Bresca. El guardia suizo. Rafael Hidalgo Navarro
que nosotros mismos. Algunos afirmaban barbaridades difíciles de olvidar. Un reputado periodista llegó a insinuar que aquella muerte había sido ordenada por el Papa para poner a prueba nuestra lealtad.
En medio de aquella batahola solo una cosa era cierta, cada uno de nosotros nos habíamos convertido en sospechoso. Si en otros tiempos la Santa Sede había tenido influjo suficiente como para que la investigación policial no trascendiera más allá de sus muros, en las actuales circunstancias se mostró incapaz de evitar que la Gendarmería, no ya vaticana, sino italiana, tomara cartas en el asunto. Incluso la Magistratura italiana intervino pasando por encima de usos y concordatos. Nos interrogaron uno a uno, revisaron nuestras habitaciones, ordenadores, taquillas, correspondencia. Fue humillante.
Hay que decir que unos pocos países, muy pocos, tuvieron la delicadeza de mostrarnos su pesar y apoyo. Por desgracia entre éstos no estuvo el nuestro.
Un efecto inesperado de todo aquello fue el protagonismo que adquirimos de cara a los visitantes. Estábamos acostumbrados a que la gente tratara de acercase a nosotros y nos fotografiara, pero nuestra recién adquirida proyección mediática nos convirtió en objetivo preferente. Apenas nos situábamos en el puesto de guardia una nube de ávidos turistas se arremolinaba lo más cerca posible y enloquecidamente empezaban a disparar sus cámaras. Esa situación no tenía fin, pues tan pronto unos se marchaban satisfechos por las decenas de fotografías idénticas que nos habían tomado, llegaban nuevas oleadas para repetir el ritual.
A las dos semanas del asesinato, estando yo de guardia en la Puerta Petrina, el sargento Müller vino con un compañero para relevarme.
– Alabardero Frei, novedades en el puesto de guardia.
– Sin novedad, sargento.
– Muy bien. Le releva el soldado Steiner. Acompáñeme. El comandante quiere verle.
No era el procedimiento habitual, pero hice lo que se me mandaba. En un primer momento sentí extrañeza, aunque enseguida me invadió el temor. ¿Por qué iba a quererme ver el comandante precisamente a mí? Ni siquiera había esperado a que concluyera mi guardia. ¿Por qué esa urgencia?
Mientras caminaba tras el sargento mi imaginación se dedicaba a agitar fantasmas. De hecho llegar frente a la puerta del despacho de Efe Efe tras haber dejado la alabarda en la armería, fue una liberación. Lo que tuviera que ser, sería.
Nos presentamos ante el comandante que estaba sentado en su escritorio. Realizados los saludos de rigor ordenó al sargento que se retirase. Y allí estaba yo, con apariencia impávida y el corazón agitado por la incertidumbre. Después de unos segundos de silencio me miró fijamente a través de sus lentes y me habló.
– Soldado Frei, ¿sabe cuál es el motivo fundamental por el que fue seleccionado para formar parte de la Guardia Suiza Pontificia?
Me dejó completamente desconcertado. Se suponía que ante la pregunta de un superior yo debía responder con diligencia, pero no sabía qué decir. ¿Acaso no había hecho lo que se esperaba de mí? ¿Había incumplido alguna norma? ¿Debía responder con los requisitos generales para ser un guardia suizo? Me sentía examinado y un tanto avergonzado por mi cavilación. Era consciente de mi pobre expediente académico, de mi discreto paso por el servicio militar, así como de mi timidez para relacionarme con mis compañeros. Sin embargo desde el principio yo había tratado de hacer las cosas bien. Cumplía mis cometidos, obedecía las órdenes, bueno, con la sola excepción de la audiencia a los enfermos cuando abandoné mi puesto para acercarme a... ¡Ah, se trataba de eso! El cabo Schnieper al fin le había ido con el cuento al comandante. Un mes después tenía que salir aquello. Me parecía demasiado audaz por su parte. Quizá lo había hecho a través de algún capitán, o del sargento mayor. Con la que estaba cayendo y me tenía que tragar una amonestación por un incidente tan baladí.
– Lo desconozco, mi comandante –contesté por fin preparándome para la reprimenda.
