año, el hombre asediado por todo, pero achacado por la enfermedad, emprenderá un viaje en barco que lo llevará a Buenos Aires, Montevideo, Madrid, para finalmente arribar el veinticuatro de ese mismo mes en París donde intentará hallar una cura para su tuberculosis pulmonar que había sido detectada durante su estadía en Montevideo entre noviembre de 1908 y 1909 donde estuvo internado un tiempo. Gracias al pago por su trabajo de periodista y a la inestimable ayuda de muchos amigos de Uruguay es que Barrett pudo solventar este largo viaje de regreso a Europa. Deja atrás a su amada familia, deja sus escritos, deja conceptos claros y contundentes de los años más prolíficos de su vida. Su idea política de la sociedad la expresó con claridad ya que estaba convencido de que no había logros verdaderos y profundos a través de la democracia representativa. Por lo tanto despreció a los políticos en ese armado institucional. Él concebía lograr una nueva sociedad, a través de una nueva educación por el amor y el ejemplo. “Es por la obra que nos ponemos en contacto con la esfinge. No es seguramente como espectadores que descifraremos el enigma de la realidad, sino como actores”. Deja atrás su obra literaria que se compone de artículos, notas, comentarios, cuentos, y en menor medida ensayos, conferencias y discursos. El cuento breve de nuestra América aún le debe ese merecido lugar que se ganó Rafael Barrett con sus magistrales y punzantes cuentos. ¿Será acaso que provoca cierta picazón el claro mensaje que el contenido de sus escritos exhibe a través de los conflictos sociales, culturales, políticos, de ese momento histórico pero sin perder vigencia alguna, ni exquisita belleza de estilo? Es un escritor de acerada crítica social y a la vez un ser profundamente espiritual, admirador incansable de Jesús y de Tolstoi. Toda su obra es una mirada aguda y crítica que germina en profundas reflexiones, con enorme corazón y lucidez deslumbrante, sobre todas las cosas. Corría el mes de noviembre de 1910 y Rafael Barrett seguía escribiendo desde la clínica en Arcachon, Francia, donde intentaban curarlo de la tuberculosis cuando se entera que con 82 años, enfermo de neumonía, alejado de su tan querida residencia de Yasnaia Poliana, alojado en una estación ferroviaria, muere quien fuera el hombre y escritor más admirado por él. La muerte del creador de obras inmortales para la humanidad como Ana Karenina, Guerra y Paz, La muerte de Iván Ilich, La sonata a Kreutzer y tantas obras más, sucede el veinte de noviembre y los separaban 47 años de vida. Ese mismo día escribió en una carta a su amada esposa Panchita: “Mi alma está pegada a la tuya. Tengo los labios de mi hijo sobre mi frente. ¡Qué lejos están! ¡Qué incertidumbre, Señor, acabar de una vez de un lado o de otro!” Y al mes siguiente, en diciembre, recostado en su lecho de enfermedad luego de haber escrito sobre él, su amado maestro Tolstoi, lo acompañará en ese destino irremediable de todos los seres vivos. Un 17 de diciembre, en pleno invierno, a las cuatro de la tarde y a orillas del Mar Cantábrico, Rafael Barrett dejó caer su pluma para siempre. 20 de noviembre de 2020 A 110 años de la muerte de León Tolstoi Marcelo Cafiso

      GALLINAS

      Mientras no poseí más que mi catre y mis libros, fui feliz. Ahora poseo nueve gallinas y un gallo, y mi alma está perturbada.

       La propiedad me ha hecho cruel. Siempre que compraba una gallina la ataba dos días a un árbol, para imponerle mi domicilio, destruyendo en su memoria frágil el amor a su antigua residencia. Remendé el cerco de mi patio, con el fin de evitar la evasión de mis aves, y la invasión de zorros de cuatro y dos pies. Me aislé, fortifiqué la frontera, tracé una línea diabólica entre mi prójimo y yo. Dividí la humanidad en dos categorías; yo, dueño de mis gallinas, y los demás que podían quitármelas. Definí el delito. El mundo se llena para mí de presuntos ladrones, y por primera vez lancé del otro lado del cerco una mirada hostil.

