Pobres conquistadores. Daniel Sánchez Centellas
mejor? —Trucano miró hacia arriba con la visión aún borrosa y pudo distinguir a Alekt Tuoran, al lado del enorme disparador que había abandonado antes. Alrededor de él, con expresión mucho más adusta estaban los dos miembros más veteranos del quinteto. Romprett, el viejo cascarrabias, le gritó:
—¿Es que no te había quedado clara la prohibición, joven estúpido? —Trucano no dijo nada, estaba espantado por la connivencia de su patrón con esos dos locos y su arma oculta. Alekt, viendo que su intérprete estaba colapsado le calmó aclarándole la situación:
—Ya sé qué es lo que piensas muchacho. Pero estos disparadores jamás hubiesen sido utilizados contra nosotros. Llevamos el pabellón del imperio y hemos dado la garantía diciendo quién es el armador, ¿lo comprendes? —Trucano continuaba intranquilo, por lo que Alekt continuó—. La lista de armadores proscritos o armadores de piratas es muy corta, hubiese sido imposible, créeme.
—¿Solo basta con que el armador sea proscrito para que mueran inocentes? —preguntó Trucano extrañado.
—Déjate de historias, jovenzuelo. Ahora sabes lo que hay aquí y no puedes salir así como así —intervino Ertulel. Ante eso, Alekt se volvió de súbito y se encaró al rostro de su antiguo compañero:
—Va a salir sin ningún problema, viejo amigo, doy fe de él. —Ertulel le respondió con enfado:
—¿Y en qué se basa tu confianza? ¿Te ha salvado la vida? ¿Lo conoces de hace mucho? Según hemos sabido por la tripulación no es más que un nalausiano vencido que te encontraste. —Entonces se dio cuenta Alekt, que de quien tenía toda su confianza no tenía ninguna prueba voluntaria de la misma y además era cierto que era, al fin y al cabo, un enemigo vencido. Ante ese panorama la situación podía agravarse hasta el punto de tener que sufrir un juicio en la metrópoli bajo acusaciones de negligencia o de traición. Era necesario inventar una mentira. Mirando a Trucano primero se dirigió a sus antiguos compañeros y les dijo:
—En medio de la batalla quedé desarmado, desmontado de mi caballo y golpeado en el suelo. Fue él quien me derribó, estaba blandiendo su pica ya contra mí, hubiese podido matarme, pero al verme así, tuvo piedad de mí y no me mató. —Trucano estaba horrorizado porque ese cuento supondría un estigma muy molesto hacia el resto de nalausianos y una especie de lacra para su futuro. Por lo que tuvo que intervenir lo más rápido posible en la misma línea que su patrón, siguiéndole en la mentira:
—Señores, por favor, patrón, te lo suplico. Esto que hemos hablado, no debe trascender. Pensad cómo me verían el resto de nalausianos. —Alekt reaccionó y le gritó:
—Entonces matarme hubiese sido aceptable para tu pueblo, ¿no es así? —Trucano no cayó en esa consideración. Alekt le cogió de las solapas y le dijo—: A mí no me interesa airear detalles de mi vida más íntima, a nadie. Si los hemos escuchado y somos hombres dignos, nadie, repito, nadie lo va a decir fuera de este círculo. Suponer que no será así, es suponer que no somos hombres de palabra, hombres de verdad —y acabó de decir esto mirando fijamente a Romprett y Ertulel, estos se quedaron callados y compungidos por haber dudado hasta ese punto del honor y la fidelidad de su antiguo compañero.
Todos marcharon a través del bosque, evitando salir y ser vistos por los demás cerca de los disparadores gigantes. Trucano imaginó cómo podría ser la descarga de aquellos dos monstruos despidiendo su proyectil letal a ras de mar, imaginó lo potente que debía ser como para pulverizar en su camino toda la vegetación que lo ocultaba. Ese era sin duda el motivo de que toda la floresta de camuflaje fuese tan joven y liviana. Entonces, pudiendo más su curiosidad que su tacto, lamentablemente, no se le ocurrió otra cosa que preguntar:
—¿Han sido utilizados alguna vez? —Alekt se volvió hacia él y detuvo la marcha, los otros dos hombres arquearon los brazos y se tensaron de rabia. Esta vez Romprett fue más duro que su colega, y dijo:
—¿Qué nos impide matar a este bocazas? —Y sacó un enorme cuchillo marinero de su vaina. Alekt tenía la piel rojiza de la furia que acarreaba, pero terció en su defensa:
—Perdonadle la vida, no lo hace con malicia.
