La muralla rusa. Hèlène Carrere D'Encausse
de Rusia, la potencia creciente de Prusia. A este sentimiento antiprusiano y contra Federico que no la dejó nunca, se añadía en su visión política una atracción profunda por Francia. Le gustaba su lengua, la civilización, admiraba su estatuto internacional. Francia era la gran potencia de Europa, la que servía de modelo y dictaba las reglas. Ella tenía la convicción de que el interés nacional ruso coincidía con el de Francia. Se refería también a su padre que había querido fundamentar la amistad de los dos países, en un proyecto matrimonial; él fracasó porque, para Francia, la Rusia de aquel tiempo apenas contaba.
Isabel había querido resucitar el proyecto del gran emperador de acercar a los dos países y se había encontrado, como él, con la poca consideración que Francia concedía a Rusia. A pesar del aumento de su potencia, el Imperio Romanov contaba siempre menos a los ojos del rey de Francia que los aliados tradicionales, Polonia, Suecia, Turquía. Rusia no inquietaba a Francia, pero seguía siendo para ella un país extranjero al orden europeo, aunque las dos grandes guerras que, desde 1740, habían sacudido ese orden, la guerra de sucesión de Austria y la guerra de los Siete Años, hubiesen permitido a Rusia instalarse en el paisaje europeo. Este nuevo lugar de Rusia en Europa, debido a la obstinación de Isabel, no fue nunca plenamente comprendido ni aceptado por Versalles. Mantener a Rusia al margen de Europa será durante todo este periodo una constante de las concepciones y decisiones políticas de Francia, y una de las manchas atribuidas a esa extraña instancia que fue el Secreto del Rey.
[1] Al dirigirse a su gobierno, utilizaba el calendario gregoriano.
[2] Se trata de una red secreta de espías al servicio de Luis XV.
4.
Pedro III: la fascinación prusiana
EL 5 DE ENERO DE 1762, Pedro de Holstein, de treinta y cuatro años, heredero escogido por la emperatriz Isabel, se presentó al ejército como el nuevo emperador. Fue aclamado sin gran entusiasmo, pero con todo reconocido como el zar Pedro III. Al fin y al cabo, era el nieto de Pedro el Grande. Un Romanov se instalaba en el trono, la sucesión masculina quedaba restablecida, todo parecía haber vuelto al orden. Ciertamente, el nuevo emperador no era popular: sus juegos infantiles con su batallón de soldaditos de Holstein y sus gustos de cuartel sorprendían. Sin embargo, el reinado comenzó bajo felices auspicios, pues, por el manifiesto de febrero, Pedro III liberó a la nobleza de la obligación de servir al Estado que Pedro el Grande le había impuesto. A esta decisión, que le ganó la gratitud de la nobleza, se añadió la abolición de la Cancillería secreta, que el embajador inglés comparaba con la Inquisición española por el temor que inspiraba, y las medidas de clemencia para los viejos creyentes hasta entonces perseguidos, y que pudieron volver a Rusia o pedir tierras para vivir dignamente en Siberia. Los exiliados del reinado anterior —Münnich, Biren, Lestocq y algunos otros— pudieron también volver de los lugares de exilio donde habían sido confinados. ¿Eran estos los comienzos del reinado de un soberano moderado?
Sin embargo, a estas sabias medidas se opusieron al mismo tiempo decisiones que levantaron la indignación de la sociedad. Una hostilidad declarada a la Iglesia nacional, a la que Pedro III manifestó de entrada su desprecio mediante gestos insultantes. La obligación de hacer al ejército formar según el modelo prusiano —con uniformes y ejercicios copiados de las tropas de Federico II. La Corte debió también plegarse a la moda alemana, a la etiqueta alemana; todo lo ruso quedó de pronto proscrito. Algunas semanas bastaron para hacer impopular al nuevo emperador.
Pero lo más grave estaba en el abandono del interés nacional ruso en beneficio del de Prusia. Desde la batalla de Kunersdorf, Federico II sabía que estaba perdido, aunque Buturlin tenía poca prisa en sacar ventaja de la derrota prusiana. La llegada al trono de Pedro III reanimó la esperanza del rey de Prusia. Le dirigió enseguida sus felicitaciones por intermedio del embajador de Inglaterra. Vorontsov había declarado: «La paz es deseable, pero para llegar a ella hay que actuar en concierto con los aliados». Pedro III, indiferente ante estas palabras, decidió negociar la paz sin tardanza con el enviado de Federico II, el barón von Goltz. Y antes incluso de entablar las negociaciones, sin consultar a sus aliados, el emperador ruso había multiplicado los gestos amistosos con Federico II, sobre todo liberando a más de seiscientos oficiales y soldados prusianos, que envió a sus hogares. Luego dirigió a la emperatriz de Austria un mensaje conminatorio, «aconsejándole firmemente» concluir un armisticio con el rey de Prusia y entablar conversaciones de paz.
