Bresca. El guardia suizo. Rafael Hidalgo Navarro
cardenal Carlos Escribano era un hombre de cara bondadosa y prominentes mofletes mitigados por una vigorosa barba cana. Tenía la espalda algo cargada, quizá por el peso de las muchas responsabilidades que recaían sobre él. Como secretario del Estado Vaticano, después del Papa era la persona con mayor poder dentro de la Iglesia. Tenía una voz vibrante, con un hablar pausado, pero sin caer en ese tono afectado que desplegaban algunos eclesiásticos.
Su despacho era enorme y de una sobriedad desangelada. Un escritorio espartano, con un flexo, muchos papeles, carpetas y un ordenador portátil. Además de algunas sillas, dos sillones y dos sofás en los que nos invitó a tomar asiento tras los saludos de rigor. La pared estaba presidida por un cuadro ennegrecido de la Virgen María con el Niño Jesús.
– Vicecomandante Wetter, en primer lugar quiero darle las gracias por su generosidad respondiendo a nuestra llamada. Supongo que el comandante Frisch le habrá explicado nuestro hondo pesar por la trágica muerte del cabo Vallotton. Personalmente rezo a diario por él y por su familia; como es lógico están muy afectados. A este dolor se une la insidiosa campaña que desde múltiples medios han emprendido contra nosotros. No han tenido el menor escrúpulo en intoxicar y utilizar a la propia familia de Vallotton para atacarnos. Por el bien de todos tenemos la obligación moral de averiguar qué ha sucedido y quién perpetró un acto tan vil. El comandante y yo estamos de acuerdo en que si alguien puede ayudarnos en esa labor es usted.
– Agradezco su confianza, eminencia –respondió Bresca–. Haré todo lo que esté en mi mano.
– Sé que lo hará. Además cuenta con la colaboración del soldado Daniel Frei.
¡Sabía mi nombre! Casi no podía creerlo.
– Tengo las mejores referencias de usted, Frei –continuó.
Me quedé mudo, sin saber qué decir.
– Por lo que me ha comentado el comandante –retomó Bresca–, no tienen el menor indicio de quién pueda haber
cometido el crimen, más allá de la sospecha de que sea un guardia pontificio.
– Bueno, tenemos algo más que una sospecha –continuó el cardenal cruzando una mirada cómplice con Efe Efe–. No se ha hecho público, pero hemos interceptado un mensaje.
Se levantó del sofá y se acercó hasta su escritorio. Abrió uno de los cajones extrayendo del mismo una carpeta roja con la que retornó junto a nosotros.
– Pedí al comandante que sobre este particular no le pusiera al tanto hasta que vinieran a hablar conmigo. Se trata de una información absolutamente confidencial –el cardenal extrajo un papel que entregó a Bresca–. Hemos interceptado ese mensaje. Está codificado, aunque hemos podido descifrarlo en parte. Verá que contiene una secuencia de datos numéricos. Pone a sus destinatarios al corriente de las claves que a diario se transmiten verbalmente a los soldados para el control de accesos. Si se fija, destaca aquellos que corresponden a la custodia del Papa, aunque desconocemos el significado de la mayor parte de la serie numérica. Resumiendo, vicecomandante, tememos un miembro de la Guardia Suiza Pontificia que podría estar maquinando un atentado contra el Papa.
» En más de quinientos años de existencia de este cuerpo jamás se ha dado un acontecimiento semejante. Estoy convencido de que se hace cargo de la gravedad de la situación y también de porqué hemos dado el paso de solicitar su auxilio. Precisamos de alguien con su cualificación, que conozca al dedillo el funcionamiento de la Guardia Suiza, libre de toda sospecha y de una fidelidad probada. Lo necesitamos a usted, vicecomandante. Para nosotros es un hombre providencial.
Un escalofrió me atravesó de cabo a parte. ¡Yo mismo formaba parte de la Guardia Suiza Pontificia! Conocía a cada uno de mis compañeros y superiores. Me parecía increíble que cualquiera de ellos pudiera pensar en hacer una cosa así, tan increíble como cuando el comandante reconoció ante Bresca que él también creía que uno de sus hombres había matado al cabo Vallotton.