—Pero algo hay que hacer para que este imbécil no se vaya de la lengua —sugirió Romprett, y Alekt respondió:
—¡Sí! ¡Esto le voy a hacer! —Y tal como lo decía eyectó su puño con una rapidez inusitada, como si fuese el resorte de una ballesta. Percutió en todo el ojo de Trucano, tirándole al suelo de la conmoción. El mismo Alekt lo levantó del suelo por el brazo y le volvió a dar en la mejilla, esta vez con menor efecto. Aquella simple reprimenda se iba a transformar en una paliza de consecuencias inesperadas. Alekt se había armado con un palo tieso y duro que había en el suelo para seguir pegando a su subalterno. Inmediatamente se puso a pegar en la cabeza del desvalido Trucano, más con repetición que con fuerza, frenéticamente cambió de posición para darle ahora en la espalda. En ese momento y ante la brutalidad de los hechos, el mismo Ertulel, el viejo gruñón y cascarrabias tan proclive a criticar y pelearse se abalanzó sobre Alekt para que detuviese tanta violencia. Le arrebató el palo, o más bien se lo dejó arrebatar Alekt, dada la avanzada edad de su compañero. La cosa no fue a más y Alekt cesó. El capitán se quedó inerme, de pie y tembloroso, presa de una gran agitación y con la piel encharcada en sudor. Mientras, Romprett, aún tenía el cuchillo en la mano y una expresión de alucinamiento. Entonces Ertulel le gritó:
—Deja ese cuchillo ya, aprendiz de asesino. —Romprett despertó de un sueño y obedeció de mala gana a su compañero. Estaba dispuesto a matar.
Los dos ancianos ayudaron al malherido Trucano, que estaba en realidad llorando, cosa que no había hecho desde hacía muchos años. Alekt estaba controlando como podía un colapso nervioso mientras decía:
—Venga, vámonos de aquí. Diremos que te has caído por un barranco —se dirigió a Trucano—: Es una orden, ¿entendido? —Trucano, subiéndose los mocos, pudo decir:
—Entendido patrón.
Reemprendieron la marcha y los hombres se dispersaron a sus quehaceres como si no hubiese pasado nada. Alekt le dio la orden indolentemente a Trucano de que le mirara las heridas el cirujano. Así lo cumplió y este le dio el día entero de descanso, «diga lo que diga el capitán —insistió el sanitario».
Ese día los hombres habían tenido mucha suerte; una manada de gorrinos de la selva se aventuró por el extremo del bosque más de la cuenta y tres de ellos pudieron ser abatidos con facilidad. Los animales eran rollizos y musculosos por lo que el asado que salió de estos fue de una exquisitez poco frecuente en la dieta de los marineros. Se lo comieron en medio de un ambiente festivo en el que incluso Trucano, a pesar del dolor en sus maxilares, devoraba su pedazo con fruición. Mientras, en su camarote, Alekt Tuoran se hallaba terriblemente borracho y sin el más mínimo rastro de la alegría que se compartía aquella noche. Mientras se cantaban las últimas canciones antes de dormir, o de caer bajo el sopor del licor de lianas que el quinteto almacenaba en abundancia, Ertulel se acercó a Trucano con la intención de compensarle de la bestial paliza de su jefe. En realidad le iba a compensar hablando del mismo tema que había originado la paliza. El anciano hizo un gesto de saludo para pedir sentarse en la misma roca que Trucano, y le dijo:
—Sí que los utilizamos muchacho, eso es casi obvio ¿no crees? —El joven ebanista se quedó atónito de terror, pero como siempre la imaginación le pudo y preguntó:
—Pero… ¿Por qué? ¿Quiénes eran? ¿Qué hicieron? —El marino le conminó con el gesto a que bajara el tono de voz. Y con la calma de la lejanía en el tiempo relató, no sin cierto cinismo, el violento episodio:
—Eran unos corsarios de la República, unos delincuentes marinos, lo sabíamos y debíamos acabar con ellos fueran cuales fueran sus movimientos o acciones, ¿me comprendes?
—Pero entonces... ¿Es que os atacaron?, ¿os hicieron algo? —balbuceó titubeante Trucano.
—Bueno, muchacho, no les dimos tiempo. En realidad nos pedían desembarcar a por agua. —Ante esta respuesta Trucano se estremeció aún más, y a modo de queja, como