Federico II había autorizado a su plenipotenciario a ceder la Prusia oriental a Rusia si el emperador lo exigía para llegar cuanto antes a un acuerdo. Para su gran sorpresa, el barón von Goltz se encontró ante un interlocutor que no le hablaba más que de su amistad con Federico II, mostraba un anillo adornado con un retrato del rey de Prusia y parecía indiferente ante las propuestas conciliadoras que le traía Goltz. No solo, le dijo, no pretendía reivindicar la Prusia oriental, sino que devolvía a Federico II todos los territorios conquistados por Rusia. Sugirió también al rey de Prusia que podía redactar él mismo el texto del tratado de paz asegurándole que el lo firmaría sin discutir.
El tratado ruso-prusiano del 5 de marzo de 1762 consagraba una alianza ofensiva y defensiva. Las dos partes se comprometían a socorrerse mutuamente. Federico II garantizó a su nuevo amigo el apoyo de sus Estados de Holstein, a su tío el ducado de Curlandia y prometió apoyarle en los asuntos de Polonia. Era un cambio completo de alianzas.
Para Francia, el golpe fue terrible. En Versalles, se sabía desde el mes de febrero que el emperador quería salir de la guerra. Cuando Pedro III informó oficialmente a sus aliados, Luis XV reaccionó recordándole que también él le había querido desde hacía tiempo, pero añadió que no aceptaba las negociaciones secretas, que la paz debía negociarse entre todos los aliados sobre la base de un acuerdo general. Al firmar el tratado de paz, Pedro III había expresado ciertamente su voluntad de contribuir a un arreglo general en Europa, pero al mismo tiempo denunciaba todas las obligaciones contraídas por Rusia con sus aliados. Se proponía también como mediador entre Prusia y Suecia.
Aunque Francia desaprobaba el modo de actuar del nuevo emperador, la emperatriz de Austria lo deploró más aún, pues ella era la mayor víctima. La emperatriz Isabel había apoyado siempre sus reivindicaciones sobre Silesia y Glatz, el tratado ruso-prusiano aniquilaba esa esperanza.
Inglaterra estaba también descontenta por la reconciliación ruso-prusiana. Prusia era cercana para Inglaterra y Federico II omitió informarla de su voluntad de hacer la paz con su enemigo común. Solo Suecia, satisfecha, se apresuró a seguir el ejemplo dado por Pedro III. Los ejércitos suecos apenas habían brillado en los campos de batalla, la economía del país sufría por un conflicto interminable y el descontento popular se expresaba ruidosamente. El rey Adolfo Federico decidió seguir el ejemplo de su sobrino en su gestión de la paz con gran alegría de la reina que era la hermana de Federico II. La paz confirmaba el estatuto territorial de antes de la guerra de los dos Estados, mientras que Francia perdía en esta paz a un aliado al que siempre había apoyado. Polonia podía con todo derecho deplorar esta paz, pues Pedro III le había sido siempre hostil, y quería, nadie lo ignoraba, instalar a su tío, el príncipe Jorge de Holstein, en el trono de Curlandia. Este proyecto estaba escrito en un artículo secreto del tratado ruso-prusiano.
Pedro III había hecho la paz con Prusia, pero la guerra no había terminado, incluso para las tropas rusas. Había que vencer todavía a Austria y, apenas seca la tinta del tratado, las tropas rusas y prusianas se enfrentaron al ejército austriaco en Sajonia. Pedro III declaró que tomaría la cabeza del ejército para conquistar Schleswig. Para el pueblo ruso que había creído, cuando subió al trono, que recuperaba la paz, las posturas guerreras del soberano eran incomprensibles e inaceptables.
Poco faltaba para que el emperador —acogido más bien con indiferencia en el cansancio general de una guerra interminable, pero que, por su reconciliación con Federico II, había suscitado por un momento la esperanza— se hiciera impopular. En la medida en que su prusofilia le condujo a decisiones que chocaban a sus compatriotas. Abrió de par en par las puertas del país y del poder a muchos alemanes. Las medidas