Pobres conquistadores. Daniel Sánchez Centellas

Pobres conquistadores - Daniel Sánchez Centellas


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volvió a insistir sobre la logística, preguntando a Gotert:

      —¿Y sus vituallas y pertrechos? —Gotert contestó de mala manera, ya cansado del capitán y sin necesidad de protocolo alguno por la marcha de su emperador:

      —Ese carro.

      Alekt pudo ver un voluminoso carro que afortunadamente, aún le pareció asumible para este viaje. Sin embargo Gotert no acabó y añadió además:

      —Y ese otro de armas y municiones.

      Ese segundo carro, Alekt no sabría cómo distribuirlo, tendría que echar mano de la superficie de la cubierta y amarrarlo como fuera, cosa que no le gustaba para nada porque interrumpiría las operaciones. De todas maneras, ya no se quejaría más, bajo la amenaza de ser “escoltados” por un navío pesado. En medio de las operaciones Argüer le susurró a su hermano:

      —Ahora entiendo cuando le dijiste a papá que hacer este viaje a cualquier precio no podía ser.

      —Pues claro. Tendrías que haber visto al emperador y su cliqué —respondió acercándose a su oído mientras el odiado Gotert no miraba.

      Dentro de la ominosa situación Argüer aún podía reír, y lo hizo, contagiando a su hermano saludablemente. Se despidieron con un saludo marinero mientras seguían riendo, ya que Argüer en ese momento se disponía a comandar la segunda fragata. Gotert, se los quedó mirando con visible recelo y gesto de interrogación. Cuando se hubieron dispuesto todos los preparativos y se hubo embarcado el personal militar y su equipo, Gotert hizo una señal al navío de guerra que estaba anclado delante de ellos. Se marcharían inmediatamente. Las velas volvieron a desplegarse con una rapidez pasmosa, el ancla se recogió en pocos segundos. Todo parecía como si le hubiese dado la orden a una ardilla amaestrada. Alekt pensó lo que podría llegar a hacer con una tripulación como esa, de marineros ligados al barco que tripulaban, de hombres compenetrados totalmente y en entrenamiento constante. Unas virtudes deseadísimas en una expedición como la suya pero que ni la técnica de navegación ni la pericia de los capitanes del imperio podrían jamás aprovechar al máximo. Él sabía cómo funcionaban las cosas en la fuerza naval del imperio, ya que había pasado dos años de marino en esos barcos, pero tenía lo que tenía, no serían hombres entrenados hasta conocer cada tablón del barco, como los del navío de escolta, y no solo debía conformarse sino que, a la larga, debería sentirse orgulloso porque de aquellos que o bien cumplían sus tareas a la perfección o bien permanecerían ociosos y despistados se iba a decir que serían “sus hombres”. Como Alekt huía totalmente de liderazgos vacíos de mérito y de los abusos de poder, deseaba hacer ver, con el ejemplo y con el dominio técnico, que aquello era una ocupación fascinante. Alekt volvió en sí de sus pensamientos cuando la nave armada ya se había alejado lo suficiente. Empezó a dar órdenes para zarpar pronto y a prepararse con los instrumentos. Las naves aprovecharían en ese momento la marea para su partida, tal como había hecho el navío armado hacía unos minutos. En eso que apareció Trucano situándose al lado del comandante tal como ya había convenido con él en días anteriores, cuando tuvo un intermedio entre avistamiento y bramido, le preguntó algo que le tenía intrigado:

      —Señor, ¿y los nombres de estas naves? Los hombres solo hablan de “la de Alekt” y “la de Argüer”. Ya sabéis que los nombres nalausianos han sido arrancados y están prohibidos —Alekt lo miró risueño y cogió sus lentes telescópicas para divisar una vez la nave de guerra. Se las quitó de la cara en seguida y contestó a su empleado:

      —Se trata de una costumbre de nuestra tierra. Solo se bautiza la nave cuando está en alta mar, cuando demuestra que realmente es una nave. De otra manera, si por cualquier circunstancia se malogra, no ha valido la pena ni el nombre. Por eso esperamos. —La siguiente pregunta era de esperar y así se la formuló su intérprete:

      —¿Hay nombres pensados para ambas naves?

