Pobres conquistadores. Daniel Sánchez Centellas

Pobres conquistadores - Daniel Sánchez Centellas


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obligación asistir a los navegantes? Es que no salgo de mi asombro… ¿no es la hospitalidad un acuerdo tácito entre todos los marineros? —El anciano, entre sardónico y conciliador, con un gesto de su mano le indicó que se calmara, y le dijo:

      —Vamos a ver… mi querido muchacho… nosotros de entrada sabemos lo que hacemos, ¿de acuerdo? Teníamos una lista de los barcos a abatir, una lista de barcos según su armador, por eso preguntamos el vuestro. Esa lista es una lista negra, ¿estamos? No debe sobrevivir nadie. Es así.

      —¿Y esa lista? —cortó Trucano al anciano.

      —¡Caaalla! Déjame hablar. —Tomó unos segundos para comprobar el silencio requerido a Trucano y prosiguió—: Esa lista viene en el velero que nos visita cada dos o tres meses y es una lista firmada por el visir de navegaciones. Supongo que querrás saber cómo rábanos la consiguen. —Trucano asintió con un gesto de cabeza, por lo que Ertulel continuó con su explicación—: Esa lista se obtiene de los siguientes hechos, te explico, primero se identifica el barco, luego se busca su armador y se le interroga para saber qué otros barcos de ese tipo ha suministrado, se busca el astillero, entonces se cierra, se publica un bando en las ciudades de alrededor penando a los que colaboren con los proscritos y recompensando a los que informen. Al cabo de un tiempo, ya sabes qué otros barcos se han construido, a quién sirven, qué hacen… lo sabes todo. Y no solo por el bando, sino por la fama de lo que ya se sabe como ejecuta las cosas el imperio. —Entonces surgió la eterna curiosidad en forma de pregunta de Trucano:

      —¿A qué fama te refieres?

      —Bien, se conocen y se han comprobado los terribles casos de dos pueblos que fueron borrados de la faz de la tierra junto con sus habitantes por construir barcos para piratas en sus astilleros y por no informarlo. —Trucano estaba alucinado con las formas del imperio, y no solo eso, estaba aterrado porque su familia estaba viviendo bajo su dominio. Como constante en su naturaleza, volvió a hacer otra pregunta:

      —¿Cómo se mantiene el imperio con esta forma de vida tan tiránica? —Inesperadamente el anciano se rio a carcajadas y le respondió:

      —Alimentando nuestras ansias, muchacho. El imperio es tiránico, y date cuenta que tenemos libertad para decirlo, porque nosotros somos también así de tiránicos. Y de esa forma conseguimos nuestras metas en la vida, o morimos.

      —Me parece aberrante —interpeló Trucano.

      —Te parecerá todo lo que tú quieras, pero cuando alguien castiga o delata, tiene una sensación de poder tan grande y placentera que no te la puedes imaginar. Además, somos recompensados. Eso es fantástico. —Trucano encontró un punto débil en sus argumentos y se lo planteó al hombre:

      —Si se consiguen más fácilmente los propósitos de uno y se limitan a eso, es que se pierde la mitad más buena de la humanidad. Pero aun siendo así, si hay tales grandes propósitos, si es así, entonces, ¿qué haces aislado con cuatro hombres más en este pedazo de tierra en medio del océano? —Romprett, torció el gesto y se puso serio, no obstante le respondió:

      —No sabes cuáles son mis motivos o mis aspiraciones para haber llegado aquí. Es posible que me encuentre realmente a gusto y lo hayas juzgado a la ligera.

      —Es posible —contestó desafiante el joven Trucano. El anciano quiso poner la última palabra como vindicación de su experiencia:

      —El imperio, te recuerdo, os ha vencido. Eso, para mí es prueba suficiente de que el sistema que alimenta nuestras ambiciones saca la verdadera fuerza del ser humano. —Y dicho esto, prácticamente rozándole la nariz, dejó en silencio a Trucano. Pero este adoptó una expresión indolente, porque por dentro pensaba: «más rápido, más atractivo, pero no más fuerte, al final venceremos». A pesar de esa pelea verbal Trucano no se sintió amilanado, y sin perturbarse se levantó para calentar lo que le restaba de carne en las brasas.

