¿Entiendes de cine?. Amelia Molina Burgos

¿Entiendes de cine? - Amelia Molina Burgos


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esta noche, será nuestro secreto.

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      Lo que hacíamos podía decirse que eran meros juegos sexuales, primeras experiencias con el cuerpo, acaramelamientos lésbicos, pero la verdad es que Piernas fue mi primer amor. Esas son las imágenes más bonitas que conservo, pero hay otras más dolorosas, menos bellas, aunque siempre salvajes y emocionantes.

      Supongo que algunos querrán saber cómo se formó la banda, y si son ciertas esas historias de que las Foxfire éramos unas criminales, unas camorristas delincuentes y revolucionarias... En realidad, yo nunca pensé que todo aquello llegaría tan lejos. De hecho, creí que todo se acabaría el día en que le dimos la famosa paliza al profesor de mates, el irritante y nasal señor Buttinger. No es algo de lo que me apetezca hablar, ya no me resulta sedicioso confesar que vivíamos en un mundo hecho por y para los hombres, y que si las Foxfire nos unimos en un principio fue para alzarnos contra esas ataduras caducas de una sociedad machista que nos maltrataba y marginaba; para aplicar nuestra justicia improvisada contra aquellos que nos usaban como objeto de sus maltratos físicos y vejaciones. Aunque sí se lo voy a contar muy por encima: ese asqueroso de Buttinger humillaba a Rita O’Haggan sacándola a la pizarra y dejando que titubeara con la tiza en la mano, que se expusiera a las risas de todos, y luego guiñando un ojo a toda la clase le decía: “Ya basta, Rita, ya has demostrado bastante tu ignorancia”; pero eso no era lo asqueroso, al finalizar la clase, le pedía que se quedara para “dis-ci-pli-nar-la” (así lo llamaba el muy mezquino), “para dedicarle toda la atención que su ignorancia requería”. Y Piernas decidió que nosotras estábamos en la obligación de “disciplinarlo” a él porque, como ella nos hizo entender, “todas éramos Rita”. Y eso fue revelador, porque hasta entonces yo siempre había pensado que en el fondo aquello era culpa de Rita, por no defenderse, por aguantar como una idiota, y que no era asunto mío. Así que un día entramos en una de las repugnantes sesiones del profesor Buttinger a solas con Rita, y le propinamos la famosa paliza: Piernas le golpeó con una silla y luego le estrujó los huevos mientras nosotras mirábamos boquiabiertas (al principio), y luego Rita se volvió loca: se lanzó encima de él y le golpeó y le gritó: “¡Si vuelve a ponerme las manos encima, le cortaré los huevos con las tijeritas de las uñas!”. Todas le dimos una patada, recuerdo que grité: “Dios mío, no me puedo creer lo que estamos haciendo”. Y eso es todo. El rumor corrió como la pólvora, todos se enteraron de que Buttinger era un pervertido, hasta que un día llegó también a oídos del director y lo llamó a su despacho. No sabemos qué le dijo, pero el señor Buttinger salió con las orejas gachas, dejando el pesado rastro de sus huellas abocinadas mientras se alejaba del instituto para siempre.

      Piernas diría más tarde:

      —Eso es el infinito: que las personas se pierdan y no volver a saber nunca más de ellas.

      Y Goldie nos miró a todas con los ojos muy abiertos:

      —Da la impresión de que hemos matado a Gottinger.

      Juntamos nuestras manos en una sola, y las elevamos con un grito al cielo. Clic. Las Foxfire teníamos poder.

      Así que, mientras la obediente y cínica Hammond cargaba con el peso de las rutinas y la sumisión, las Foxfire construíamos nuestro hogar en la granja abandonada, nos constituíamos como una banda fuera de la ley y pintábamos el emblema de la llama en el puente del ferrocarril que pasaba sobre la calle Mohawk, en las paredes de la calle sexta y de la avenida Fairfax, en el muro de ladrillos del instituto, en los bancos de la iglesia, y planeábamos nuevos actos de rebeldía.

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      El día que Piernas apuntó con una pistola al padre de Goldie fue el día en que entendí que lo que para nosotras era solo un juego, para ella era un modo de vida. Horas antes habíamos tenido nuestra primera discusión.

