Diario pinchado. Mercedes Halfon

Diario pinchado - Mercedes Halfon


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No lo conocías. Nos pareció extraño su silencio, era un silencio notable, como si lo rodeara un aire espeso, aislante. Una pareja caminaba de la mano con actitud circunspecta mirando hacia los costados, donde algunas cerámicas escritas en yidis estaban pegadas en las paredes, hasta que se detuvieron a leer un cartel. Nos acercamos nosotros también a mirar y resultó que estábamos en un cementerio: el cementerio judío más antiguo de Berlín, fundado en 1672 y clausurado en 1827. Alguna vez contuvo más de doce mil sepulturas, decía. Los cementerios también cierran, pensé. Dejan de recibir muertos y de algún modo mueren. Quiero decir, se convierten en otra cosa: un museo, una plaza.

      De ese pasado no quedaba nada, solo ese espacio muy verde –«como todos los parques de acá», dijiste, restándole importancia– y algunos nombres rotos y pegados en las paredes.

      En Berlín hay dieciséis cementerios. Algunos fueron casi completamente destruidos por las bombas que alguna vez cayeron sobre estas mismas calles.

      Lunes 4, mañana

      Me levanto antes que vos y voy a la cocina. Abro las ventanas pero me encuentro con otras ventanas. Me explicaste que las construían de esa manera para no perder calor en invierno, cuando las temperaturas se vuelven heladas. Aunque por algún lado tiene que salir el aire viciado de la noche y entrar el del nuevo día. ¿Cómo hacen si no? Parecen casas diseñadas para que el pensamiento se reconcentre.

      De Buenos Aires traje pocas cosas. Una valija mediana y una mochila de mano. Lo menos imprescindible que trasladé fue un paquete de un kilo de yerba y una bombilla porque creí que no iba a adaptarme a otro desayuno. Consideré que esos elementos eran la unidad mínima del mate. Error: en el departamento no hay pava ni termo de ninguna clase. Caliento agua en una olla que tiene un mango de baquelita en lugar de asa. Cebo mate con eso, en un vaso de vidrio. Vuelco, me quemo, mojo los libros que intento leer.

      Tarde

      Cuando te conocí tenías la cabeza de costado. En realidad no fue cuando te conocí sino cuando decidí quedarme con vos. Venías con una media sonrisa y una llave en la mano. Era de noche, se interponía una reja y también un jardín frondoso en penumbras que atravesaste con pasos largos de tus piernas delgadas. Abriste la puerta y me saludaste diciendo algo así como «bienvenida».

      Era una fiesta poco concurrida, en la casa de alguien que ninguno de los dos conocía muy bien. De eso ya pasaron cinco años. Lo que recuerdo es la total oscuridad del jardín, el sonido de tus pasos desde la casa, tus ojos brillantes sobre mí y la sensación de que estaba dejando mis armas en la puerta de ese lugar. Tuve miedo de entrar y pensé: me estoy metiendo en la boca del lobo.

      Noche

      Ahora miro el patio de aire-luz del departamento y no se ve absolutamente nada. Negro total. Debe haberse roto alguna lámpara porque el primer día, que fue cuando lo miré con mayor detenimiento, el patio estaba más iluminado. Vigilo la cocción de unas papas mientras espero que vuelvas de tu encuentro semanal de becarios. El silencio es abrumador. Increíble el contraste con mi casa de Buenos Aires, en la que siempre se escuchan pequeñas cosas, sobre la base constante que produce la avenida: la conversación de un grupo que pasa, una frenada, música de algún auto, golpes, alguien que silba una canción. Pero por estas paredes no se filtra ningún sonido. Apenas algún rumor opaco e indescifrable, jamás voces, como si los vecinos se hablaran con susurros.

      ¿Estaría más iluminado o sería la impresión que me dio cuando volvimos del bar, a la noche tarde? Es difícil dilucidar ese detalle. Cuando estamos sumidos en la oscuridad, la vista se acostumbra.

      Martes 5, mañana, Mitte

      Una de las primeras cosas que hicimos cuando empezamos a salir fue un viaje al mar. Hacía pocas semanas que nos frecuentábamos y te habían hecho una invitación a un festival que incluía algunos días en un hotel cinco estrellas. Me propusiste que fuéramos juntos. Recuerdo el poema que ibas a leer: era largo y rítmico, una especie de aullido que contaba tu educación en una universidad nacional, escarceos con la militancia de izquierda, imágenes de la familia trabajadora que te vio nacer y algunas experiencias con las drogas.

