La muralla rusa. Hèlène Carrere D'Encausse

La muralla rusa - Hèlène Carrere D'Encausse


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aún en mitad del viejo continente, crece desde hace un siglo con una rapidez singular. Su porvenir es de un peso inmenso en nuestros destinos. No es imposible que su barbarie venga un día a empapar nuestra civilización».

      De Rusia, país bárbaro que habría que «empujar a los desiertos», a este joven Imperio que podría dar aliento a Europa, cuánto camino recorrido. Fue Pedro el Grande quien abrió este camino, en su pasión extremada de unirse a Francia, la que, incluso a veces desanimada, ha contribuido a asegurar a Rusia su identidad europea y su estatuto de potencia de Europa.

      1.

      Pedro el Grande. La ventana abierta a Europa… y Francia

      CON PEDRO EL GRANDE, CUYO REINADO va a cambiar radicalmente la imagen de Rusia en Europa y la relación de este país con la mayor parte de las potencias del continente, comienza otra época, marcada por dos figuras reales excepcionales: Luis XIV en Francia, Pedro el Grande en Rusia. Estos dos personajes van a dominar la escena política europea y, sin embargo, nunca se reunirían.

      En 1689, un joven de diecisiete años sube al trono ruso: Pedro Alexeiévich Romanov. El poder no le interesa aún, se apasiona por el arte militar y los barcos. Maneja primero pequeños navíos en los lagos de sus tierras. Pero operar con armas ficticias y navíos en miniatura le cansa rápidamente. Quiere afrontar una verdadera guerra y dos enemigos de su país se le presentan, Suecia y el Imperio otomano. Elige el segundo, el turco, el musulmán aliado de los tártaros que han dominado Rusia y que el primer Romanov, Miguel, había soñado vencer. Con apenas veintidós años, sin otra experiencia que sus juegos de niño, se lanza a la conquista de Azov. Y la consigue. La toma de Azov, en 1696, es el símbolo del renacimiento de Rusia liberada de los tártaros y más aún del porvenir de potencia que se le ofrece por la apertura hacia el mar Negro. Rusia ha estado hasta entonces encerrada en un espacio continental; llegando al mar, tiene la posibilidad de convertirse en una potencia naval. Pedro realizó así el primero de sus sueños.

      Pero no se detiene ahí. Apenas vuelve a Moscú, el pueblo ruso conoce el extraordinario proyecto del joven soberano. Envía a Europa una gran embajada, compuesta de doscientas cincuenta personas, para descubrir ese mundo lejano, tan diferente, y para arrancarle los secretos de su potencia y su esplendor. Esta noticia se acompaña de un rumor increíble: el zar tendría la intención de tomar parte en esta gran embajada y lo haría no como soberano ruso, sino con nombre supuesto. ¿Cómo imaginar que este gigante de dos metros de altura pudiese desplazarse de incógnito? ¿Y cómo imaginar que el zar de Rusia, tierra de todos los complots, él mismo ha sido ya víctima de algunos, pueda dejar su país durante un tiempo tan largo, pues se anuncia de dieciocho meses?

      Y, sin embargo, tal era el proyecto de Pedro el Grande, que puso en ejecución al día siguiente del triunfo de Azov. Tenía para justificarlo una razón indiscutible. Tras alcanzar la victoria sobre el Imperio otomano, era preciso consolidarla. Rusia necesitaba alianzas contra los turcos. Había que aprender también de Europa las técnicas, las ideas que habían asegurado su progreso. E importar en Rusia hombres capaces de enseñarlas. En definitiva, la gran embajada será para el zar de veinticuatro años la culminación de su educación y la oportunidad de conseguir la aceptación de Rusia por Europa.

      El 20 de marzo de 1697, la gran embajada deja la capital con un cortejo de doscientas cincuenta personas e innumerables trineos y furgones de equipaje llenos de suntuosos ropajes —pieles de marta cibelina, sedas bordadas con perlas y piedras preciosas— para las recepciones, y regalos. El zar perdido en esta multitud de viajeros se impone sin embargo a la atención y su anonimato desaparecerá pronto, pero será respetado por todos los soberanos que le acogen. Pedro recorre Europa, Alemania, Holanda, Inglaterra, acogido y festejado en todas partes, descubriendo y aprendiendo algo en cada una según había deseado. Pero en este viaje, le faltó un país: Francia. Saint-Simon dio la explicación, el rey Luis XIV le habría desanimado. La razón invocada por Saint-Simon es más que verosímil. Luis XIV domina entonces toda Europa, por su gloria y su potencia, es el hombre más influyente del continente. Para él, el Imperio de los zares no pertenece al mundo moderno, que es el suyo, como mucho, se ha detenido en la Edad Media. Por lo demás, Luis XIV no ha podido alegrarse de las victorias alcanzadas por Pedro el Grande sobre el Imperio otomano. Atacar a uno de los pilares del sistema francés es poner en causa su autoridad, un crimen de «leso sol».

