Pobres conquistadores. Daniel Sánchez Centellas
Alekt se sintió demasiado atraído por el misterio de esas extrañas armas como para tirarlas al mar. «Esperad a tirarlas más tarde —les dijo a todos». Le parecía haber visto algunos destacamentos de soldados con estos artilugios en medio de la batalla de Eretrin, pero el recuerdo en medio de la lucha por su supervivencia le era muy vago.
En el trabajo de esa noche, se deshicieron de mil ochocientos kilogramos en la fragata Eretrin, por su parte el jovial Argüer se había deshecho de más lastre aún. Cuando más o menos se quedó todo el mundo callado con aire desafiante delante de Gotert, este, desesperado y al mismo tiempo iracundo, empezó a lanzar improperios contra los marineros:
—Atajo de repugnantes bucaneros, malditos descerebrados. Este desacato, este desprecio a la autoridad lo pagareis todos con el destripamiento, os prometo por lo más sagrado que acabaréis así. —Alekt, que estaba muy tranquilo, le respondió:
—Existen unas leyes marineras, refrendadas por el mismo emperador. En un juicio tendríais las de perder, mi advenedizo pasajero. Además, aquí no ha habido ningún desacato, no habéis dado orden alguna. Sintiéndolo mucho lo único que hemos hecho es obrar con los sesos en su sitio. Hablasteis con Sokert ta Munder para guardarlo todo, ¿lo recordáis? Y así fue, todo había quedado guardado, cerrado y almacenado pero, Gotert Muntro no dio expresa orden en ningún momento de que jamás se manipulase o se dejase de manipular la carga. No habría testigo que afirmara tal cosa. —Emendel emocionado hasta el paroxismo, habló entonces interrumpiendo a su jefe:
—Y si os preocupan otros menesteres os lo citaré: que las tierras que se descubran y tomen pasen automáticamente al imperio se cumplirá, que dispongáis el orden político y militar en las nuevas tierras, lo haréis, que cumplamos vuestras órdenes dentro de la posibilidad, se hace, pero llevar toda esa quincalla desde que salimos de Eretrin os dijo el capitán que era imposible y no sería cuestión de poner por testimonio de vuestra estulticia y falta de visión, nuestros cadáveres en medio del océano. —La gente marinera lanzó vítores y hurras ante el discurso de su capitán y el del bravo subalterno. Gotert, abochornado y colapsado por el estupor, quiso huir de la escena, pero aún pudo alzar la voz para que le oyesen decir:
—Por favor, decidme que no habéis tirado unos tubos metálicos.
—No, compañero, no los hemos tirado. Y ahora envainad el sable y entendámonos como personas. Comprended que no podéis ahora meter en el calabozo a ninguno de los siete hombres que han obrado esta suelta de lastre. Somos esenciales para la buena marcha de la expedición. —Gotert con un gesto de rendición, entendió que así debía ser, y se dejó acompañar por el victorioso Alekt al pañol donde guardaban los extraños instrumentos. Una vez en el interior de la nave y apartados del resto, el joven, en segundos, cambió su expresión por una malévola rabia y le dijo gritando, mientras volvía a desenvainar su sable:
—No me costará nada azotar a una docena de marineros, que no intervinieron, por el simple hecho de vitorearos y no escuchar mis órdenes. Ahora mismo lo haré. Les voy a hacer saltar la carne a tiras hasta que se les vean las costillas.
Alekt, harto de él, actuó entonces con convicción y certeza: le propinó tal bofetada en su mejilla izquierda que de la conmoción desasió la empuñadura del sable y calló al suelo. Entonces le cogió de las solapas y le dijo con susurros amenazadores:
—Me cargáis muchacho impertinente. Si se os ocurre siquiera volver a pensar en eso, entonces sí que habrá un motín en toda regla. Por muy fuertes y entrenados que sean vuestros hombres, ¿sabéis cuántos hay disponibles? Once, ¿sabéis cuántos somos? Más de ochenta. Y creedme que, en tal caso, os cogeríamos por sorpresa. En cuanto a vos, ya habéis visto que yo me basto y me sobro para daros una azotaina en el trasero, mocoso.