      Quisimos llegar un poco antes, para aprovechar el viaje. Las primeras noches dormimos en una hostería vieja de sábanas rugosas, casi transparentes. La mayor parte del tiempo la pasamos en la cama fumando y riendo, o en un balcón diminuto desde el que se veía un fragmento de costa. Una noche cenamos en un restaurante de pescadores en la escollera, cien metros adentro del mar. Las olas golpeaban, crispadas, mientras abríamos mejillones. Por momentos teníamos que levantar la voz para escucharnos.

      Después nos trasladamos al hotel reservado por el festival. Fue como ascender de clase social en una semana. Las frutas multicolores del desayuno, la tersura de las toallas blancas. La bañadera enorme y resplandeciente. Llegaron otros poetas invitados y compartimos alguna cena, alguna zambullida en la pileta cubierta. Era divertido sociabilizar, pero al mismo tiempo nos resultaba innecesario. Ya habíamos encontrado nuestra tribu, nuestra célula, nuestra unidad mínima. La sensación era que en cada segundo estábamos percibiendo lo mismo, intercambiando una misma sustancia que entraba por los ojos y salía por la nariz. Hablamos tanto. Leímos tanto. Corregiste tu poema y yo corregí algunos míos. Todo lo que se presentaba por delante era inmenso y era hermoso.

      Tengo una foto que me sacaste en esos días. Estoy sobre la escollera, el viento me levanta el pelo y atrás el cielo está completamente limpio. Hay ilusión en la manera en que miro el mar. También en la manera que elegiste mirarme vos.

      Tu poema no hablaba de mí, pero tu voz me llegaba del modo que siempre lo hizo: fuerte, grave, con determinación.

      Miércoles 6, mañana

      Anoche nos tocaron la puerta dos señoras. Fuiste a ver qué querían, con tu alemán recién estrenado. Me asomé al pasillo y las vi: dos rubias de sesenta años, pelo corto y ceño fruncido, paradas una junto a otra de modo tal que entraban ambas bajo el marco de la puerta. Quise acercarme pero me hiciste un gesto tenso con la mano de que te dejara a vos. El problema consistía en que había música y estábamos fumando en la cocina. Nos hicieron saber con ninguna amabilidad que se escuchaba en el patio de aire-luz. A las doce de la noche acá hay que apagar todo. Comunicarse con señas.

      Jueves 7, mañana

      Apareció un misterioso papel anónimo debajo de la puerta, dirigido a Hartung, el dueño del departamento, a quien nunca vimos, porque nuestro arrendador es a su vez inquilino de él. Parece que esto pasa todo el tiempo en Berlín, inquilinos de inquilinos que con ese proceder desataron una inflación imparable en los alquileres. Pienso que por más que seamos extranjeros, latinoamericanos y no precisamente adinerados, estamos produciendo un descalabro. Aunque hay quienes se benefician con nuestra circunstancia. Como en toda posición de asimetría, siempre hay alguien que se está lucrando.

      Viernes 8 de mayo, Treptower Park

      Se están cumpliendo setenta años del fin de la Segunda Guerra y se percibe un clima raro en la ciudad. Todos los diarios hablan del aniversario, lo celebran como el fin de una dictadura. Hoy llegaron Los Lobos de la Noche, motociclistas rusos que atravesaron seis mil kilómetros para dejar flores en el monumento a los soldados soviéticos caídos en combate. Las autoridades no querían dejarlos entrar al país, pero quedaron presas de la corrección política. Más aún siendo el aniversario de un final que empezó acá, en esta ciudad, con los alemanes perdiendo.

      Salió el sol y me propusiste ir a verlos. Son como los Hells Angels pero de Vladimir Putin. Vienen viajando en caravana desde hace meses; pasaron por Bielorrusia, Polonia, República Checa, Eslovaquia, Austria. El trajín no se les nota, están impecables con sus largos cabellos rubios, las camperas de cuero y tachas, las motos enceradas en fila, las banderas flameando sin una arruga, todo brilla como el acero. El monumento al que peregrinaban está en el Treptower Park, cementerio de más de siete mil soldados del Ejército Rojo. Se empezó a construir al terminar la Segunda Guerra y se inauguró en 1949. En la escultura principal un enorme soldado ruso levanta a una niña en brazos, mientras clava una espada grande sobre una esvástica rota. En el dibujo original del monumento había una ametralladora automática


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