¿Entiendes de cine?. Amelia Molina Burgos

¿Entiendes de cine? - Amelia Molina Burgos


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de Hammond, dejando a su paso brillos de blanco vacío.

      “Un crepúsculo suave, una luna de manchas sugerentes y una bioluminiscencia morbosa como de medusa cortada por la mitad”.

      Clic. Imposible capturarlo. A eso me refiero cuando digo inaprensible: otra fotografía que acabó en la basura. Durante el tiempo que viví en la granja abandonada (nuestro querido cuartel) con el resto de chicas del grupo Foxfire, una de las cosas que más me gustaba era escalar por el tejado: una vez arriba, colocaba las patas del trípode en los huecos de unas tejas que había apartado a propósito, y me ponía a jugar con las velocidades lentas del obturador. Pero del mismo modo que la fotografía de un bombón no contiene su olor a chocolate, mis instantáneas no registraban los sofocos del viento tras su largo viaje desde el cálido Sur, ni la mezcla de alientos de las rosas silvestres al abrirse; no conservaban el sudor del bosque, ni grababan el rumor excitado de los grillos o los ecos estúpidos de las ranas. El único acierto de todas aquellas instantáneas, o eso decía Piernas, era la luz que sacaba sombras de las sombras.

      —¿Otra vez sola en el tejado?

      Mi amiga saltó fuera de la ventana dando un brinco, y varias piedrecitas se desprendieron hacia el canalón, donde se amalgamaron como una bola de nieve para caer repiqueteando por el interior de la bajada de aguas.

      —Maddy Monkey, ¡oh, adorable tentación del tejado! —declamó—: las chicas me exigen que te haga bajar de tu desangelada alcoba para sellar el pacto Foxfire. No me obligues a escoger entre su achispadita inocencia o tu perfil de media luna en el tejado. Si me pones en ese aprieto, te haré cosquillas hasta matarte.

      Siempre que Piernas hablaba, me ardían las mejillas. Su voz no tenía nada que ver con la del resto de las chicas de nuestra edad (por supuesto a ella nadie la llamaba cursi, ni aunque lo fuera), la mayoría aún proferíamos grititos irritantes, risas bobas, y acabábamos las frases con una cadencia infantil exasperante. Pero ella no, ella tenía voz de mujer, y la modulaba con todos los tonos y registros de una actriz de cine. Hasta cuando teatralizaba de forma absurda, como aquella noche, conseguía un efecto fascinante. Yo nunca sabía si hablaba en serio o en broma, pero la creía perfectamente capaz de empezar una lucha temeraria de cosquillas en el tejado.

      —Estoy justo detrás de ti. Voy a —simuló la voz de cuento, ronca y profunda, del lobo feroz—... hacerte cosquillas. Voy a hacerte...

      No necesitaba girarme para saber que se mordía los labios y me miraba con travesura.

      —¿No prefieres ver las estrellas conmigo? —intenté sonar persuasiva, pero me tembló la voz, y no de frío, aquella fue sin duda la noche más caliente del verano en Hammond— Hoy hay más de lo normal —añadí.

      Me giré por fin, deseando al menos insuflarle carácter a mi odiosa sonrisa infantil que ella aceptaba siempre con condescendencia de líder. Con el pulgar, estiraba su cadenita del cuello hasta la boca donde sus gruesos labios chupeteaban, reteniéndolo, el amuleto de las Foxfire, una cruz oscura tallada en madera por nosotras mismas. Como siempre, su ceja en alto, desafiante. La luna estaba en sus ojos azules. Se había cortado el pelo como un chico, y llevaba la cazadora negra de siempre atada a la cintura, sus vaqueros ajustados y una masculina camisa de leñador sin mangas, que dejaba al descubierto su enigmático tatuaje: un corazón atravesado por el nombre de “Audrey”.

