Bresca. El guardia suizo. Rafael Hidalgo Navarro

Bresca. El guardia suizo - Rafael Hidalgo Navarro


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del soldado que llevaba dentro.

      A lo largo de aquellos primeros días nos fueron presentando a un montón de gente cuyos nombres era incapaz de retener, obispos, sacerdotes, religiosas, ordenanzas, consagradas, celadores, y ello mientras nos mostraban las distintas dependencias de la Santa Sede. Aquello era el arca de Noé de la civilización donde la Historia había ido poniendo a salvo un sinnúmero de obras de arte, libros, artefactos, documentos; cartas autógrafas de Carlo Magno, de Lutero, de Napoleón, de Lincoln; regalos de emperadores chinos, de sultanes, de reyes de todos los rincones del orbe, desde las tierras heladas del Báltico hasta las más menudas islas en las antípodas oceánicas; reliquias de los mártires de la antigua Roma, de los cruzados, de los misioneros del lejano oriente; edictos del imperio bizantino, o de siglo XI abordando el conflicto de las investiduras, otros del XVI para la evangelización de las Américas; textos manuscritos de los más grandes filósofos y teólogos; cartas para la navegación ilustradas con un primor y colorido nunca más alcanzado; y así cientos, miles, decenas de miles de objetos, muchos de los cuales pertenecían a países o imperios desaparecidos de la faz de la tierra hacía siglos. Cualquier investigador habría empeñado su vida entera por adentrarse en los secretos de una sola de esas joyas. Las cuarenta y cuatro hectáreas de aquel minúsculo estado eran en sí mismas una obra de arte donde se acrisolaba la Historia entera.

      Pero la Historia no se hacía presente solo a través de los objetos físicos, sino en el propio acontecer del día a día. El latín, desterrado de la memoria de los hombres, era lengua oficial, y aunque no se utilizaba en las conversaciones, pues el italiano y el inglés imperaban entonces, sí que se empleaba en todos los escritos oficiales. ¡Incluso en los cajeros expendedores de dinero aparecía la lengua de Ovidio!

      La propia Guardia Suiza era un ejemplo de esa Historia viva. Sirviendo en ella descubrí el significado de la palabra tradición, los usos actuantes, la continuidad del acontecer humano sin inmovilismo ni ruptura, la presencia del legado de quienes nos precedieron que da grosor a nuestro presente, nos ayuda a saber quiénes somos y multiplica las potencialidades del futuro. Yo era heredero de una larga lista de soldados pontificios.

      Para un joven de veinte años todo aquello representaba una experiencia impagable.

      El primer día no pudimos conocer a quienes iban a ser nuestros compañeros hasta la hora de la cena. Sometidos a apretados turnos de guardia, apenas tenían un respiro. De hecho, con Rudolf Geber no llegué a contactar hasta los postres. Tan pronto me vio se acercó hasta mí y me dio un entusiasta apretón de manos.

      – Bienvenido, Daniel. ¡Qué alegría más grande! Quiero que conozcas a algunas personas.

      Y se puso a presentarme a otros soldados que me acogían con cordialidad.

      Las jornadas más cortas duraban seis horas, pero a menudo se prolongaran llegando incluso a las once; eso sin contar con los días en que había celebraciones litúrgicas del Papa, en cuyo caso ya te podías ir despidiendo de cualquier actividad lúdica. Esa era una de las razones por las que nuestro periodo de instrucción fue tan rápido e intenso; debíamos contribuir lo antes posible a sobrellevar la pesada labor que recaía en aquel reducido ejército formado por ciento diez almas.

      De todos modos, como pronto comprobaría, a pesar de la mucha exigencia, o precisamente por eso mismo, la Guardia Suiza funcionaba como una gran familia. Comíamos juntos, salíamos juntos, intercambiábamos experiencias e inquietudes. La confianza era un distintivo del cuerpo. No era necesario guardar las cosas con llave o dejar de preguntar por miedo al qué dirán. Cualquiera estaba dispuesto a prestar ayuda tan pronto se le requiriese.

      Entre nuestros cometidos estaba la custodia de las estancias papales, su perímetro y accesos, además actuábamos como comitiva en las recepciones y actos protocolarios. También debíamos participar en aquellas celebraciones públicas en las que estuviera presente Su Santidad y, por supuesto, protegerlo con nuestra propia vida si eso fuera menester.

