¿Entiendes de cine?. Amelia Molina Burgos

¿Entiendes de cine? - Amelia Molina Burgos


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una estaba mal, todas estábamos mal; éramos una familia, “todas éramos Goldie”, estábamos orgullosas de lo que nos había enseñado Piernas, así que no nos pareció descabellado seguirle hasta casa de los padres de Goldie para pedirles dinero y llevarla a un centro de rehabilitación. Era una idea brillante. Nosotras nos ocuparíamos de ella, no la dejaríamos en manos del bastardo de su padre. Lana se quedó en el cuartel, vigilando y cuidando de Goldie, que no paraba de tiritar, que había vomitado dos veces más antes de que nos fuéramos, aunque Piernas dijo que eso estaba bien, que tenía que vomitar.

      *********

      —Diez mil dólares.

      El padre de Goldie nos miraba con los ojos muy abiertos. Nos había dejado pasar al interior de su casa, y estábamos reunidas con él en el salón. Se veía que le sobraba el dinero, los muebles de diseño estaba claro que valían una pasta. A Piernas le parecía el colmo del cinismo. Siempre lo había dicho, que no podía entender como a un padre le preocupaba más la decoración de su casa que su hija. Por eso nadie se metía con él —aunque fuera un borracho y un maltratador—, porque tenía mucho dinero. Ese es el tipo de perfección que todos los mayores quieren para camuflar sus mundos incompletos.

      Piernas acababa de volver del baño, y paseaba la yema de su dedo índice por las estanterías de cristal, en un gesto casi insultante, de desprecio o de chulería, como si esperase encontrar una mota de polvo en ella.

      —Estáis locas. ¿Dónde está mi hija?

      —Son para la rehabilitación —le dije yo.

      —Decidme dónde está mi hija, yo me encargaré de ella, soy su padre.

      —¿Igual que la ha cuidado hasta ahora? —le interrumpió Piernas.

      —Si no me decís dónde está, llamaré a la policía.

      Y entonces Piernas le apuntó con el arma. Era de él —de eso nos enteramos después—, Goldie se la había enseñado una vez que estuvieron en su casa, así que Piernas sabía que la guardaba en el cajón del escritorio. No había ido al baño sino a por el arma. Nos quedamos tan sorprendidas como el padre de Goldie.

      —¿Va a contarle también a la policía cómo le gusta golpear a su hija? ¿Que usted es el culpable de que se inyecte heroína hasta olvidar la mierda de padre que tiene?

      —Suelta eso, ¿qué vas a hacer? —El padre de Goldie se levantó y casi se cae.

      Piernas se había transformado. Esto no es ser rebelde, pensé, y también pensé que no podía pensar con claridad. Todo se salió de madre. Piernas diciéndole al padre de Goldie que subiera al coche, y a mí que condujera. Rita que no paraba de llorar, yo discutiendo con Piernas, el padre de Goldie diciéndome que fuera sensata (intentaba aliarse conmigo, estaba realmente acojonado). Piernas le decía que se callara. La lluvia empañando los cristales, yo apenas podía ver el camino. Piernas se había pasado, pero yo no quería que Goldie se muriera y ese hombre era un malnacido, no se encargaría de ella, no lo haría. Conduje hasta la granja como pude. Allí lo atamos a una silla.

      —¿Qué vamos a hacer, Piernas? —le pregunté.

      —Hablar con la madre, y que pague los diez mil dólares.

      —¿Te das cuenta de que esto es un secuestro?

      —No dejes que te dé miedo esa palabra.

      —¡Tú me das miedo! —le grité.

      Y entonces apareció Goldie.

      —¿Qué estáis haciendo? ¿Papá?

      Rita no se lo esperaba, y gritó, Lana gritó también y yo, y Rita estaba tan nerviosa que empujó a Piernas, y Piernas disparó sin querer.

      Fue todo así de rápido, no lo sé, como cuando coges una curva a demasiada velocidad. Ni siquiera ahora puedo reconstruir la escena en orden. No sé si primero le quité el arma a Piernas, o le taponé la herida del hombro al padre de Goldie. Sí recuerdo que Lana decía, “es una herida superficial, es una herida superficial”, y que Piernas estaba blanca, y cómo Goldie abrazaba a su padre. Tampoco recuerdo cómo arrastramos al padre de vuelta hasta el coche, ni cómo le vendamos el hombro, con unas sábanas que rasgó Lana, creo. Menos mal que ella mantuvo la calma, que dijo que ella conduciría el coche hasta el hospital. Goldie subió detrás con su padre, y Rita también. “Tu quédate en el cuartel”, me dijeron, y les hice caso, y entonces me di cuenta de que Piernas no estaba.