      —¡Claro que soy rebelde! —gritaba Piernas—. Ser rebelde es un principio, no una moda pasajera, ni un estado de la adolescencia. Si no sabes lo que quieres, otros lo decidirán por ti. Y ese es el problema, Maddie, que entonces no estarás viviendo tu vida, sino la de otros. Me da igual lo que haya dicho tu madre, por favor, reconoce que te importa a ti menos que a mí, siempre lo dices, no es más que una borracha odiosa. Los padres son invisibles, no sirven para nada: quieren confundirnos porque ellos están más confundidos que nosotras. Ser rebelde no significa no saber hacia dónde van tus pasos, sino todo lo contrario, es tenerlo muy claro, y luchar contra quien haga falta por tus sueños. Si eres “diferente”, eres rebelde, y nosotras lo somos, Maddie. Por Dios, solo mira la cara que pone la gente cuando nos besamos en público. Por eso hay que ser rebelde, para darles en todos los morros. Vente conmigo, Maddie, deja este asqueroso pueblo, viajemos juntas a otro país, a otros países donde haya más libertad, más mujeres como nosotras. ¡Cada año iremos a uno distinto!

      Su propuesta me pilló desprevenida. Habíamos pasado unos días tan bonitos juntas, que por un momento creí que Piernas había decidido quedarse. Qué tontería. El verano se había acabado, y pronto empezarían las clases. Miré a través de la ventana. Fuera, la lluvia caracoleaba en los charcos.

      Mi silencio estaba irritando a Piernas.

      —¿No quieres venir conmigo? ¿Prefieres quedarte en este pueblo donde todos te miran como a un bicho raro, donde las mujeres no pintamos nada?

      —No es eso, Piernas. Es que yo quiero ir a la universidad, aprender fotografía, quiero ser alguien, que mis fotos... yo quiero ganar el premio Pulitzer.

      Aquello había sonado bastante absurdo; me reí con resignación.

      —Pues vive, Maddie: vive. Vive primero, porque lo que tú quieres hacer no se aprende en un libro, ni dentro de las aulas: se aprende viviendo. ¿Quieres que tus fotografías estén llenas de técnica? ¿O prefieres que estén llenas de vida?

      Yo no estaba segura de que Piernas tuviera razón. Y me molestaba su ímpetu. Estaba tan acostumbrada a decir siempre lo que pensaba, que a veces ni siquiera era consciente del daño que hacía, y si lo era, no le importaba, porque creía que lo hacía por tu bien. Me estaba pidiendo que renunciara a la única cosa que yo había deseado siempre: ir a la universidad.

      —¡No pienses por mí! —le grité.

      De alguna manera, aquello era como decirle que ella era uno de “ellos”. Su mirada cambió por completo. Iba a contestarme cuando Rita entró en la habitación. Tenía la cara enrojecida y se notaba que había llorado:

      —Chicas, Goldie...

      —¿Goldie, qué! —gritó Piernas molesta por la interrupción.

      —Goldie está... está...

      Piernas la zarandeó.

      —Explícate, Rita, joder. ¡No tienes nueve años!

      —Está... enferma. Lana acaba de traerla, está arriba, en el desván.

      —¿Enferma? ¿Qué dices? No te entiendo nada.

      Subimos corriendo las escaleras a ver qué pasaba. Cuando llegamos vimos a Goldie empapada en sudor, acurrucada en una esquina sobre un colchón viejo, agarrada a unas sábanas raídas. Lana trataba de calmarla.

      —¿Qué quieres, Goldie? ¿Tienes hambre?

      —¡Nooooooooo!

      Me entraron unas ganas de llorar enormes al oírla gritar de aquella manera.

      —¡Tú sabes lo que yo quiero! Dámelo, ¡por favooor!

      Goldie tenía los nudillos ensangrentados de golpearse contra la pared, y había vómito a su lado. Joder, yo nunca pensé que estuviera tan enganchada a la heroína.

      —Lana llamó a su casa para hablar con ella —nos explicó Rita entre hipos—. Su padre le dijo que hacía dos días que no la veía. Y no había estado con nosotras, así que Lana se imaginó que solo podía estar en las casetas abandonadas del ferrocarril, y fue a buscarla.

      Todas sabíamos que las casetas del ferrocarril era el lugar donde los yonkis iban a pincharse. Lo sabíamos porque no era la primera vez que encontrábamos a Goldie


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