Bresca. El guardia suizo. Rafael Hidalgo Navarro
Tenía la cabeza gacha mientras miraba un papel con pliegues. Apenas me oyó dobló la cuartilla con premura y la recogió en su cartera.
Su ademán había adquirido un aire lúgubre. Si no fuera por la rigidez que mantenía diríase que estaba a punto de llorar. Se levantó intrépido y tras un lacónico “tengo algo que hacer” abandonó la habitación.
Por un instante dudé si seguirlo o no, pero entonces recordé las órdenes del comandante el día anterior: “No se despegue de él ni un segundo”. Arrojé la ropa sobre mi cama, me calcé dando brincos y salí presto. Ya no estaba en el pasillo, así que con paso rápido fui hacia la puerta. ¿Cómo podía haberse evaporado? Volví para adentro y me dirigí al comedor. Muchos de mis compañeros ya estaban cenando pero nadie había visto al vicecomandante. Si Efe Efe se enteraba me iba a matar. ¡El primer día y ya lo había perdido!
Ahora no andaba, volaba. Me llegué hasta la puerta de Santa Ana; los guardias que la custodiaban me confirmaron que había salido por allí hacía menos de cinco minutos. Bresca estaba fuera del Vaticano, ¿cómo lo iba a encontrar? Un aluvión de transeúntes recorría las calles circundantes aprovechando la agradable temperatura. Me sentía derrotado. Entonces me encomendé a mi ángel de la guarda. “Por lo que más quieras, ángel custodio, ¡ayúdame!” No era la primera vez que lo hacía. Por ejemplo, cuando tenía problemas para encontrar aparcamiento recurría a él. Nunca ha sido de una eficacia total, pero tiene un buen ratio de logros.
Entonces me pareció ver al vicecomandante en la esquina de la Vía di Porta Angelica con Vía delle Grazie. Eché a correr en esa dirección. Trataba de mantener el ritmo respiratorio para optimizar mis fuerzas. Cuando alcancé el lugar Bresca había recorrido casi toda la Vía delle Grazie y estaba a punto de llegar a la de Mascherino. Seguí corriendo. La refrescante sensación de la ducha había desaparecido. Ahora tenía el cuerpo empapado en sudor. ¿Qué mosca le habría picado?
Giró hacia la izquierda. Al menos había acortado distancias. Era como si estuviera dando la vuelta a la manzana. Quizá simplemente quería airearse. Ya lo tenía a una distancia suficiente como para no perderlo de vista. Preferí no acercarme más. Entendía perfectamente su rechazo a tenerme por niñera, así que era mejor si ignoraba que lo había estado vigilando.
Continuó caminado y, para mi sorpresa, cuando llegó a Borgo Pio en lugar de volver hacia la Puerta de Santa Ana se alejó en dirección opuesta. ¡Qué faena! Me moría de hambre. Y pensar que podría estar en el comedor disfrutando de un buen plato en vez de dedicarme a deambular por el centro de Roma en dirección a ninguna parte.
Fue a parar junto al Puente del Príncipe Amadeo pero no lo cruzó. Continuó caminando por la orilla del Tíber en dirección sur. Finalmente alcanzamos el barrio del Trastevere. ¡Me había tenido pateando las calles cerca de una hora! A esas alturas no me quedaba ni un ápice del optimismo que se había despertado en mí a lo largo de la tarde. Por el contrario, maldecía mi suerte por no poder seguir las rutinas de cualquier otro compañero. Quienes no tuvieran servicio ya habrían acabado de cenar y estarían echando una cerveza en algún bar de los habituales, charlando, jugando a los dardos o, tal vez, conociendo a algunas chicas encantadas de poder estar con jóvenes soldados suizos. Me venían esas ideas a la mente y me parecía una visión idílica.
Llegamos hasta la plaza de San Calixto. Bresca se detuvo frente a un bar en cuyo toldo figuraba en grandes letras: S. Calisto. No se habían devanado los sesos a la hora de elegir un nombre. Frente a la fachada, varias mesas rodeadas por un seto y en ellas grupos de clientes conversando ante un plato o unas cervezas. Finalmente se decidió a entrar. Estaba claro, el único que no iba a cenar esa noche iba a ser yo. Entonces me eché a un lado, lo más pegado a la pared que pude para evitar ser descubierto en caso de que saliera inesperadamente. Sin prisa, me acerqué hasta una de las puertas que permanecía abierta de par en par. Cuando la alcancé me asomé cauteloso para ver qué hacía. En ese momento pude observar cómo la camarera inclinaba una botella de ginebra que comenzó a verter en un enorme y grueso vaso frente al vicecomandante. Bresca le hizo un gesto con la mano indicándole que le echara más, la otra obedeció. El vaso quedó casi colmado y la botella medio vacía. ¿Acaso pensaba suicidarse?
Me sentí presa del pánico. Yo había visto a ese hombre borracho y no quería encontrármelo de nuevo así. Pero es que además si el comandante Frisch fue tajante en algún punto fue en ese: no debía permitir que tomara ni una gota de alcohol, ¡ni una sola gota! De hecho llegó a decirme que si hacía falta le pegara un tiro.
Me adentré del local y avancé resuelto hacia la barra. Bresca extendió su mano para coger el vaso y entonces yo me adelanté atrapándolo con ímpetu. Sorprendido, se volvió hacia mí y me miró con estupor. ¿Cómo había ido a parar yo allí? También la camarera había reparado en mi extraño comportamiento y se quedó clavada en el sitio contemplándome atónita. Yo no sabía qué hacer con aquello en la mano. No lo podía arrojar al suelo montando un número. Si lo devolvía a la barra, Bresca lo cogería. Y desde luego jamás haría caso a ninguna de mis amonestaciones, a fin de cuentas era mi superior. Entonces sin pensarlo dos veces alcé el vaso y ante su incredulidad me bebí la ginebra de un solo trago. Primero fue una sensación abrasiva por la garganta para acabar descendiendo hasta el estómago vacío donde en apenas unos segundos se desencadenó la gran explosión.
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