– Yo se lo diré –apoyó los codos sobre la mesa entrecruzando los dedos de ambas manos–. Por su discreción. Y de ella vamos a necesitar.
¿Mi discreción? No había broncas ni reproches. Su tono era elogioso, casi amistoso. Sentí un alivio enorme.
– Se le va a encomendar una misión muy especial; por ello, desde este mismo momento y hasta nueva orden queda relevado de todo servicio. El vicecomandante Vock está informado de ello. Deberá tener los ojos y los oídos bien abiertos, y la boca cerrada. ¿Me comprende?
– Sí, mi comandante.
– Y una cosa más. Únicamente deberá informarme a mí; a nadie más –enfatizó–. Da igual que sea un miembro de la Curia, el arcángel San Gabriel o su confesor, de todo lo que vea y oiga durante su misión deberá guardar un mutismo absoluto.
– Así lo haré, mi comandante –respondí.
Desasió las manos y se dejó caer sobre el respaldo.
– Está bien. Que Dios y nuestros Santos Patronos le ayuden. Ahora vaya a su cuarto y recoja sus cosas. El sargento Müller le va a asignar una nueva dependencia. Dentro de una hora preséntese aquí con una maleta y ropa para un par de días. Salimos de viaje.
– ¿Debo llevar los uniformes, mi comandante? –acerté a preguntar en mi perplejidad.
– No. A donde vamos no le van a hacer falta.
Capítulo 6
Partimos desde el aeropuerto de Fiumicino en una vieja avioneta Cessna 172. La pilotaba un muchacho poco mayor que yo con unas greñas ensortijadas sujetas por una diadema. Lucía una barba incipiente e irregular que le daba un aire descuidado. Se pasó el viaje hablando por el radiotransmisor con algún amigo que, por lo visto, tenía todo el tiempo del mundo para dedicarle. Tampoco era extraño su desinterés hacia nosotros, dado que para guardar la necesaria reserva el comandante y yo conversamos casi todo el tiempo en alemán.
Nuestro destino era la isla de Mallorca. Allí iríamos en busca de Franziskus Wetter, quien ocho años atrás había abandonado la Guardia Suiza con el grado de vicecomandante siendo reemplazado por Vock.
Frisch se había propuesto convencer a su antiguo compañero de que regresara a Roma y se hiciera cargo del esclarecimiento del asesinato del cabo Vallotton. Hacía falta “un hombre de la casa”, y nadie más adecuado que el antiguo vicecomandante para esa misión.
Durante el trayecto, que se prolongó por cerca de cuatro horas, el comandante Frisch me habló de Wetter y me aclaró mi papel en esa historia. En adelante yo iba a ser su asistente. No me podría despegar de él ni un segundo.
– Wetter tiene algunos problemas con la bebida –reconoció al fin Efe Efe después de varios rodeos–. Será su responsabilidad impedir que pruebe una sola gota de alcohol. Por si no le ha quedado claro se lo repetiré, por encima de todo tiene que evitar que ingiera ni una sola gota de alcohol. Haga lo que sea necesario, como si le tiene que pegar un tiro, pero que no beba. ¿Me ha comprendido?
– Sí, señor.
Esta instrucción me llevó a conjeturar cuál debió de ser el motivo de su retirada, aunque no dije nada.
Por lo visto Wetter había sido toda una personalidad mucho antes de incorporarse al ejército papal. En Suiza formó parte de la brigada paracaidista y también estuvo integrado en los servicios de inteligencia. Recibió adiestramiento en unidades de élite de diversos países y alcanzó el grado de capitán, sin embargo tuvo muchas dificultades en su carrera debido a su estilo personal, entorpeciendo cualquier ascenso. Efe Efe no me aclaró en qué consistía ese estilo ni yo se lo pregunté, pronto iba a tener ocasión de descubrirlo por mí mismo. Ante todo era un hombre de fe, con altos ideales, que acabó desengañado del Ejército, así que decidió incorporarse a la Guardia Pontificia. Su fama lo precedía, lo cual despertó no pocas suspicacias en el Vaticano, sin embargo gracias al apoyo del cardenal Erik Zindel, a la sazón prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, consiguió acceder.
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