La muralla rusa. Hèlène Carrere D'Encausse

La muralla rusa - Hèlène Carrere D'Encausse


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a su enemigo común, Prusia.

      Choiseul, queriendo mejorar las relaciones con Rusia, sin pasar por Austria, tropezaba con las ideas de Luis XV. Él no conocía el Secreto del Rey.

      En la primavera de 1759, franceses y rusos habían recomenzado la ofensiva. El mariscal de Broglie, vencedor en Bergen, avanzaba en dirección al Weser, mientras que las tropas rusas, dirigidas por Saltykov, sucesor de Fermor, se dirigían hacia el Oder. Estos avances separados no podían satisfacer a Choiseul, que consideraba que una acción común sería más útil, por lo que en 1759 quiso montar una operación franco-rusa de desembarco en Escocia. Voltaire calificó ese proyecto de «cuento de las Mil y Una Noches», y expertos han demostrado su imposibilidad, teniendo en cuenta los medios militares rusos.

      En el verano de 1759, la suerte de las armas, largo tiempo favorable a Federico II, dio la vuelta. En Kunersdorf, no lejos de Francfort, Federico II se enfrentó a los rusos. Podía alinear cuarenta y ocho mil hombres frente a ochenta mil adversarios. Al principio, su genio le permitió desbordar a las tropas contrarias, y creyó en una victoria que anunció imprudentemente. Luego la suerte se invirtió, los rusos, cambiando de táctica, obligaron a retroceder a las tropas prusianas. Federico II huyó, abandonando Berlín. Pero rusos y austriacos no se pararon ahí, ocupando Silesia —eterna reivindicación de María Teresa— y Brandeburgo, y finalmente Berlín, que se rindió a las tropas rusas. Austriacos y rusos saquearon la ciudad, luego ante el anuncio del regreso reforzado de Federico II, cuya estrella, a pesar de las derrotas, brillaba aún, dejaron la ciudad. Rusia había conseguido muchas victorias, pero estaba arruinada, sin posibilidades de proseguir la guerra. Vorontsov, que había sucedido a Bestujev en la Cancillería, informó a sus aliados, que no estaban en mejores condiciones. Había que negociar la paz. Austria y Francia lo deseaban. Pero cuando Vorontsov mencionó la cuestión con la emperatriz, chocó con una violenta oposición. Ella quería destruir a Prusia y desembarazarse para siempre de su rey. Isabel se obstinó en proseguir la guerra hasta la victoria total y sus aliados debieron seguirla. Para Federico II que se había refugiado en Breslau, el combate estaba perdido. Su última esperanza estaba en que el sultán otomano interviniese contra Rusia, pues la situación caótica de Europa al final de la guerra de los Siete Años era favorable a su entrada en escena. Pero el sultán no hizo nada, abandonando al rey de Prusia a su suerte.

      El destino justificó, sin embargo, la esperanza de Federico II. Iba a salvarle la muerte de la intratable soberana. Este evento, milagroso para Federico II, llegó el 25 de diciembre de 1761 cuando él parecía perdido. La paz ruso-prusiana se firmará el 13 de abril de 1762.

      Esta paz tuvo una historia larga y difícil. En 1760, dos años antes de la muerte de Isabel, Francia quería ya poner fin a la guerra, o al menos salir de ella. Su nuevo embajador en Petersburgo, el barón de Breteuil, no cesaba de repetir a los responsables rusos que Francia quería hacer la paz. Voluntad que justificaban los deberes franceses en los teatros de operaciones americano e indio, pero también la ausencia de victorias significativas en el escenario europeo. El barón de Breteuil, tratando de convencer a la emperatriz de la inanidad de la continuación de los combates, pedía un refuerzo de los vínculos franco-rusos y el desarrollo del comercio entre los dos países, comercio hasta entonces monopolizado por Inglaterra. Para convencer a Federico II de negociar, había que privarle del concurso de Inglaterra que le era indispensable, y para eso era preciso tratar con Inglaterra. El rey de Francia consideraba que estaría mejor colocado para esta negociación apoyándose en España y los Países Bajos. Informada del proyecto francés, la emperatriz objetó que la paz no tenía solo por finalidad poner fin a la guerra, se necesitaba también que Prusia no fuese nunca más un peligro para sus vecinos y para la paz. De ahí la necesidad de combatir hasta romper definitivamente su potencia.