      Se había marchado.

      Clic. Está fotografía está demasiado borrosa. Creo que la apartaré del grupo.

      *********

      Un día dije que me cambiaría por cualquier otra persona, y Piernas me dio un guantazo.

      Cuando Piernas llegaba, Maddie desaparecía; no quiero decir literalmente, es solo que, de alguna manera, mi alma quedaba capturada dentro de las fantasías, de las pequeñas victorias luminosas que brillaban en sus ojos. Y yo, que había dejado de ser Maddie, encontraba mi alma en esos reflejos esperanzadores, desafiantes, llenos de una vida apremiante que la rutina, las inseguridades, y los miedos apagaban en las miradas de los mayores, aquellos seres a los que por nada del mundo queríamos parecernos. A veces yo era Piernas, a veces estaba más viva dentro de ella que de mi propio cuerpo, a veces era estúpidamente feliz, a veces gozaba de la placentera paradoja de no ser yo. Si han amado a alguien hasta ese punto de perder la propia noción, de salir de su mente, de ensimismarse en el amor... sabrán el éxtasis que provoca ser el otro en lugar de uno mismo. Es tan fácil e imposible. Tú puedes con todo, hasta que de pronto: ¡ZAS! la realidad. Maldito el momento en que tenemos que volver al vacío de nuestro cuerpo, malditas las horas sin Piernas, sin su desbordante sabor a todo, sin la adictiva vitalidad, energía y fe en sí misma de esa loca desquiciante que se saltaba las reglas de la sociedad, de los padres, de la escuela y de la vida misma. Piernas, Oh, Piernas, ¿qué hubiera sido mi vida sin ti? Una rosa blanca que huele a jazmín cae vertiginosamente en un pozo de aguas negras; los dientes blancos de Piernas asoman dentro de una sonrisa provocadora.

      A Piernas la habían encarcelado ya un par de veces (eso es algo de lo que tampoco me gusta hablar). No podía arriesgarse a que el padre de Goldie la denunciara, por mucho que no supiésemos si iba a hacerlo. Así que imaginé a dónde había ido. Subí corriendo a la habitación, cogí mi cámara de fotos, y llené una mochila con ropa, y todo el dinero que tenía. Corrí por la avenida Fairfax, esquivando los charcos de lluvia, doblé la esquina acortando por un atajo de la calle Sexta, y salté la valla de contención del río para trepar por la escalerilla de seguridad del puente del ferrocarril. Tardé solo quince minutos en llegar a la Nacional 104, la carretera del Norte. Allí estaba Piernas, haciendo dedo, tal y como yo había imaginado.

      —¡Maddie! —gritó al verme—. ¿Te has vuelto loca? ¿Vas a venir conmigo?

      Yo resollaba, y ni siquiera podía hablar. Le alargué la mochila para que la cogiera.

      —Ah —dijo Piernas, desilusionada—. Solo has venido a traerme ropa. Qué amable. Por un momento he pensado que...

      Me escudriñó, como le gustaba hacer a ella, y entonces levantó la ceja, e hinchó los morros hacia fuera, con un gesto de chulería:

      —Vamos a hacer una cosa, voy a hacer dedo, cuando pase un coche, tú decides —me retó.

      Maddie se lleva las manos a la cabeza. ¿Quién te impide hacerlo, quién dice: No, Maddie, quédate en casa, vete a la universidad, estudia, sigue las reglas, sé lo que la sociedad y tu familia quieren que seas? ¿Acaso se puede ser rebelde desde el sofá?

      ¿Habría sacado las mismas fotografías sentada en mi mesa de escritorio con un libro de fotografía en las manos que viviendo intensamente cada día para ganarme el dinero que pagase el billete de autobús a la siguiente ciudad? Vamos Maddie, ¿qué decides? Las fotografías son imágenes inútiles e inaprensibles de los “no lugares”, de las “no personas”, de la “no realidad”. Lo real es lo que vivimos, el instante, el ahora, este instante, ¡no!, ¡este! ¿Eres de los


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