      Al día siguiente se había hecho ya suficiente acopio de víveres, ni pocos ni demasiados por la importancia de mantener las velocidades de crucero. Lo cual era hasta cierto punto absurdo porque tampoco tenían un cálculo remotamente riguroso de a qué distancia quedaría la masa de tierra que querían encontrar. Aún debían esperar un día más para zarpar y coger el máximo de velocidad de la corriente, ¿qué hacer mientras tanto? Para gente como Trucano, reprimirse y estarse quieto, para el resto simplemente entrenarse o descansar. Gotert ya tenía a sus hombres haciendo ejercicios que se convirtieron en espectáculo para los marineros, holgazaneando en el barco y la playa. Gotert, en sus inacabables ganas de imponer terror al darse cuenta de los espectadores mandó cambiar de ejercicio y pasaron a comprobar la fuerza de los brazos de la tropa y el filo de los sables. Cuando Gotert gritó:

      —¡Quiero que cortéis cuellos! ¡De los hijos de nuestros enemigos primero! —La tropa respondió bramando:

      —¡Cumplido! —Y de un tajo cortaron los troncos de los árboles.

      Eso ya estremeció a un sector de marineros, los nalausianos sobre todo, que hasta ahora no recordaban que no hacía unas semanas que esos soldados eran sus enemigos directos, ya que durante el viaje, embarcados como pasaje contra su voluntad, los habían considerado simplemente unos mandados.

      Ahora, viéndolos tan sumisos a su superior y tan convencidos de lo que hacían, más aún tratándose de esa atrocidad, sentían una mezcla entre temor y repulsión. Los soldados pasaron luego a troncos más gruesos, que eliminaban de dos o tres golpes. Uno de los soldados lo hizo en cuatro y fue lamentablemente golpeado como castigo por el mismo Gotert. La mayoría ya no podía soportar la humillación y concluyeron la visión de cualquier espectáculo más, excepto para los sádicos del quinteto, que ahora disfrutaban más que nadie.

      La tarde acabó y sobrevino un nuevo crepúsculo lleno de vientos y premoniciones, caldo para las pesadillas de la noche. El amanecer ya no sería de esperanza, sino de resignación, pues se lanzaban a lo desconocido y a lo trabajoso de una navegación incierta que precisaría de toda su eficacia. Las maniobras se emprendieron con la exactitud del que lo ha hecho cientos de veces, ausentes de ímpetu o grandilocuencia, solo silencio y rutina. En esta ocasión, los administradores hacían un inventario más cuidadoso para evitar dejarse nada, pues era su última escala conocida. La noche anterior se habían quedado hasta tarde pesando los víveres que se habían recogido y evaluando su estado, debido a la política estricta de velocidad de crucero y utilidad de la carga. Todo parecía correcto. Ahora tenían víveres para unas tres semanas si racionaban con rigor, obviamente se aumentarían las reservas con aquello que pudieran pescar en alta mar. Pero llegados al mes sin encontrar tierra, ¿qué pasaría? Había que tener fe ciega en el capitán o ignorancia total de lo que se estaba haciendo para proseguir en ese viaje. Como despedida, el quinteto por entero subió al peñasco desde el cual tres días antes los habían recibido e hicieron algo que no se esperaba nadie. Cantaron a coro una canción de mar:

      Si ves la vela desaparecer,

      no pienses bella que no volveré.

      Si ves la nube oscura al despertar,

      no pienses que voy a zozobrar.

      Porque sabes sin dudar,

      que tu hombre es marinero,

      de la gran mar.

      Porque sabes que brego,

      incesante contra olas.

      Y nunca lleves velo,

      tengo pacto con el profundo,

      y ni al otro lado del mundo,

      mi ánimo arrugo.

      Porque sabes sin dudar,

      que tu hombre es marinero,

      de la gran mar

      Y al acabar, Romprett bramó:

      —¡Volveréis! —Las tripulaciones por entero, repentinamente animadas por esa magia vital y en parte salvaje que tenía el quinteto, estalló en un grito de reafirmación. Y entonces todo fue valentía y tesón. Al menos hasta que la isla ya no se viese.


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