Pobres conquistadores. Daniel Sánchez Centellas
una indirecta destructiva:
—Señor, este es mi trabajo y, como me lo tomo en serio, es de esta manera. El vuestro cuando os lo tomáis en serio es mucho peor, como demostrasteis en la batalla de Eretrin.
—¿Qué queréis insinuar?
—¿Es necesario que os lo toméis como una insinuación? Creo que lo he puesto muy claro y hasta para el más simple de los súbditos del emperador quedaría muy diáfano. El resultado de la gente militar siempre es el mismo: destrucción y muerte. —A Alekt ya no le importaba para nada que se tomasen sus palabras como quisiera aquel potentado. Ahora se sentía en su medio y Gotert además no tenía testigos amigos sobre lo que el capitán dijese, y si se molestaba tanto mejor, pues esperaba aleccionarle. El avieso Gotert por primera vez con Alekt se sintió atacado y respondió:
—Ese tono no os lo voy a consentir, porque si no os recordaré quién soy… —Alekt le interrumpió apartándose el instrumento que tenía en frente:
—Sois el privilegiado pasajero de este viaje, señor. Pero yo soy el capitán y si por suerte llegamos a la tierra que prometía, estoy seguro que será porque no intercedéis en el gobierno de este barco ni el de mi hermano, el capitán Argüer. —Hubo un momento de silencio, en el que las miradas de ambos no bajaron ni un milímetro. Pero Alekt no desaprovechó la ocasión para darle un golpe final—: Ya sabemos todos que cuando hacéis mejor vuestro trabajo y cuando os gusta más hacerlo es cuando os toca hacer de formidable asesino. En esta cubierta pues, no tenéis nada que hacer y si acaso sois útil será al emperador y no a mí cuando tengáis que amedrentar una eventual población de indígenas para sacarles todas sus riquezas.
Gotert estaba caldeado desde lo más hondo de su pecho, pero se calló y sin dejar de mirarle fijamente hasta el último momento juró en silencio que recibiría su merecido. A Gotert le gustaba más prepararse las venganzas lentamente en la distancia del tiempo, para que la víctima al haber olvidado todo añadiese al dolor del castigo la ansiedad de no saber el porqué. Se fue Gotert, se fue por un largo rato, dejando libre el trabajo de Alekt, que sin ningún problema ya podría conocer la velocidad de la nave, del viento, de la corriente, el rumbo y la posición aproximada. La información fue enviada a Argüer sin más dilaciones. Pero al cabo de poco tiempo recibió la respuesta, por mediación del trabajo de Nástil. Su hermano insistió en que iban más lento de lo esperado. La explicación casi era innecesaria: la carga. Cuando Alekt acabó de leer el mensaje levantó la mirada y observó cómo la fragata “Clan Tuoran” se había acercado lo suficiente como para ver claramente a su hermano que le miraba con los puños apoyados en el pasamano de la amurada. Parecía que estaban hablando en silencio. Alekt tenía la mirada fija en la de su hermano, mientras el mar los hacía permanecer inmóviles en referencia uno del otro, Alekt en un perfil estilizado de cabellera ondeante, sosteniendo el último mensaje de su hermano como si fuese a recitar la saga que estaban componiendo, Argüer con sólida y benevolente corpulencia, de frente, franco y vehemente, apareciendo como un ser duro, con su barbilla prominente, peluda, áspera y su calva sucia. Parecía un tabernero que iba a servir una buena jarra de… problemas. Alekt sabía exactamente qué es lo que debía hacer y de lo que tenía la seguridad que su hermano estaría urdiendo: tirar la mitad de las tonterías que traían los soldados. Se lo veía en la mirada. Si ahora iban muy rápido, el hecho de saber que podrían ir aún más rápido, le empujaba a saltarse la amenaza de Gotert y con él, la del emperador. Como sobraban las palabras respecto a esa decisión que los dos tenían muy clara, pero como no había que desaprovechar la oportunidad de que los dos hermanos pudieran oírse por la proximidad, le voceó una pregunta, ayudándose con la mano cóncava:
—¿Qué tal vas con la herida?
—No me puedo quejar, se cura y los segundos de a bordo me están ayudando mucho.