       Mi gallo era demasiado joven. El gallo del vecino saltó el cerco y se puso a hacer la corte a mis gallinas y a amargar la existencia de mi gallo. Despedí a pedradas el intruso, pero saltaban el cerco y aovaron en casa del vecino. Reclamé los huevos y mi vecino me aborreció. Desde entonces vi su cara sobre el cerco, su mirada inquisidora y hostil, idéntica a la mía. Sus pollos pasaban el cerco, y devoraban el maíz mojado que consagraba a los míos. Los pollos ajenos me parecieron criminales. Los perseguí, y cegado por la rabia maté uno. El vecino atribuyó una importancia enorme al atentado. No quiso aceptar una indemnización pecuniaria. Retiró gravemente el cadáver de su pollo, y en lugar de comérselo, se lo mostró a sus amigos, con lo cual empezó a circular por el pueblo la leyenda de mi brutalidad imperialista. Tuve que reforzar el cerco, aumentar la vigilancia, elevar, en una palabra, mi presupuesto de guerra. El vecino dispone de un perro decidido a todo; yo pienso adquirir un revólver.

       ¿Dónde está mi vieja tranquilidad? Estoy envenenado por la desconfianza y por el odio. El espíritu del mal se ha apoderado de mí. Antes era un hombre. Ahora soy un propietario.

01_Gallinas OK

      DE CUERPO PRESENTE

      Sobre la cama sucia estaba el cuerpo de doña Francisca, víctima de cuarenta años de puchero y de escoba. Entraban y salían del cuartucho las hijas llorosas. Chiquillos de todas edades, casi harapientos, desgreñados, corrían atrepellándose, una vieja acurrucada pasaba las cuentas de un rosario entre sus dedos leñosos. El ruido de la ciudad venía como el rumor vago que sube de un abismo, y la luz desteñida, cien veces difusa sobre muros ruinosos, resbalaba perezosamente por los humildes muebles desportillados. Siguiendo los declives del piso quebrado, fluían líquidos dudosos, aguas usadas. Una mesa sin mantel, donde había frascos de medicinas mezclados con platos grasientos, oscilaba al pasar de las personas, y parecía rechinar y gemir. Todo era desorden y miseria. Doña Francisca, derrotada, yacía inmóvil. Había sido fuerte y animosa. Había cantado al sol, lavando medias y camisas. Había fregado loza, tenedores, cucharas y cuchillos, con gran algazara doméstica. Había barrido victoriosamente. Había triunfado en la cocina, ante las sartenes trepidantes, dando manotones a los chicos golosos. Había engendrado y criado mujeres como ella, obstinadas y alegres. Había por fin sucumbido, porque las energías humanas son poca cosa enfrente de la naturaleza implacable.

       En los últimos tiempos de su vida doña Francisca engordó y echó bigote. Un bigotito negro y lustroso, que daba a la risa de la buena mujer algo de falsamente terrible y de cariñosamente marcial.

       Sus manos rojas y regordetas, sanas y curtidas, se hicieron más bruscas. Su honrado entendimiento se volvió más obtuso y más terco. Y una noche cayó congestionada, como cae un buey bajo el golpe de mazo. Durante los interminables días que tardó en morir, la costura se abandonó, las hijas aterradas no se ocuparon más que de contemplar la faz de la agonizante y de espiar los pasos de la muerte. Las oscuras potencias enemigas del pobre, las malvadas que deshilachan, manchan y pudren, las infames pegajosas se apoderaron del hogar, y se gozaron del cadáver de doña Francisca.

       Las horas, las monótonas horas, indiferentes, iguales, iban llegando unas tras otras, y pasaban por el miserable cuartucho, pasaban por el cadáver de doña Francisca, y dejaban descender sobre aquella melancolía, la melancolía del ocaso y la madeja de sombras que ata al sueño y al olvido.

       Los chiquillos, hartos de jugar, se fueron durmiendo. Las mujeres, sentadas por los rincones, rezaban quizá. La vieja, acurrucada siempre, era en la penumbra como otro cadáver que tuviera abiertos


Скачать книгу