      Acostumbraban a hacer que los nuevos compartieran habitación con algún veterano con el objeto de facilitar su integración. Los que transcurridos dos años se reenganchaban podían obtener habitaciones individuales. También los soldados que contraían matrimonio se beneficiaban de un apartamento propio. A mí me alojaron con Giorgio Jaeggy, natural de Locarno en el cantón italiano. El emparejamiento no fue casual. Yo hablaba perfectamente alemán y francés pero mi italiano, imprescindible allí, dejaba mucho que desear, de modo que Giorgio debía ser mi Cicerone lingüístico.

      Poseía el pelo moreno y la piel atezada, como un hombre mediterráneo curtido por el sol; de hecho en las formaciones se lo reconocía enseguida por su contraste con nuestros pálidos rostros. Se había incorporado cuatro meses atrás, en febrero, y tenía la costumbre de canturrear a la menor ocasión. Incluso cuando estaba de guardia, si no había nadie cerca, dejaba escapar alguna tenue melodía con los labios inmóviles.

      – ¿Qué sería de la vida sin la música? –me decía agitando las manos en el aire–. Seríamos robots. ¿Te has fijado en una película o en un baile cuando se les quita el sonido? La gente parece idiota; se mueven, se contorsionan absurdamente. Sin embargo, a la estampa de una simple hoja mecida por el aire le pones una melodía y, voilà, todo cobra significado. La música es sentido, es el color de la vida, la música es el idioma más universal que existe. Si un día contactáramos con seres de otras galaxias tendríamos que comunicarnos con música. Yo no diría: soy de la Tierra, sino yo soy de Mozart, de Tchaikovsky, de Verdi, de Beethoven.

      Giorgio había cursado estudios de viola de gamba en el conservatorio y, por supuesto, formaba parte de la banda de la Guardia Pontifica a la que esta vez no me asignaron.

      Practicábamos ejercicios de tiro en unas instalaciones de la policía a las afueras de Roma. También nos formaban en la lucha cuerpo a cuerpo, en tácticas de protección como guardaespaldas y, cómo no, recibíamos abundante instrucción para desfilar con aquellos vistosos trajes confeccionados uno a uno por un sastre. Con todo, lo más singular era la instrucción en el manejo de la alabarda, arma desaparecida de los ejércitos desde el siglo XVII que, sin embargo, formaba parte esencial del equipamiento de un guardia suizo.

      El simpático capitán Ochsenbein, a quien había conocido cuando me presenté al cuerpo, debía dirigir la instrucción de los reclutas, pero dado que tenía encomendadas diversas responsabilidades en el Estado Mayor solía delegar en el cabo Ernst Schnieper.

      Por alguna misteriosa ley del péndulo, el temperamento del cabo Schnieper era la antítesis del que poseía el capitán. Schnieper actuaba con una sequedad y rigor poco estimulantes, por decirlo caritativamente. No daba voces ni echaba broncas, porque no se estilaba allí, pero cuando algo no salía según su criterio ponía un gesto agrio y repetía una y otra vez:

      – Lamentable, lamentable, lamentable. Ha sido realmente lamentable.

      Algunos que lo habían tratado más cercanamente comentaban que en la intimidad tenía sentido del humor. Si eso era cierto había que reconocer que poseía unas dotes extraordinarias para el disimulo.

      Yo, desde luego, procuraba mantenerme cerca de él solo lo imprescindible, particularmente desde el incidente que tuvimos cuando conocí a Silvia.

      Aquella mañana el Papa tenía un encuentro con los enfermos. La Plaza de San Pedro estaba muy concurrida y nosotros debíamos custodiar el perímetro y el acceso al altar. En este tipo de actos nuestra misión principal era de vigilancia, solo en caso de necesidad grave podíamos prestar ayuda a los visitantes pero sin desatender nuestro puesto y evitando confraternizar.

      Ataviado con mi llamativo uniforme azul, anaranjado y amarillo, me encontraba en el puesto que se me había asignado, justo a la izquierda de las escalinatas que ascendían hasta la Basílica. Solo una endeble barrera de madera me separaba de la multitud que quedaba a mi derecha.

      El caso es que entre aquella muchedumbre de gente me llamó la atención una muchacha. Era la visión más hermosa que yo hubiera contemplado jamás. Busco las palabras adecuadas para describirla y todas se muestran indigentes, incapaces de expresar aquella plenitud de diecisiete años que se reflejaba en mi pupila.

      Tenía unos pómulos perfectos


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