La última primavera. Rafael Barrett
y algunos rozaban ya los carrillos verduscos de la valerosa matrona.
—A los hombres les suele crecer la barba —murmuró la vieja.
El silencio cubrió otra vez, como un sudario, la escena desolada. Se agitaba extrañamente la llama de la vela, haciendo bailar grupos de tinieblas por las paredes del aposento. Encorvadas, abrumadas, las mujeres dormitaban, hundiendo sus frentes marchitas en las ondas de la noche.
Las horas pasaban, y el bigote de doña Francisca seguía creciendo. A veces se incorporaba una de las hijas, y consideraba el rostro desfigurado de su madre como se consideran los espectros de una pesadilla. Los niños, con aleteos de pájaros que sueñan, se estremecían confusamente. La vela se consumía; en la hinchada, horrible doña Francisca, seguía creciendo aquel bigote espantoso que después de difunta le trastornaba el sexo.
Cuando el alba lívida y helada se deslizó en el tugurio, y despertaron ateridos los infelices, vieron sobre la carne descompuesta de doña Francisca unos enormes bigotes cerdosos y lacios que le daban un aspecto de guillotinado en figuras de cera.
Entonces el más menudo de los diablillos soltó la carcajada, una carcajada loca que saltaba a borbotones como de una fuente salvaje, y la vieja se destapó también como una alimaña herida, y las mujeres no pudieron más y se rieron como quien aúlla, y aquellas risas inextinguibles, sonando en las entrañas de la casa sórdida, hacían sonreír a los que pasaban por la calle.
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