      Pero también los viajeros venidos de Rusia tienen mala reputación en Francia. Son arrogantes, puntillosos en cuestiones de protocolo, quizá para compensar la conciencia de sus insuficiencias, rehúsan plegarse a los usos occidentales. Francia ya tuvo experiencia de eso en 1687, cuando la regente Sofía, medio hermana de Pedro, había enviado una delegación a Holanda, España y Francia. En Francia, esta expedición, dirigida por el príncipe Jacob Dolgoruki, se saldó en un desastre, tan pronto como cruzó la frontera. Para hacer frente a dificultades financieras, los delegados vendían en la plaza pública las cibelinas traídas para regalos. Fue un buen escándalo. Luego, al recibirlos el rey en Versalles, de un modo muy generoso, se incrustaron, negándose a marcharse. Finalmente, al volver a su casa, se quejaron de ser acogidos de manera indigna, maltratados y despreciados. El ruido provocado en torno a esta delegación querellosa, poco educada, contribuyó a envenenar las relaciones entre Francia y Rusia, y el recuerdo seguía aún vivo cuando se anunció la de Pedro el Grande.

      A la explicación de Saint-Simon se puede añadir que probablemente el mismo Pedro no desearía una etapa francesa. Había retenido del episodio de Dolgoruki una versión muy hostil a Francia, la que le trasladaron los enviados, subrayando el desprecio y el maltrato sufridos durante su viaje. Por lo demás, si Luis XIV deploraba que el zar hubiera hecho guerra a Turquía, Pedro, por su parte, estaba indignado por el apoyo que Francia había prestado a su adversario, apoyo tanto más sorprendente a sus ojos pues consagraba la alianza de un soberano cristiano con un Estado musulmán contra otro Estado cristiano. En el siglo XVII, una tal alianza era difícil de concebir para Rusia, que se decía heredera de Bizancio.

      La relación con Francia, después de la fallida entrevista de la gran embajada, no iba a mejorar, puesto que en cuanto volvió, Pedro iba a entrar en conflicto con otro pilar del sistema francés, Suecia, nuevo desafío lanzado al Gran Rey.

      Las relaciones entre Rusia y Suecia eran detestables desde hacía varios siglos, pues estaban en rivalidad por la posesión de las costas del golfo de Finlandia. Para Rusia, esta cuestión era crucial, era la llave de su acceso al mar Báltico. Había perdido en el siglo XIII la Carelia y la Ingria en beneficio de Suecia. El zar Alexis, el padre de Pedro, había intentado recuperarlas, pero estando entonces en guerra con Polonia, no había podido combatir dos países a la vez. Para Pedro, los datos de este problema de acceso al mar Báltico estaban claros: las provincias perdidas eran tierras rusas, había que reconquistarlas. En 1700, el soberano de Suecia, Carlos XII, era un joven de dieciocho años, casi un adolescente, sin experiencia. Pedro concluyó que había llegado la hora de recuperar las tierras perdidas. Esta fue la guerra del Norte. Si los comienzos habían sido favorables a Carlos XII que se impuso contra los rusos en la batalla de Narva, Pedro supo preparar pacientemente lo que vino después. Desde 1703, aprovechando las ambiciones de su adversario en Polonia, donde Carlos XII pretendía destronar al rey Augusto, Pedro consiguió recuperar Ingria e instalarse en las costas del Báltico. A pesar de los esfuerzos que desplegará para reconquistar estos territorios —rusos, decía Pedro—, Carlos XII no lo conseguirá. El zar marcará su triunfo decidiendo edificar su capital cerca del Báltico, a las puertas de Europa. Esa fue una inmensa y larga empresa. Había que construir una ciudad sobre terreno pantanoso, sin disponer en las proximidades de materiales —piedra o madera— y trasladar por su autoridad a una población apegada a la vida moscovita. Pero, en algunos años, San Petersburgo, la ciudad de Pedro, surgirá del paisaje desolado e inhóspito que se había creído destinado para siempre al desierto.

      Las victorias de Pedro el Grande sobre el Imperio otomano y Suecia trastornaron el paisaje político europeo. Francia no pudo ya contar con Suecia para contener a Austria, mientras que la potencia de los Habsburgo no cesa de crecer. Hay que encontrar otro aliado que juegue este papel, ¿no será el momento de pensar en Rusia? En 1710, después de que la potencia sueca se rompiera en Poltava, de la que nunca se recuperará, el marqués de Torcy, entonces ministro de Asuntos


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