      Piernas. Los mayores la odiaban: cuidado con esa amiguita tuya tan rebelde. ¿Crees que sois unas incomprendidas? ¿Estarías mejor sin familia, como ella? ¿Se puede saber por qué todas le seguís el juego? Aléjate de esa Piernas. Un día os va a meter en un buen lío... Eso querían, que me alejara a toda costa de ella: esa Piernas os tiene encandiladas; ahora todas la admiráis, y queréis ser como ella, pero un día será al revés: ella querrá cambiarse por cualquiera de vosotras. “Los mayores” repetían continuamente las mismas tonterías: ¿De verdad es eso lo que quieres? ¿Quedarte sola como ella? (esa, en concreto, era la pregunta preferida de mi madre, y lo peor de todo es que solía escupírmela a la cara cuando estaba borracha perdida, porque mi madre no era más que eso: una alcohólica, pero no me apetece hablar de eso). Piernas Sadovsky. Los mayores eran tan estrechos de miras... dejémoslo en esos puntos suspensivos, y en que vivían demasiado preocupados por las facturas y por encubrir sus propias miserias como para darse cuenta de que solo las personas rebeldes, incomprendidas y luchadoras como Piernas, pueden darle la vuelta a una sociedad, voltearla como a una niña y exhibir sus bragas para que esta se muera primero de vergüenza, y luego se ría por lo ridícula que ha sido. Piernas Sadovsky. La memoria está llena de las cicatrices que dejaron tus verdades acuchillantes: “Tengo miedo a las alturas, pero no tengo miedo de elevarme”, “Me expulsaron del Instituto por pensar por mí misma”, “Soñar despierto no es una pérdida de tiempo”. Piernas Sadovsky. “No esperaré eternamente”. No, yo sabía que no lo harías. No eras de las que dejan la vida pasar.

      —¿Quién es Audrey? —acaricié su tatuaje con la excitable yema de mis dedos.

      —Mi chica —respondió.

      Por un momento, el silencio se me atragantó; Piernas me escudriñaba, sumamente interesada, sin soltar la cadenita de la boca. ¿Jugaba conmigo? Al final debió de compadecerse:

      —Audrey era mi madre.

      Me quedé un rato callada hasta que volví a hablar.

      —¿Cómo murió?

      —Un coche… iba borracha.

      —Lo siento.

      —Sí… yo también —contestó con indiferencia.

      Yo sabía de Piernas menos de lo que creía saber. ¿Qué se puede conocer de una persona en dos meses? Pero era suficiente. Nuestros silencios, casi siempre profundos, estaban llenos de lo que no queríamos contarle a nadie.

      —¿Tienes padre?

      —Sí… en alguna parte —volvió a contestar con indiferencia.

      Se alejó de mí, caminó hasta el filo del tejado y se quedó contemplando el horizonte con una expresión desdeñosa, tal vez triste.

      —Maddy, voy a irme en un par de días. Las chicas ya lo saben, por eso lo del Pacto.

      Si rebasas la línea amarilla del andén, el aire coge la velocidad del tren, y te golpea, y te succiona. Estar con Piernas a veces era eso, que un tren pasara a tu lado a gran velocidad.

      —¡A dónde? —exclamé.

      —A cualquier sitio.

      —¿Tienes que irte sola? ¿Querrías ir con otra persona? —le pregunté de forma atropellada.

      —¿Esa persona está segura? ¿Está lista para lo desconocido? —de nuevo se mordió los labios y levantó la ceja—. A veces lo desconocido es decepcionante.

      Seguía caminando por la cornisa; y yo la contemplaba con angustia, desde arriba.

      —Si te digo que te quiero —balbuceé—... ¿lo tomarás por donde no es?

      Piernas se detuvo. ¡Por Dios, qué acababa de decir! Yo, Maddie, la anodina, sosa, aburrida y poco intrigante Maddie, me estaba atreviendo a... Qué difícil era corresponder a esa mirada intensa, anhelante y, joder, tan sensual.

      —¿Qué entiendes por “donde no es”?


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