Pobres conquistadores. Daniel Sánchez Centellas
de observación y de las deducciones recogidas por su familia durante los últimos diez años:
—Trucano Negosores. Sí, ahora calmado pronuncio bien tu nombre. Un buen día, cuando yo era pequeño, leí las leyendas de las bandadas de aves marinas que venían del oeste, que me costó creer ciertas. Ligado al mar como estaba por la vida de mi familia, tenía todas las herramientas para desentrañar la verdad detrás de esa leyenda. Y un día, tras largos estudios y complicados cálculos, llegué a la conclusión de que debía de haber una masa de tierra allá lejos en el oeste.
—¿En el mar de la nada?
—Sí, allí lejos.
—¿Solo por las bandadas de pájaros?
—¿Eh? ¡No! ¡Ja, ja, ja! Estudiamos muchas más cosas, durante muchos años: consultamos a ancianos, sabios, navegantes, y tomamos nuestras propias notas sobre los signos de la naturaleza. Durante once años, mi buen Trucano, durante once largos años, mi hermano, mi padre, mi madre, mis primos y yo los estudiamos. Desde el movimiento de las nubes, las mareas, la aparición de cetáceos cada verano en nuestras costas y muchas cosas más, muchas. Por eso, pudimos convencer primero al visir de navegaciones y luego al mismo emperador, de que se debía hacer esta gran empresa, en esta época, en estos días, cuando las corrientes hacia el sur nos llevarán a velocidades que para cualquier vela se pueden multiplicar por cuatro.
Trucano estaba asombrado de las explicaciones de Alekt, pero sobre todo estaba asombrado de que en el imperio pudiera haber gente así. Casi estaba a punto de preguntarle cómo era posible que sirviese y viviera bajo la marca de esa monarquía. Pero se calló. Primero, porque su hogar estaba allí, ya fuera imperio o anarquía, y segundo: él ahora era su jefe y, por cierto, bastante magnánimo, por lo que debía guardarle un respeto proporcional. Sin haber aún dicho ni una sola palabra, como si supiera lo que quería oír, Alekt prosiguió:
—Y, sin embargo, pertenecemos, habitamos en este maldito país, estado o como queráis llamarlo, que nos financia el viaje a costa de vidas humanas. Y ahora, también será el vuestro por esta odiosa anexión.
—Señor, pero… vos habéis participado en la batalla… para ganarla… —balbuceó aturdido Trucano.
—¿Qué he ganado? ¿En qué he ganado? No hay quien pueda creer semejante cosa.
Trucano sintió una patética tristeza hacia aquel hombre, pero también le reconfortó el hecho de que hubiera confiado en él. De todas maneras, su respuesta lo dejó desarmado y pensativo para el resto del día. Solo le dijo:
—¿Qué más puedo hacer por ti, patrón?
—Ponte bajo las órdenes del maestro armador, sírvele de intérprete, seguro que será tu principal ayuda. ¡Ah! Pregunta por mi hermano y preséntate ante él —respondió Alekt, con el despego de los que sufren más de la cuenta.
Los dos se abalanzaron hacia la puerta de salida, cuyo umbral traspasaron casi al mismo tiempo, y abandonaron rápidamente el lugar, sin decir nada y olvidándose de dar y recibir las fórmulas de respeto jerárquico. Por un momento, creyeron que la inercia de sus rápidos movimientos les ayudarían a dejar atrás la amargura que, como un halo, los había envuelto por completo. Trucano lo consiguió en cuanto empezó a hacer otra cosa, sin embargo Alekt llevaba adosada esa pesadumbre como una esencia propia
Trucano asistió como traductor al maestro armador en dar órdenes para las reparaciones y otros trabajos. Después, pudo conocer a Argüer, el hermano de Alekt, y encontró en ese rechoncho marino la cara opuesta de la familia: jovial, simpático y vital, pero sobre todo tremendamente práctico. Lo primero que hacía con cualquier persona era llevarse bien, colaborar al máximo, porque no podía esperar menos de cualquier ser humano, igual que no podía esperar menos de él mismo en su relación con los demás. También, si las cosas no funcionaban, era el primero en cambiar, sustituir o destruir. Por ese mismo sentido práctico, si otra persona no le consideraba como un ser humano respetable, como él había hecho previamente con el prójimo, la opción más económica era eliminarlo de su vida; de entrada, con la indiferencia, aunque en el campo de batalla había demostrado que podía hacerlo de otra forma. No le habían herido, ni por casualidad ni por ser más débil, sino por convertirse en la bestia negra del enemigo en su sector. Como él solía decir, y repitió delante de Trucano: «¿Han considerado que pueda ser un honorable y hospitalario pescador del sudeste del imperio, de las penínsulas Chuberr? ¡No! Me han equiparado al emperador directamente, me han simplificado, y ni siquiera pude tener parlamento, esa falta de respeto no la tolero». Alekt intentó por todos los medios hacerle entrar en razón, no había manera de hacerle entender que la batalla no podía ir tratando a cada uno de manera particular y que, por otra parte, en cada sector podían estar pasando cosas diferentes. De esta manera, ni siquiera el final de cada uno tenía por qué coincidir con el final general de la contienda. Resultado que uno victorioso en sus propios combates pudiera ser perdedor por su bando, y al mismo tiempo otros perecer en el bando victorioso.
