Bresca. El guardia suizo. Rafael Hidalgo Navarro
poseía una granja de vacas que nos permitía vivir sin lujos pero con desahogo. Además, ninguno de mis dos hermanos pensaba dedicarse al negocio familiar, así que tenía el terreno expedito.
Sacar adelante una vaquería supone no poco sacrificio; hay que levantarse antes de que lo haga el sol, no hay festividades ni vacaciones, y las rutinas no permiten ningún tipo de alarde creativo, así que acabado el periodo escolar y después de un par de meses dedicado al negocio vacuno, me lo pensé mejor y decidí que aquello tampoco era lo mío. Encontré una salida airosa, realizaría unos estudios profesionales a la par que me incorporaba al ejército.
En aquel entonces el ejército suizo era un tanto peculiar pues después de un periodo de adiestramiento inicial los jóvenes volvían a su quehacer cotidiano, ejecutando posteriormente ejercicios anuales por un breve intervalo.
El hecho es que ni siquiera allí tuve una estancia brillante. No poseía especiales dotes para las armas y mi pobre cualificación académica me cerraba la posibilidad de cualquier función administrativa; de modo que acabé en la banda de música tocando el tambor.
De vez en cuando participábamos en ejercicios de tiro y hacíamos alguna instrucción, pero la mayor parte del tiempo lo pasábamos entre la práctica musical y el ocio.
Un día en la cantina, apoyado en la barra ante una pinta de cerveza, rumiaba para mis adentros lo insípido de mi existencia cuando escuché a unos compañeros que, sentados en una mesa próxima, hablaban de la Guardia Suiza vaticana. Uno de ellos, llamado Rudolf Geber, explicaba que en cuanto acabase el servicio militar se presentaría para servir en el minúsculo ejército pontificio. Al parecer existía cierta tradición que vinculaba a su familia con este cuerpo.
A mí Rudolf me caía bien pues era de los pocos que me saludaban. La inmensa mayoría consideraba a los músicos unos inútiles privilegiados indignos de la menor atención; no es que nos hicieran nada malo ni nos molestaran, sencillamente nos ignoraban. Pero Rudolf Geber no era así; siempre que nos cruzábamos alzaba una mano mientras me decía: “qué pasa, chaval; ¿todo bien?”, y yo, agradecido, respondía: “todo bien”. Algo tan simple me hacía feliz.
Recuerdo que aquella conversación que se traían fue subiendo de tono. Los otros comenzaron a meterse con él haciéndose eco de los feroces ataques de que era objeto la Iglesia Católica. Al principio él les argumentaba tratando de mostrarles la diferencia entre lo que se decía y la realidad, pero a sus contertulios les traía sin cuidado. Apenas Rudolf empezaba a dar una réplica, ya habían abierto tres nuevos frentes ignorando lo que el otro pudiera estar diciendo. La discusión desembocó en un ataque personal. Si a Rudolf le caían bien los curas, le decían, sería porque él era tan gusano como ellos.
– Que te den, gilipollas –lo insultó el que llevaba la voz cantante. Después, con los labios fruncidos de ira, añadió–. A mí no me vengas con monsergas de meapilas. Cuando quieras te vas a hacer manitas con tus hechiceros. Me largo a otra mesa donde no tenga que aguantar el olor a rata de sacristía.
Y cogiendo su jarra se levantó y se marchó al otro extremo de la sala. Los otros dos lo siguieron, dejando solo a Rudolf. Éste, con su cerveza a medio beber, se incorporó y abandonó la cantina sin decir una palabra.
Quizá algunos pensaron que Rudolf se iba derrotado, pero a mí su actitud me pareció gallarda. Por mi temperamento retraído y, por qué negarlo, por cierta cobardía personal, yo evitaba los conflictos procurando no darme a entender. Precisamente por eso siempre he admirado el valor sobre cualquier otra virtud. Me producen sana envidia aquellos capaces de afirmar sus propias convicciones frente a la masa. Así que movido por un impulso espontáneo acabé mi bebida de un trago y salí de la cantina en busca de Rudolf Geber.