Gotert se derrumbó inesperadamente y rompió a llorar. Aunque no se podía saber si era de rabia o de qué, Alekt le dejó que se postrase en el suelo y se desahogase de esa patética manera. Cuando más o menos se hubo calmado, Alekt le pidió que le acompañase casi con un aire apiadado. Pero esa actitud no podía ser más que un error porque con alguien así más vale o no apiadarse y liquidarlo o estar siempre en guardia, probablemente considerarlo vencido iba a suponerle a Alekt en el futuro el origen de graves problemas. Llegaron los dos hombres donde se almacenaban los fascinantes tubos. Y Alekt le preguntó:
—¿Qué nueva arma es esta? Se me ocurrió que fueran una especie de pequeños disparadores, pero se me antoja muy difícil pensar en cómo se debe soportar la fuerza, el fogonazo, el retroceso en una máquina tan pequeña. —Gotert se le quedó mirando estupefacto, porque prácticamente había identificado el aparato y las dificultades de su invención. Conteniendo su acostumbrada rabia, entre otras cosas porque ahora estaba desarmado, le respondió con un tono de falso candor infantil:
—Señor, pudiera ser que tuvieseis razón pero yo ni siquiera los he visto funcionar. Si piensas esto, te digo de tú mi buen amigo, te suplico por lo más sagrado o incluso por la lección que me acabas de dar que no des a conocer ni por un solo comentario, la existencia de este arma. —Y sin decir más se marchó de esa bodega para acabar rápidamente con ese vergonzoso episodio.
Alekt se quedó alucinado con la visión de esos brillantes, y aún hipotéticos, dadores de muerte. Se imaginaba las descargas controladas, de al menos una docena de ellos, atravesando corazas, escudos, carne, huesos. Pero era curioso que no se hubiesen empleado en la misma batalla por la toma de Eretrin, ¿se los reservarían a nativos hostiles? ¿A imperios armados de arco y flecha? Elucubrar más era perder el tiempo, por eso Alekt cerró el arcón y también desapareció de ese lugar.
Cuando volvió a cubierta la escena se había diluido, los soldados de guardia fueron desatados y recompuestos con una ración doble de licor y de descanso, lo cual les haría olvidar en poco tiempo los empujones y amordazamientos recibidos. Quedaban esperando al administrador Sokert ta Munder para recibir las instrucciones de inventario, revisión y cierre de bodegas; quedaba Trucano siempre fiel y atento a las traducciones y quedaba el oficial de noche, quedaba ya escurriéndose por una esquina el correoso Nástil que ya tenía ganas de irse a dormir, pero que al ver a su jefe redirigió sus pasos hacia él. El vigía se dirigió a Alekt con rigor marinero:
—Capitán, se ha recibido mensaje de la Clan Tuoran, le resumo: su hermano evalúa un aumento de la velocidad en tres décimas partes. Nosotros vamos un poco más lentos patrón. —Alekt miró fatigado a sus hombres, y respondió:
—Mensaje para Clan Tuoran: aminora la velocidad arriando velas hermanito. Ocho décimas partes de la velocidad primitiva es suficiente para llegar pasado mañana al alba —tomó una pausa que advirtió Nástil y esperó— no espero respuesta, fin y buenas noches. Ahora todo el que tenga que dormir que vaya a dormir lo que pueda.
Trucano, que jamás paraba de pensar, había hecho sus cálculos y esa diferencia no le parecía excesiva. Por eso se pegó a su patrón siguiéndole con una pregunta en los labios. Por fin al detenerse se la pudo hacer:
—Patrón, ¿es posible que pueda entender por qué dos décimas partes de la velocidad de más nos pueden suponer tanta diferencia? —Alekt lo miró sombrío y sin ningún ánimo de responderle con la confianza de la que hasta entonces los dos habían bebido. Y así le dijo:
—Estás tomando demasiadas libertades, esto no es una academia de navegación. La última e irrevocable orden que he dado a los hombres que no estén de guardia es la de irse a dormir, ¿me estás desobedeciendo?
Trucano se espabiló en seguida tras esa represiva e inesperada respuesta. Hizo el saludo marinero brevemente y sin pronunciar palabra se retiró azorado y sintiéndose algo apaleado. Con el malestar que había generado esa situación en su pecho no podía conciliar el sueño de ninguna de las maneras, por lo que con la involuntaria colaboración del sueño profundo de sus compañeros de camarote, que dormían inertes e insensibles a la luz de su vela, pudo reescribir la carta a su mujer, que venía a decir:
“Mi amada y añorada Nitavi, mi querido hijo Tubisto:
No sabéis cuánto os echo de menos, ni cuánto añoro la vida que he dejado atrás. Os mando mis más cariñosos abrazos y besos. Sabemos que queremos llegar a un