Le comentó tal cosa, como si solo esperase hablar de ese tema. Alekt sonrió y le hizo un gesto de conformidad, un puño alzado, al cual respondió Argüer antes de desaparecer de la cubierta. A pesar de esa necesidad indefectible y esa decisión inexorable de deshacerse de lastre que llevaban los dos, debían pensar bien cómo lo llevarían a cabo, sobre todo para que no sospechase el insidioso Gotert y zanjar el tema de un plumazo. Reunió a sus principales esa misma noche. Estarían sus dos segundos, el almacenero-administrador, Nástil por su experiencia, el exesclavo negro por su fuerza y por último Trucano, lo cual a él le pareció embarazoso aunque al mismo tiempo, emocionante. El carpintero nalausiano, personalmente, buscó y citó en diferentes momentos del día a cada uno de ellos en el camarote del capitán, cuidando en su tarea que no rondase ni uno solo de los soldados de Gotert. En la cita todos aparecieron en silencio a la hora concertada y entraron rápidamente casi empujados por su patrón, el cual les conminó a no decir ni una palabra. Cuando estuvieron dentro, Alekt aclaró que hablarían por riguroso turno de palabras y tan bajo como la capacidad de audición permitiese. Se sentaron todos aunque fuese en barriles o cajas y empezó Alekt con un susurro fino pero penetrante al oído:
—No hace falta decir que esta reunión es secreta y resolveremos un asunto importante en muy poco tiempo. —Miró a sus interlocutores y algunos de ellos llevaban escrito en la cara: «yo no sé de qué va esto». Entonces, expuso lo que se iba a hacer:
—Os introduciré a todos en el tema que nos va a ocupar: nuestra velocidad es buena pero insuficiente y si eso ocurre durante más tiempo llegaremos a los hitos del viaje con retraso, eso significa que las provisiones escasearán en tal caso. —Hizo una parada enfática para que todos asimilasen la importancia de la velocidad y prosiguió—: ¿Qué hace que no vayamos a una velocidad óptima? El sobrepeso. ¿Qué llevamos de sobrepeso? Parte de la carga de los militares. ¿Cuál es la solución? Deshacernos de lo que no sea imprescindible de esa carga. Eso se debe hacer y no hay discusión alguna. Es una orden. Lo que vamos a discutir es cuándo y cómo. —El segundo de abordo, que se llamaba Urtrul Guouran, levantó la mano para exponer su objeción. Alekt le dio la palabra:
—¿Se ha pensado en las consecuencias y represalias?
—Sí, y por eso se retendrá el resto de sus armas, para que no las tomen y precisamente no tomen represalias —respondió con rapidez su oficial. Pero este le replicó:
—Entonces es un motín, y ya nos podremos despedir de volver a Eretrin o a cualquier puerto del imperio. —Alekt no era ignorante ante esa posibilidad pero no quería arriesgarse a perder la corriente que existe antes de la isla Fink, la última antes de repostar en el mar ignoto. Si se demoraban en repostar un solo día entonces nada más que sus propias velas y un tiempo desconocido les llevarían a alguna parte. La alternativa podría ser desde ser arrastrados por una tempestad, caer en la calma chicha en no se sabe dónde o agotar las provisiones dando vueltas. La decisión era prácticamente forzosa y así lo declaró:
—Debemos llevar esta expedición por nosotros mismos si queremos llegar vivos a alguna parte. —Entonces el exesclavo negro, sin pedir palabra, irrumpió en la conversación con todo el sentido común de su pueblo:
—¿Quién nos dice que vayamos a alguna parte? Todos sabemos que nos dirigimos cada vez más al Este y no se sabe nada de allí. El maese Gotert ha hecho bien en traer soldados fuertes porque si de nosotros dependiese, muchos de los marineros levados tomaríamos el barco para volver a la libertad. Maese Alekt, eres comprensivo y bondadoso, eso lo hemos sabido fácilmente, pero estáis loco y nos lleváis a la muerte. Si te confieso esto es porque a alguien que confíe en mí no puedo mentirle ni ocultarle la verdad.
Todos se quedaron de piedra ante las revelaciones de Banala. Y Alekt, aunque dolido, sabía que tenía razón y no iba a perder el tiempo en explicárselo ahora mismo. Veía que lo que tenía que hacer es coger las cosas por la rienda y torcer todo hacia su provecho. Le respondió con justicia pero con energía, y sabiendo cómo eran los siliguchos, terció así con su interlocutor:
—Agradezco tu sinceridad, compañero, pero esto va a seguir su camino. Si he confiado en ti y tú has confiado en mí al decirme esto, que yo sepa, es porque en vuestro pueblo es costumbre que mantengáis cierta lealtad con aquellos que son sinceros. —Con la mirada Alekt le arrancó un asentimiento al hombre de color—. Tú debes y vas a confiar en mí porque mi travesía no es una locura, es