Él caminaba a buen paso, con el semblante serio, molesto por lo que acababa de suceder pero sin hacer el más mínimo aspaviento.
No me atreví a gritar su nombre, así que tuve que echar una pequeña carrera para darle alcance. Cuando llegué a su altura comencé a andar junto a él, sin hablar. De pronto se detuvo, giró su cabeza, y en un instante su expresión cambió radicalmente volviéndose divertida.
– Pero se puede saber qué haces.
Algo desconcertado por mi propia actitud, le respondí:
– He escuchado lo que hablabais.
– Sí, ya imagino –respondió. Entonces se volvió a girar y continuó andando.
– Verás, a mí me gustaría entrar en la Guardia Pontificia.
No sé por qué se me ocurrió soltar aquello. Jamás se me había pasado por la imaginación algo ni remotamente parecido. Es cierto que me había intrigado que alguien de mi regimiento pensara incorporarse a tan singular cuerpo, pero de ahí a hacerlo yo. Apenas sabía otra cosa que su existencia y que vestían unos uniformes de fantasía de inspiración renacentista.
Quizá fue por contemporizar con él, o seducido por su gallardía. Tal vez porque no tenía otra cosa que hacer cuando acabase mi periodo militar. O quién sabe si algo dentro de mí me empujaba a seguir ese camino para poner mi vida al servicio de una misión que mereciera la pena aun cuando tantos la criticaran; el hecho es que sin la menor reflexión había lanzado aquel envite.
– ¿En serio?
– Sí, en serio. Pero no sé exactamente qué tengo que hacer para ingresar.
Nuevamente se fijó en mí, pero esta vez su mirada era escrutadora.
– ¿Eres católico?
– Sí, lo soy.
– Esos tres también lo son. Bueno, al menos en teoría porque ya los has oído. El odio a la Iglesia se ha apoderado de sus propios hijos.
– Sí, pero, ¿qué tengo que hacer para formar parte de la Guardia Suiza?
– Bueno, lo fundamental supongo que ya lo tienes, ser soltero, suizo, carecer de antecedentes penales, haber recibido instrucción militar, tener una buena forma física y un buen expediente académico y, lo más importante, ser católico y testimoniar una buena conducta.
– ¿Y cómo van a saber de mi conducta sin conocerme?
– Piden un informe a tu párroco. Además, antes de entrar te hacen pruebas psicológicas. Imagina que se les cuela un chalado, la que podría armar.
– Sí, claro –asentí.
De todos modos algo de lo que había dicho me inquietaba, aunque nada dije; para incorporarse hacía falta un buen expediente académico, y ese no era precisamente mi punto fuerte.
– Me llamo Rudolf Geber –dijo entonces alargándome la mano.
Y yo, sin poder ocultar mi emoción, la estreché mientras le respondía:
– Lo sé. Yo soy Daniel Frei.
Definitivamente, quería ser Guardia Pontificio.
Capítulo 3
Las cosas no discurrieron como yo había previsto, al menos no enteramente. Para cuando Rudolf se licenció del ejército y se incorporó a la Guardia Pontificia yo todavía no había concluido mis estudios de auxiliar de enfermería. Es más, por estar asignado a la banda ni siquiera me permitieron hacer las prácticas clínicas en mi unidad, de modo que hube de esperar a que me licenciaran para llevarlas a cabo.
Total, que entre unas cosas y otras no pude presentar mi solicitud hasta un año más tarde.
Tenía la sensación de ir por la vida con el pie cambiado, ahora que por fin contaba con un propósito venía a resultar que todo eran tropiezos y dilaciones.
Un día me sucedió algo que más tarde cobraría todo su sentido, pero que yo entonces no acabé de comprender pues, como me decía mi hermano Peter, todavía vivía en estado vegetativo. Había quedado para ver un partido de fútbol por televisión con mis dos mejores amigos, Max y Kurt. Eran muy buenos muchachos y nos conocíamos desde niños.