Diario pinchado. Mercedes Halfon

Diario pinchado - Mercedes Halfon


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prueba. Fui a la Alte Nationalgalerie, que queda a pocas cuadras de la casa. El camino es apaisado y en un momento se llega al río Spree. Lo que se ve es un pequeño fragmento; aun así, saber que su curso sigue y se ensancha, alivia. El río de una ciudad es como su ombligo. Al verlo se entra en confianza, hay un punto de referencia. Más tarde seguro olvidaré su ubicación, pero mientras tanto lo miro, me aferro, trato de grabar sus formas ondulantes.

      En la mesa de informes me ofrecieron una audioguía del museo. Con esa compañía en español ibérico deambulé por el edificio, que es una especie de moderno templo romano. Subí y bajé las escaleras arrastrando los pies, vapuleando en vano el folleto donde señalaban el contenido de cada sala. Al final de la tarde eran las escaleras lo que más conocía del museo. Caracol pero gigantes y blancas, como esculpidas en hielo. El lugar elegido por los niños para empacarse, mientras sus padres los tironeaban para seguir el recorrido.

      Cuando ya estaba de salida descubrí la sala dedicada a Caspar David Friedrich. En un arco de trescientos sesenta grados todo eran los ocres y azules paisajes de Friedrich, siempre con personajes que nos dan la espalda, como si hubieran llegado a mirar esos paisajes segundos antes que nosotros. El tamaño fue lo más sorprendente: lo sublime para este pintor mide 55 x 71 centímetros. Eran imágenes que había acariciado cientos de veces en reproducciones de Taschen. Me saqué los auriculares y escribí algo que quizá sirva para un poema. Después me quedé sentada en el banco central mirando las pinturas. No sé cuánto tiempo pasó. En un momento un hombre de uniforme se acercó suavemente y me dijo algo que no entendí. Miré a mi alrededor y descubrí que era la única persona en la sala. Estaban cerrando.

      Tarde

      El árbol solitario, de Caspar David Friedrich

      Hay siete picos en el cielo de las seis de la tarde. Las montañas a esta hora son lilas, es increíble que un color como ese forme parte de la naturaleza de una roca. En la planicie que yace frente a semejante monumento hay un árbol solitario, desgreñado y torcido, con una rama apuntando hacia arriba. También se ve una laguna y más atrás la hierba donde pasta un grupo de ovejas. Cierta luz que atraviesa las nubes mancha de forma desigual lo que se posa sobre la tierra. Hay una franja iluminada al fondo, más allá unos arbustos y a lo lejos se adivina una ciudad en las sombras del valle. El telón son las montañas y un cielo azulino que se va aclarando a medida que desciende sobre el horizonte. El centro de este paisaje es el árbol, un roble maltrecho pero que sirve de respaldo al pastor que vela por sus animales. Aunque no lo hará, la rama más alta intenta tocar el cielo.

      Noche

      No es que crea ser un árbol solitario.

      Miércoles 13 de mayo

      Me acordé de una exposición que fuimos a ver unos años atrás, cuando empezamos a estar juntos. Era en una galería hermosa que había inaugurado en Palermo, exclusivamente dedicada a la fotografía. Se ve que el negocio no funcionó porque comenzó a hacer muestras de otras disciplinas para llegar a un público más amplio y poco después cerró. El principal auspiciante era una bodega muy exclusiva que quizás haya iniciado el emprendimiento con el fin de evadir impuestos y llegado un momento el chiste le resultó demasiado caro.

      Pero en ese momento recién abría, era un sábado cerca del mediodía, nos habíamos despertado tarde y decidido salir al sol. Fuimos a ver la muestra de un amigo de una amiga. Trabaja con cámaras de formato medio, unos aparejos que porta todo el tiempo y con los que saca casi sin mirar por el visor. Sus fotos son escenas cotidianas, muchas en interiores descuidados, cocinas y livings al natural, superficies repletas de objetos tan comunes como los de la mesa en la que escribo ahora: un esmalte de uñas, un frutero con un coco y tres manzanas, mi billetera abierta, mi pasaporte, dos cuadernos, un desodorante a bolilla, tres libros, la caja de un dvd, lápices, el control remoto del aire acondicionado y un paquete de galletitas abierto adentro de una bolsa de plástico.

