Pobres conquistadores. Daniel Sánchez Centellas

Pobres conquistadores - Daniel Sánchez Centellas


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desacuerdo con vos, del que vuelvo a excusarme. —Gotert miró esta vez él al suelo y con aire resignado contestó al navegante:

      —Mi querido Alekt, me apenáis. Pensáis que somos incapaces de hacer esos cálculos o de no comprender el alcance de esta misión. Además, ¿he de sugerir a un marinero que el propio mar nos provee de vituallas? Mis hombres son capaces de dar cuenta de cualquier comestible marino, no hay que acumular más provisión de boca en las naves. Pensad, por otra parte, que es imprescindible llevar una fuerza de seguridad y conquista a tierras ignotas. Eso no hace falta ni que lo pongamos en tela de juicio. Pero, como estoy viendo que no va a ser fácil convenceros, creo que terceras personas os dejarán claras las ideas. —Alekt estaba más confuso aún y solo pudo balbucear un «¿qué?», cuando desde detrás de esta comitiva militar, venía otra de la cual ni Alekt ni Nástil, el vigía, habían podido percatarse. Cuando, justamente Gotert acabó de decir esto, el segundo contingente ya alcanzó la escena y de este se distinguieron dos jinetes que se acercaron a los conferenciantes. Uno de ellos era el visir de navegación, que se dirigió a Alekt con un acento adusto y reprobatorio, como el de los profesores asqueados de su trabajo:

      —Alekt Tuoran, vuestra impulsividad nos ha parecido, si más no, una peligrosa falta de autocontrol. Con esta premisa, ¿sabremos si sois idóneo para salir airoso de tormentas, extravíos, motines y enfermedades? —Alekt contestó desvelando parte del diseño novedoso de ese viaje, entre otras cosas porque era presa de una sensación de irrealidad total, como si estuviese en un sueño, una borrachera o una pesadilla:

      —Es un honor vuestra presencia señor visir, pero tal como hemos trazado la ruta y la velocidad de este viaje ninguna de esas lacras de la navegación sucederá. Pero, si tan empeñado estáis en que deban ocurrir, casi las prefiero al trato con este mal lacayo del emperador. —La respuesta del visir fue automática:

      —Miserable impertinente, pagaréis caro por estas palabras. —Mientras el visir decía esto, otra figura que aparecía por detrás del visir se dirigió también a Alekt:

      —Pues veo que no iba desencaminado en imponer un valido en este viaje. No me hacen falta más hechos para ver lo que hay. ¿Tienes algo que decirme Alekt Tuoran?

      Al oír su voz pudo percatarse que se trataba del emperador, cuyas facciones se definieron en cuanto el sol que tenía detrás dejó de hacer contraste en su cuerpo. Como siempre, estaba de buen humor, pero en esta ocasión era un humor irónico, de escarnio y ridículo para la víctima. Parecía que sus labios gruesos iban a dar forma al rugido de ira del que detenta todo el poder, para devorar a todo aquel que se le insubordine. Su mirada gélida y calculadora, hacía la par con la de Gotert, ¿sería este su bastardo? En todo caso, hizo falta poca conversación, las cosas quedaban muy claras. No obstante y como parte de la destrucción psicológica que Gotert llevaba a cabo sobre cualquiera que se le opusiese, ahora ostentaba un tono paternalista y odiosamente comprensivo, exponiendo la situación, en defensa de Alekt:

      —Emperador, no deberíamos cuestionar la valía de nuestro navegante. Si bien no es un hombre acostumbrado al mundo de los notables del imperio, hemos de darle una oportunidad, pues así somos de magnánimos. —El emperador asintió:

      —Eso mismo afirmo yo, pero sin duda que debéis ser vigilado maese Alekt. —Alekt, en un hilillo de voz, se centró en sus argumentos técnicos:

      —Señores, este viaje no permite esta carga extra. Con todos los respetos.

      Gotert lo miró con una sonrisa amplia pero condescendiente, como si en realidad tuviese delante un niño de cinco años en vez de un hombre hecho y derecho. Se quedó un momento largo y demoledor mirando a Alekt con esa sonrisa, sin decir nada. Alekt bajó la cabeza no tanto por sumisión como por no saber qué hacer o qué decir. Cuando ya no podía seguir bajándola más, recibió una respuesta nuevamente en la línea de hacerle notar cuan equivocado estaba:

      —Alekt Tuoran, ¿quién os ha dicho que todos estos hombres tengan que partir en nuestro periplo? ¿Cómo estáis tan seguro de lo que deseo? Finalmente entenderás que este malentendido viene por querer dirigir demasiado esta empresa. Escúchame —levantó un dedo para seguir con su retórica—, de estos hombres, que son los mejores de mi guardia personal, deberás escoger la mitad. Así, tú mismo decidirás cuáles son los más aptos ya fuera por estatura, complexión, habilidades o lo que convengas. Si ni siquiera la mitad de estos hombres pueda ser aceptada en este viaje tenemos otra solución que es probable que no te guste. Vayamos al final de la calle donde podamos ver el muelle.