      En París, el embajador Tchernychev daba incansablemente el mismo discurso a todos sus interlocutores. Mientras se proseguían estos intercambios, el proyecto de reunir un congreso de la paz tomaba cuerpo. Rusia, que seguía defendiendo la continuación del conflicto, no ponía objeción a esto, considerando que después de la guerra ella podría defender sus pretensiones territoriales. Y su prioridad no era obtener la Prusia oriental y Dantzig, sino una modificación de las fronteras en Ucrania, lo que hacía saltar a los polacos. Para alcanzar este objetivo, Rusia necesitaba el apoyo francés, de ahí la moderación que mostraba la emperatriz en las negociaciones de paz de Francia. Después de largos tratos con Inglaterra, Versalles admitió su fracaso, mientras que Choiseul se volvía hacia España para firmar con ella el pacto de familia de agosto de 1761.

      Constatando los deberes franceses, Isabel propuso al rey concluir un tratado sin incluir a Austria, prometiendo pesar sobre Inglaterra para que atendiese los intereses franceses en las colonias. Como precio de este apoyo ruso, Rusia pedía el de Francia en su «reivindicación ucraniana». La propuesta convenía a Choiseul, pero tropezó con los deseos del rey que él ignoraba —¡siempre el Secreto!—, implicando una llamada a la prudencia. El rey recordaba que conceder a Rusia el derecho de expandirse en Ucrania suscitaría la hostilidad de Turquía y la inquietud de Polonia. El mensaje era claro, las relaciones con Rusia importaban menos al rey de Francia que las reacciones de sus aliados de siempre, Constantinopla y Varsovia. Aunque una verdadera alianza con Rusia no estaba pues a la orden del día, las relaciones comerciales entre los dos países se veían en revancha favorablemente. Aquí aún, lo que preocupaba al rey era menos la relación con Rusia que la voluntad de apartar a Inglaterra de una relación comercial en la que ella tenía un lugar muy importante. En la primavera de 1760, Petersburgo y Londres están implicados en una negociación destinada a concluir un nuevo tratado de comercio que Francia quiere impedir. Petersburgo pretende que el tratado ruso-inglés no impedirá la conclusión de un acuerdo semejante con Versalles. Choiseul decidió proseguir la negociación y, en invierno de 1761, el texto de un tratado estaba preparado, y se refería también a la libertad de circulación marítima. Este texto aguardaba la firma de la emperatriz, pero todo quedó en suspenso por su muerte.

      Quedaba la cuestión de las operaciones militares que Francia esperaba evitar se reiniciaran en 1761. Pero Viena y Petersburgo insistían para acabar con Federico II, y Francia se sumó a su voluntad. Esta última campaña de la guerra de los Siete Años estuvo marcada por el comportamiento inesperado de todos los adversarios. Contrariamente a su costumbre, Federico II se mostró irresoluto, pero la actitud poco ofensiva de sus enemigos no era menos extraña. Burtulin y Laudon, los jefes de los ejércitos rusos y austriacos, lejos de aprovechar la actitud vacilante de Federico II, discutían la estrategia en lugar de ir a Berlín, lo que dejaba a los prusianos la posibilidad de buscar refugio en Breslau. Una vez más, la muerte de la emperatriz puso fin a todas las vacilaciones.

      Esta muerte, esperada desde tan largo tiempo, modificó totalmente la situación. La emperatriz había siempre temido las decisiones que tomaría su heredero. Lo había visto claro. A su muerte, el problema no era militar, tampoco era ya el de las posiciones respectivas de cada ejército, era político y consistía en la personalidad de quien subía al trono de los Romanov.

      La emperatriz había designado a su sobrino, Pedro de Holstein, como sucesor. Ella se había esforzado en prepararle para el papel que debería asumir, pero había entrevisto muy pronto que su elección era deplorable y no asumiría la continuación de su política. Pedro de Holstein era un admirador apasionado de Federico II. Además, no se veía como ruso, no amaba el país, ni su cultura, ni la religión que había tenido que abrazar. Esperaba estar en el trono para transformar Rusia y adaptarla a su pasión alemana. La emperatriz era consciente del divorcio existente entre la personalidad del futuro soberano y el país que debería gobernar. Conocía también sus debilidades, el gran duque estaba dotado de una inteligencia mediocre y era inmaduro. Lo contrario de su esposa. Isabel había también constatado que esta pareja era precaria. Pedro conocía la vida desordenada de Catalina, y se acomodaba, pero soñaba con deshacerse de esta fuerte personalidad. La tradición rusa de encerrar en un convento a las esposas molestas estaba presente en su espíritu. Isabel sabía pues que el porvenir era imprevisible. Ciertamente, al nacer Pablo, el hijo de la pareja, ella había deseado por un tiempo apartar a su favor a este deplorable Pedro y confiar la dirección del país a una regencia. Pero, en definitiva, renunció a eso. Y la inquietud la consumió hasta su último día.

      Isabel se había comprometido


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