      —Por supuesto, Trucano. Hasta tenemos el rótulo preparado. —Se interrumpió mirando a Trucano con complicidad y le preguntó—: ¿No deduces nada mi avispado amigo? —Trucano se iluminó con el flash de un relámpago en su cerebro, lo vio claro:

      —He de ser yo quien los fije a la proa. —El patrón asintió con una sonora risa. Y aclaró:

      —Bueno, en la otra nave tienen su carpintero. —Mientras decía esto, dos marineros ya traían el rótulo envuelto en lona con una mugrienta bolsa encima, debían ser las alcayatas y los clavos. A Trucano le brillaban los ojos. La operación le llevó su tiempo dada la dificultad nueva de tener que trabajar con tanto vaivén, pero se hizo antes de que se pusiese el sol. No podía desearse mejor tarea para empezar el trabajo de un carpintero de barco, al menos desde el punto de vista de la consideración e importancia de dicho trabajo. Siempre se hubiera podido empezar clavando un simple clavo, pero Trucano se sentía realmente realizado, empezando su trabajo “en serio”. La perfección ante lo dificultoso, la artesanía en tiempo límite o lo impecable bajo presión. Trucano no solo clavó y fijó con cola el rótulo del barco sino que además limó asperezas, corrigió errores y barnizó la pieza. En la lengua de Strooli pudo leer: “Eretrin”. Sin duda, Gotert enloquecería de rabia. Cuando ya se puso el sol y se encontraban a gran distancia del puerto, se pasaron a los turnos de noche por lo que la mayoría de la tripulación iría a dormir. El segundo oficial, con diez hombres más, se encargaba de la navegación nocturna y con la previsión meteorológica, las velas que iban desplegadas serían suficientes. En caso de cualquier variación se despertaría a los marineros de reserva. Todo parecía hecho desde hacía siglos, sin embargo era un método lógico y planificado que los Tuoran habían introducido en su pequeña flota y que había sido fácilmente asimilado por la tripulación dado lo razonable de los procedimientos. Este era solo uno de los interesantes aspectos de este viaje, de lo revolucionario que iba a ser para la historia del enorme y viejo continente de Onnoron, pues así nombraban a aquel mundo violento y viejo.

      La noche transcurrió tranquila y veloz, con un sueño tan ligero como el corte de la quilla de la fragata sobre la mar, ya que las previsiones de los Tuoran para las corrientes que les llevarían hacia el Este estaban resultando totalmente certeras. El barco parecía patinar sobre el océano tan rápido como iba el viento, y las velas, aunque hinchadas, no amenazaban ni fatiga ni rotura. Esa especie de artesanía de navegación no podía más que hacer callar al insidioso Gotert una vez se hubiera despertado. De la misma manera transcurriría el día siguiente, a una velocidad de crucero jamás vista. Alekt estaba muy callado, prácticamente no daba órdenes mientras una sonrisa oscilaba de menos a más. Argüer desde su fragata hacía señales que Nástil, el vigía, iba transcribiendo. Cuando tuvo el mensaje, bajó de su puesto de observación y se dirigió a Alekt. Cuando estaba delante de él, este no se percató de su presencia, por lo que elevó un poco la voz para sacarle de su ensoñación:

      —Patrón, un mensaje de su hermano. ¿Lo puede leer ahora? —Alekt le miró de súbito como si le hubiesen dado un chasquido de dedos para despertarse. Sin decir nada, cogió de las manos de Nástil el encerado en el cual había escrito el mensaje y pudo recitarle: «Vamos muy bien, pero calculo retraso tres horas a isla Fink, ¿cálculos iguales? Responde». Alekt se despabilo aún más y se dirigió a Nástil:

      —Es cierto, no hemos hecho los cálculos compañero. —Nástil le respondió con cierta desidia:

      —Patrón, manda usted. Recuerde que el segundo está de descanso. —Alekt se frotó las sienes «vale, de acuerdo» le respondió brevemente. Pero Nástil permaneció inerme delante de él, esperando las órdenes, cosa que Alekt captó cuando el vigía hizo un irrespetuoso pero acertado movimiento de hombros. Alekt se espabiló y dijo lo que tenía que decir:

      —Envía un mensaje a la fragata Tuoran: “cálculo en quince minutos, extraño el retraso, velocidad buena, no respondas”.

      —Ahora mismo señor. —Y desapareció a toda prisa.

      Alekt en muy poco tiempo tenía los instrumentos, papiros y diarios para hacer las anotaciones. Mandó al oficial de cubierta que se tomasen las medidas de velocidad, que lo hicieran por ambas bordas y tres veces, que midiesen el viento «no, de eso ya me encargo yo —se corrigió ». Estaba realmente muy ocupado haciéndolo


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