      En las fotos no parece haber una puesta en escena; es una estética de la casualidad, del desorden leve. Los personajes que aparecen son sus amigos, su mujer, sus hijas, los hijos de sus amigos. Hay sombras y contraluces misteriosos. Hay también imágenes de exteriores donde aparecen los mismos personajes pero en el pasto de sus jardines. Una naturaleza posible, moderada por la mano humana.

      Eran fotos hermosas. Íbamos de una a otra mirándolas abrazados y en un momento nos vimos ahí. El reflejo nos metía adentro, en esas imágenes familiares, cálidas, del amor.

      Noche

      Me acordé también de una salida a la feria del Parque Rivadavia, a vender viejos cd de los dos, la misma semana en que nos mudamos a vivir juntos. Fuimos puesto por puesto ofreciendo el tesoro del que nos queríamos librar. Una entrega del pasado y a la vez una promesa, hacerle lugar al porvenir. Eran buenos discos, casi todos de rock de los setenta y ochenta, que no tenía sentido conservar, ya casi no los escuchábamos. La estafa que nos proponían los compradores era contundente. Menos de la mitad de la mitad del precio al que los venderían después. Aun así queríamos desprendernos de ellos, estaba decidido, los habíamos cargado hasta ahí, además de que necesitábamos el dinero. Era el primer fin de semana después de la mudanza.

      Lo pensamos un poco y estuvimos de acuerdo en que la venta no convenía. No llegábamos a pagar ni una cena con lo que nos daban, pero negociando un poco logré hacer un buen canje. Vos te llevaste un libro de poesía completa de un autor que no recuerdo y yo uno de Caspar David Friedrich. No sé por qué me atraía tanto Friedrich. Quería irme con esas imágenes a casa para ver si lograba descubrirlo.

      Jueves 14, Rosa-Luxemburg-Platz

      Fui a conocer el Volksbhüne, el «Teatro del Pueblo», a diez cuadras de nuestra casa. El edificio es de principios del siglo xx, con un frente majestuoso y escalinatas en semicírculo coronadas por seis monumentales columnas art nouveau. Después de la guerra había quedado del lado oriental. Hoy está en una zona céntrica, sobre la Rosa-Luxemburg-Platz, redonda y delimitada por monolitos de piedra. Los interiores son de mármol y hay arañas con caireles a cada paso. Extasiada, saqué tickets para mañana a la noche.

      Volví sobre mis pasos alegremente y, pese a la increíble cercanía, me perdí. Era una rotonda con cinco esquinas que me resultaban todas similares: un bar, edificios espejados, una moto estacionada, más allá gente caminando con determinación. Dudé, me dio miedo moverme en una dirección errada y extraviar el rumbo por completo. Le pregunté a una chica que pasaba para dónde era la Torstraße, pero lo debo haber pronunciado horrible porque me miró con cara de incomprensión, negó con la cabeza y siguió camino. Traté de focalizar en los negocios, los carteles, los árboles a ver si alguno me resultaba familiar. Nada. Nada de nada. Como si nunca hubiera pasado por ahí. ¡Qué bronca! ¿Cómo se puede ser tan distraída?

      Como si alguien me estuviera apoyando una mano helada, empezó a crecer una presión en el pecho. No quería entrar en pánico, traté de calmarme mentalmente; cerré los ojos y respiré profundo. Algo tenía que aparecer que me refrescara la memoria, no estaba tan lejos de casa, eran pocas cuadras. Pasó un hombre de traje y atiné a preguntarle si conocía la Torstraße, pero ni siquiera se molestó en contestar. Durante unos minutos no pasó nadie más. Ya casi cruzando la frontera de la desesperación creí reconocer a lo lejos un local de ropa usada en el que me había detenido a la ida. Crucé y ¡sí! Era el mismo. Ahí estaba, doblando prendas muy tranquilo, un pelado con tatuajes en el cuello que me había dicho el precio de una camisa. Le sonreí con gratitud. A partir de ahí ya me ubicaba, emprendí el camino con paso firme.

      Cuando llegué a la casa te encontré absorto sobre tus papeles. No levantaste la cabeza al escuchar la puerta, ni tampoco mis pasos hasta vos. «Hola», te dije. «Hola», contestaste. Y ahí quedó. Te miré un rato, pero creo que ni siquiera te diste cuenta. No me atreví a contarte lo que había pasado, ya preveía tu fastidio, las críticas a mi despiste. Tampoco me animé a proponerte la salida al teatro, sabía que ibas a recurrir a alguna excusa para decir que no. Ahora que había aprendido el camino, podía volver sola.

      Tarde

      «Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje»,


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