Tras estas encalladas verborreas con su hermano, Argüer podía reconocer en Trucano a un honorable ciudadano, como cualquiera de los que podía haber matado en esa lid, y aunque le explicaba estos detalles sin demasiado tacto, ambos sabían que no había ningún odio especial sino que las circunstancias los habían traído a estar en bandos contrarios. No obstante, Argüer se disculpó, a pesar de todo:
—Disculpa si he hecho el comentario, espero que no hubiese nadie conocido tuyo en el sector sur.
—No, señor, por suerte no fue así. Y si me permites, yo también hice lo propio en el sector central de la batalla. —Trucano pensaba que estaba cometiendo una imprudencia, pero, sin saber por qué, percibía que podía abrirse a esa personalidad noble. Y tan noble fue que no lo tomó como algo totalmente negativo:
—¡Ja, ja, ja! Es irónico ver cómo los que nos batimos con más ahínco somos los que en realidad debiéramos conocernos mejor.
Trucano, ya totalmente abierto ante su otro patrón, le habló seriamente:
—Yo, de entrada, no me batía sino que defendía mi ciudad, mi gobierno escogido por nosotros, mi barrio, mi familia.
—Supongo que pensarás que nosotros luchábamos por una simple recompensa. Casi es lo que está pensando mi hermano ahora —dijo Argüer, bajando la cabeza avergonzado.
—No, no pienso eso. Ya conozco la historia. Era una oportunidad que no debíais perder.
—Lo que hay que hacer para conseguir los sueños, Trucano.
—Lo que hay que hacer simplemente para vivir, patrón Argüer.
Prevaleció un silencio entre ambos, en eso se parecía a su hermano; especialmente, en los silencios. Le ordenó, de manera intrascendente, que ayudase en las instrucciones de los marineros de Eretrin, traduciendo lo que decían los contramaestres; como era propio de su sentido práctico.
Los hombres de Eretrin contratados o levados ya conocían los deberes que debían cumplir; los contramaestres solo marcaban el ritmo para las repeticiones en sus trabajos, así que Trucano ya no era imprescindible. Fue a preguntar dónde dormiría Argüer, que hacía de administrador; aún no podía ejercer su verdadera función debido a la recuperación de sus heridas. Así, pudo saber que tenía una litera en un camarote compartido, en vez del típico coy de marinero, lo cual reconoció agradecidamente. Allí mismo, antes de dormirse, escribiría la primera carta a su familia desde que los dejó en el camino a Erevost.
Quedaban pocos días para que el tiempo óptimo de la partida decayese. Las corrientes eran, ahora y solo ahora, las favorables para marchar, y precisamente para descanso de los artífices de esa expedición todo estaba preparado. El sol anaranjado que así mismo teñía de ese color el último atardecer antes de la partida, convertía a las fragatas en siluetas negras cargadas de cuerdas, aparejos y palos. La mar de fondo, que llegaba hasta el muelle, bamboleaba suavemente las naves, dándoles un matiz de animal imponente a la espera de la migración. Mientras, unos pocos hombres que acababan su trabajo aparecían como duendes esbeltos danzando entre las jarcias. La estampa era única, como únicas eran esas dos naves, que parecía