      Los hombres anduvieron la carrera que hizo Alekt minutos antes mientras la multitud enmudecía atónita por la presencia del emperador fuera de todo protocolo. De hecho, el mandatario se exponía a un atentado, aunque él lo sabía bien, cogía por sorpresa cualquier movimiento subversivo con esa aparición. Ni una sola ballesta estaría lista para disparar en ese preciso momento, ni uno solo de los pocos mosquetones que aparecieron en esa guerra podría estar cargado contra él y si acaso, la pequeña hueste de casi sesenta hombres que tenía a su alrededor era la mejor garantía de seguridad en esas estrechas calles.

      Cuando llegaron donde estaba Nástil, que había reunido a la mitad de las tripulaciones de las dos fragatas, intentó dirigirse a su patrón con más asombro si cabe que con el que vio al contingente imperial. Le dijo solamente:

      —Señor, hay algo más que debería saber, y… —Alekt lo apartó con su mano calmadamente mientras le decía «ahora, no». Entonces Gotert le dijo con renovada ironía:

      —Deberías hacer caso a este marinero. ¡Ah, cuántos pequeños fallos mi capitán! Espero que te calmes cuando veas esta maravilla. —Se apartó de su lado y le enseñó el muelle que tapaba con su cuerpo. Delante de Alekt vio la reconfortante visión de las dos fragatas que habían preparado con tanto esmero en tan poco tiempo, pero en segundo plano, otra nave de mayor dimensión realizaba maniobras de aproximación al espigón. Era una nave, de aspecto muy nuevo y velas perfectamente tensadas sobre sus mástiles y masteleros, una nave que se reveló en seguida como nave de guerra, se podían ver sus disparadores asomándose por las portezuelas o las torretas de disparo con todas las armas en posición. Alekt estremeció su cuerpo de un salto en cuanto la identificó, y exclamó:

      —¡Un navío! —se contuvo, pues no quería volver a ser amonestado—. Señores, ¿puedo preguntarles? —fue inmediatamente interrumpido por Gotert, el cual le aclararía la situación:

      —Si no podéis incluir veinte hombres entre las dos fragatas, viajaremos escoltados por ese navío con cincuenta hombres embarcados preparados para saltar a tierra, o para abordar cualquier otra nave. —Con esto miró de reojo al capitán—. Creedme, fue nuestra primera opción, pero yo alegué a vuestro favor para que la expedición fuese lo más ligera posible. —El emperador miró a Gotert con una sonrisa hierática que pretendía encubrir su sorpresa ante las artes de imposición de su valido. El emperador no había discutido ningún tipo de propuestas con él y esta maniobra se trataba, sin duda, de una jugada maestra para imponer su orden, su liderazgo, y si cabía, el terror también. La habilidad de la manipulación psicológica convenció al emperador como para seguir el juego a su joven valido. Por lo que le secundó dirigiéndose a Gotert:

      —Entonces, navegante, decidid presto.

      Alekt se plegó y tras pronunciar unos sumisos agradecimientos, hecho un manojo de nervios, empezó a pasar revista y seleccionar a los soldados que se convertirían en escolta obligatoria del viaje. Le dijo rápidamente a Nástil que subiese todo el mundo a bordo y que por favor, su hermano inscribiese y repasase los hombres que él había seleccionado previamente. Al cabo de un rato, mientras Alekt tenía escogidos ya cinco soldados que subían por la pasarela de la primera fragata, apareció Argüer por la amurada que daba al muelle y gritó:

      —¿Qué es esto de coger pasajeros? —En eso que el emperador y Gotert miraron al chillón del segundo capitán, y solo con la mirada helaron sus movimientos. Argüer, pudo pronunciar a tiempo mientras se movía hacia la pasarela:

      —Perdonad, excelencias, perdonad.

      El emperador y el visir ya estaban hartos de gritos y quejas de marineros y no querían agotar su magnanimidad,


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