Entonces Bresca hizo la misma pregunta que había comenzado a danzar en mi cabeza.
– Eminencia, perdone que insista en este punto, pero ¿cómo está tan seguro de que es un guardia pontificio quien ha redactado el mensaje? Podrían haber introducido, por ejemplo, micrófonos para grabar el momento en que esas órdenes verbales se imparten.
– No hay tal. Se registró todo minuciosamente para asegurarse de que no había ningún dispositivo de grabación. En fin, me resulta muy embarazoso hablar de esto, pero he de confesarle que como consecuencia del asesinato de Vallotton creí necesario intervenir las comunicaciones de la Guardia Suiza. Aquella fatídica noche en el cuartel no había nadie que no fuera miembro del cuerpo. En las horas previas al crimen las cámaras de seguridad no captaron ninguna entrada ni salida aparte de los relevos habituales de los soldados –explicaba Escribano para justificar su decisión–. Se comprobó que las cámaras no habían sido manipuladas. Todos los indicios apuntaban a alguien de dentro, como ya se ha encargado de airear la prensa. Gracias a este control se ha detectado el mensaje que le he entregado. El mismo fue enviado desde la CPU de la Guardia Suiza, desde un terminal al que solo tienen acceso los soldados pontificios. ¿Alguna pregunta más?
– Sí, me queda una duda –respondió Bresca expedito–. ¿Qué les llevó a descartar al soldado Frei?
Casi di un bote en el sofá. Debí ponerme más lívido que una berenjena. Desde luego aquel hombre no se andaba con miramientos. Le traía al pairo que yo estuviera delante. De todos modos aguijoneó mi curiosidad. A fin de cuentas la pregunta tenía sentido. Si todos los componentes de la Guardia Suiza estábamos bajo sospecha, ¿por qué a mí se me había colocado en una posición privilegiada a la hora de conocer con todo detalle la situación?
Efe Efe intervino rápidamente para poner a salvo al cardenal de aquella comprometedora pregunta.
– Analizamos uno por uno el perfil de los soldados. Daniel Frei adolece de un nivel muy bajo en matemáticas y sus conocimientos informáticos son demasiado rudimentarios como para aplicar técnicas de codificación. En las clases de defensa personal no es particularmente hábil; no hay que olvidar que si bien el cabo Vallotton fue pillado por sorpresa, quien lo mató mostró gran destreza para inmovilizarlo, asfixiarlo y evitar que gritara. Además, Frei es diestro. Según el informe forense el hombre que mató a Vallotton era zurdo.
Caray, falta de cualificación y ser diestro, esos eran los timbres de gloria que me exculpaban de haber cometido un crimen. No era muy halagador, y el comandante lo sabía, así que no se quedó ahí.
– No es la única persona que hemos excluido de ser sospechosa –prosiguió Efe Efe–, pero sí la más apta, leal y discreta para colaborar contigo en las tareas de investigación y apoyo.
– No lo dudo –respondió Bresca. Y volviéndose hacia mí, alargó el brazo para ofrecerme el papel que le había entregado Escribano–. Tome Frei, guárdelo, será un elemento clave en nuestra investigación.
¿Significaba que por fin me había aceptado?
Capítulo 8
Acabada la reunión con el Secretario de Estado, Bresca y yo acudimos junto con el comandante a su despacho.
Nada más entrar, exclamando un “¡no puedo más!”, Bresca sacó de una de sus mangas un cigarrillo liado que había llevado oculto hasta ese momento.
– Efe Efe, ¿tienes un mechero?
– Para eso no, ya lo sabes.
– ¡Venga, no te hagas de rogar! Está a punto de darme un ataque.
El comandante se sentó frente al escritorio y de mala gana abrió un cajón del que extrajo un encendedor.
– Toma, pero me vas a dejar todo con un olor de mil demonios.
A Bresca no pareció importarle lo más mínimo. Encendió el cigarrillo y aspiró con fruición. Luego, cerrando los ojos, soltó una prolongada bocanada de humo.
– ¡Aleluya!,